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Pasolini Bertolucci
En medio de la entrañable relación entre Pier Paolo Pasolini y Bernardo Bertolucci, siempre estuvo el cine: ¿Cómo se conjugó el realismo social y la poesía de sus películas, la planificación y la espontaneidad, lo sacro y lo carnal…?

Gracias a su labor como guionista y ayudante de dirección los ingresos de Pier Paolo Pasolini mejoraron sustancialmente, hasta poder permitirse, en junio de 1959, abandonar la borgata y mudarse Via Giacinto Carini, en el “ilustrado” barrio romano de Monteverde. Distrito de literatos, cineastas, artistas y escultores, muy lejano a su pasado en el arrabal, por fin Pasolini pudo proporcionar a su madre algunas de las comodidades que años atrás fueron impensables.

Pero el cambio también trajo consigo uno de los encuentros (dobles) más afortunados y benéficos de su vida y para la historia del cine. En el mismo edificio también vivía uno de los poetas más admirados, no sólo por Pasolini, sino por buena parte de la “Italia de las letras”: Attilio Bertolucci. Ambos ya se conocían, formando una singular relación de padre – hijo (quizá el padre siempre soñado por Pasolini), y Attilio facilitó, aunque fuera modestamente, la publicación de algunas obras de Pasolini, como la celebrada Ragazzi di vita, en 1955. Pero fue con la mudanza de la familia Bertolucci, que abandonó su Parma natal por la bulliciosa Roma, cuando la relación entre ambos creadores se imbricó para siempre. De la misma manera que sin la influencia de Bertolucci padre no comprenderíamos a Pasolini y su trabajo literario, sin el influjo del (por entonces) joven autor de Ragazzi di vita no podríamos comprender la fastuosa y deliciosa filmografía de Bertolucci hijo.

El primer encuentro entre Pasolini y un, por entonces, jovencísimo Bernardo Bertolucci ya pertenece a la leyenda del séptimo arte: Un domingo, a la hora de la siesta, alguien llama a la puerta de la familia Bertolucci. Abre el hijo (Bernardo), que se encuentra con un joven trajeado y con gafas oscuras (Pasolini) del que desconfía y piensa es un ladrón. Cierra la puerta y marcha en busca de su padre. Al saber que Pasolini está en el rellano de su piso, frente a una puerta cerrada, riñe amablemente a su hijo: “Abre inmediatamente, es uno de los mejores poetas de Italia”.

Años después, comentando la anécdota, el poeta de Casarsa della Delizia solía decir: “qué puede haber más bello para alguien que escribe sobre los jóvenes ladrones romanos que ser tomado por un ladrón”. Bernardo Bertolucci empezó a estudiar literatura moderna en la Universidad de Roma, influido tanto por su padre, el afamado Attilio, como por su madre, licenciada en letras por la universidad de Bolonia. Toda su trayectoria parecía estar encaminada a las letras, pero su encuentro con Pasolini marcó su vida abandonando sus estudios de literatura. En 1961 Pasolini invitó a un joven Bernardo Bertolucci a ser su ayudante de dirección en Accatone, su primera película.

Años después, en una entrevista televisada tras el enorme éxito de El último tango en París (1972), al ser preguntado por sus primeras influencias artísticas, Bertolucci recordaría: “Fui testigo de la invención del cine: Pasolini estaba inventando un lenguaje. “Accattone” fue muy importante para mí porque rara vez ocurre que uno sea testigo de la creación de un lenguaje. Lo que Pasolini hizo fue realmente una invención porqué él no tenía experiencia significativa con el cine de la que pudiera echar mano. Así, la primera vez que Pasolini hacía un travelling, yo tenía la sensación de estar viendo el primer travelling de la historia del cine”. Un año después de Pasolini fue Bertolucci quien debutó como director. “Dejé de escribir poesía en el momento en que tomé una cámara en mis manos. Me sentía hipnotizado. Supe que las películas eran mi futuro, y también mi castigo”. El destino ya estaba sellado.

Cine de poesía vs cine de realismo social

Cuando reflexionamos sobre la filmografía pasoliniana debemos hacerlo a partir de sus preocupaciones, primero como poeta y más tarde como novelista, de los cambios sociales generados tras la formación de una sociedad de consumo en las décadas de los 50 y 60. Nuevos modelos de vida que llevan a una nueva consolidación de valores. Si algo obsesionaba a Pasolini era la evolución social de la Italia contemporánea, es decir, cómo la floreciente sociedad industrial imponía un nuