Síntomas de regresión en el independentismo catalán

Juicio al Procés

El inicio del juicio a los presos independentistas ha roto el compás de espera en que se hallaba instalada la política catalana. Este tiempo muerto ha estado dominado por las conversaciones entre los ejecutivos español y catalán y la fallida mesa de partidos catalanes auspiciada por el PSC.

El comienzo de juicio ha reventado el frágil proceso negociador. La negativa de ERC y PDeCat a permitir la tramitación de los Presupuestos Generales del Estado y la deliberada filtración de los 21 puntos, planteados por la Generalitat para avanzar en el diálogo y alcanzar algún tipo de acuerdo, desencadenaron irresistibles tensiones externas (el tripartito de derechas) e internas (los barones del PSOE) sobre el precario gobierno del Pedro Sánchez, quien decidió disolver las cámaras y convocar elecciones generales.

Durante este compás de espera hemos asistido a una soterrada pugna entre los sectores posibilistas y fundamentalistas del movimiento independentista. Los primeros se apuntaron una primera victoria, a la postre pírrica, al permitir que saliera adelante la moción de censura contra Mariano Rajoy, a pesar de la oposición de Carles Puigdemont. Tanto es así que la secretaria general del PDeCat, Marta Pascal, hubo de desplazarse a Madrid y emplearse a fondo para convencer a los diputados de su partido. No obstante, fue un éxito efímero. Poco después se celebró el congreso del PDeCat donde Puigdemont pidió y obtuvo la cabeza de Pascal.

Ahora, con el telón de fondo de los juicios, se ha impuesto el sector fundamentalista, precipitando la caída de Sánchez. Ello a despecho de los fundados temores de que tras los comicios pueda formarse un tripartito de derechas partidario de una aplicación dura e indefinida del artículo 155 de la Constitución. Para comprender esta determinación, para muchos contraria a la más elemental racionalidad política, deben tenerse en cuenta varios factores.

En primer lugar, el movimiento independentista ha construido un relato ficcional con una férrea ortodoxia doctrinal y visceral que cuenta con numerosos autoproclamados guardianes de la fe, como la ANC, los CDR, la CUP y medios de comunicación como TV3 o Vilaweb. Eso constituye una auténtica camisa de fuerza para aquellos sectores que intentan practicar un cierto realismo político. El propio Puigdemont fue víctima de ese mecanismo inquisitorial cuando estuvo a punto de convocar elecciones para evitar la aplicación del 155. Ello contribuye a explicar la falta de coraje político de ERC y de los sectores postconvergentes del PdeCat, que no se atreven a enfrentarse a los guardianes de la ortodoxia ficcional y, como en el cuento de Andersen, proclamar que el rey está desnudo.

En segundo lugar, una de las señas de identidad del nacionalismo catalán es el victimismo que opera como un fuerte elemento de comunión identitaria frente al enemigo exterior. Ahora bien, victimismo rima con masoquismo, de modo que para importantes sectores, tanto de la base social como de la dirección del movimiento independentista, se precisa alimentar el fantasma del Estado opresor, antidemocrático y anticatalán. Un fantasma en gran medida construido desde el mencionado relato ficcional, pero que podría convertirse en realidad si se formase en Madrid un tripartito de derechas. Una opción que parece ser la preferida de los sectores fundamentalistas del movimiento independentista, pues daría coherencia a su relato ficcional y alimentaría las pulsiones victimistas y masoquistas de sus bases sociales. Todo ello ante la impotencia de los sectores posibilistas, atenazados por los guardianes de la ortodoxia del mundo ideológico ficcional, incansablemente proyectado desde los medios de comunicación, que operan como piezas fundamentales en la construcción del relato ficcional.

 

Contradicciones de un juicio

Justamente esos medios de comunicación han emprendido una machacona e incansable campaña de agitación y propaganda a propósito del proceso a los líderes independentistas. Tanto es así que, para que nadie se escape, se emiten en directo por los dos canales de la televisión autonómica acompañados de tertulianos abrumadoramente secesionistas y donde el pluralismo ideológico brilla por su ausencia.

La intensa propaganda tiene como objetivo subrayar el carácter injusto y lesivo contra los derechos de los presos y mostrar las debilidades de las acusaciones, que hasta el momento no están desempeñando un nada papel brillante, respecto a los delitos de rebelión y sedición.

Ahora bien, esa misma propaganda elude apuntar hacia una de las contradicciones más palmarias de las declaraciones de los líderes independentistas. Por un lado, insisten en considerarse presos políticos, víctimas de una causa general contra el independentismo, a quienes no se acusa por sus actos sino por sus ideas. Pero, por otro, se niegan asumir las motivaciones y consecuencias de esos mismos actos. De este modo, atribuyen a la Declaración Unilateral de Independencia un carácter puramente simbólico, evitan reivindicar el supuesto mandato popular del referéndum del 1 de octubre, reiterado hasta la saciedad por los medios de comunicación afines, y afirman, contra todas las evidencias, que la Generalitat no gastó un euro en la organización de la consulta.

Realmente, si actuasen como “presos políticos” realizarían una encendida defensa de sus actuaciones a fin de reivindicar el objetivo político de proclamar la independencia de Catalunya a través del ejercicio del derecho a la autodeterminación.

 

Retorno a la matriz reaccionaria

Como era previsible el proceso judicial ha significado una reactivación de las movilizaciones independentistas con la mirada puesta en el intenso ciclo electoral en ciernes.

No obstante, el cariz de estas movilizaciones está tensando y replanteando las relaciones entre el movimiento independentista y el movimiento obrero. En el periodo anterior a la Guerra Civil, el catalanismo conservador se manifestó radicalmente hostil al movimiento obrero. No solo en la doctrina de Prat de la Riba, como mostró brillantemente Jordi Solé Tura, sino en su práctica política de apoyo a la represión al movimiento obrero y a los golpes de Estado de los generales Primo de Rivera y Franco. Justamente, Josep Benet, como ideólogo, y Jordi Pujol, como político, fueron en la década de 1960 los artífices del aggionarmento del catalanismo limando sus aristas más reaccionarias y planteando una nueva relación, digamos de cordialidad, entre nacionalismo catalán y movimiento obrero, unidos en la lucha contra el franquismo y cuya expresión más acabada fue la Assemblea de Catalunya.

Ciertos aspectos de las últimas movilizaciones del independentismo apuntan a una vuelta a la matriz antiobrera del catalanismo/independentismo. La huelga general del 21 de febrero fue convocada por el muy minoritario sindicato independentista Intersindical CSC en protesta contra los juicios. La huelga, calificada de paro de país, no tuvo apenas seguimiento entre la clase trabajadora catalana. Únicamente tuvo un apoyo relevante entre los funcionarios de la Generalitat, con un aire de cierre patronal más que de huelga, y en el sector de la enseñanza a través del sindicato de enseñantes USTEC, de filiación independentista; algo que no debe extrañarnos, pues gran parte del profesorado catalán opera como transmisores de la doctrina nacionalista/independentista.

La impotencia por el nulo eco entre la clase trabajadora de la huelga se reflejó en los cortes de carreteras y vías férreas a cargo de los CDR y en el ataque a la sede central de CCOO, sindicato mayoritario entre los trabajadores catalanes y que, al igual que UGT, no convocaron a la huelga. El ataque a la sede de CCOO se produjo a pesar de sus muestras de apoyo al movimiento independentista, como en el caso de su participación en la plataforma por el derecho a decidir y sus denuncias a la situación de los líderes independentistas presos. La hostilidad de la clase trabajadora al movimiento secesionista está alimentando reacciones antiobreras ocultas tras el tamiz del antiespañolismo y el supremacismo identitario, uno de cuyos más señeros portavoces es precisamente el presidente vicario de la Generalitat.

A diferencia del País Vasco, donde el nacionalismo conservador y el de izquierdas han levantado potentes organizaciones sindicales, el catalanismo ha optado por la vía del entrismo en los sindicatos existentes. El caso más notable es el de Camil Ros, secretario general de la UGT catalana y vinculado a ERC, de la cual llegó a ser líder de sus juventudes. Un éxito no exento de contradicciones. Así, en septiembre de 2017 fue acusado de defender el secesionismo desde el sindicato UGT y tuvo que enfrentarse a una fuerte contestación interna de sectores del sindicato que se manifestaron contra el apoyo de UGT al referéndum del 1 de octubre al tener en contra la opinión mayoritaria de sus afiliados.

Otro inquietante síntoma del retorno a la matriz reaccionaria del nacionalismo catalán fueron los insultos y las acusaciones de “fascistas” a los republicanos españoles que participaban en el homenaje a Antonio Machado en Colliure, donde está enterrado. En el relato de los sectores más hiperventilados del independentismo todos los españoles son identitariamente fascistas. De este modo se genera el caldo de cultivo para insultos machistas como los de Toni Albà contra Inés Arrimadas, a quien por cierto le salvó los muebles tras su desafortunada visita a Waterloo.

El relato independentista ignora deliberadamente la resistencia del pueblo español contra el fascismo que desembocó en la Guerra Civil y el apoyo del catalanismo conservador al general Franco. Más allá del carácter francamente intolerante de estas manifestaciones, que les aproximan a la extrema derecha europea, puede apreciarse una línea de ruptura en las históricas relaciones de colaboración entre la izquierda y el republicanismo español con el nacionalismo catalán frente a la derecha (neo)centralista, al menos desde los Pactos de San Sebastián que preludiaron el advenimiento de la Segunda República.

Además, la falta de apoyo a las reivindicaciones secesionistas por parte de la Unión Europea está conduciendo a estos sectores del catalanismo a emplear un tono crecientemente antieuropeísta Esto ya se apreció en las declaraciones de Puigdemont calificando, en noviembre de 2017, a la Unión Europea de “club de países decadentes y obsolescentes”, pero que ha ido en aumento, como, por ejemplo, con la ocupación de la delegación de la Unión Europea en Barcelona, organizada por la ANC, y por las reacciones a la prohibición del presidente del Parlamento Europeo Antonio Tajani de permitir la conferencia de Puigdemont y Torra en la cámara europea.

En definitiva, en los sectores más fundamentalistas del movimiento secesionista, bajo la retórica de la defensa de la libertad, la democracia y los derechos humanos se apreciaban signos de evolución en sentido contrario que les acercan cada vez más a los neonacionalismos reaccionarios en ascenso en toda Europa. De este modo se cuestiona la labor de democratización del catalanismo, bajo la égida de Benet y Pujol, y se observan signos de regresión a las esencias reaccionarias del primer catalanismo.

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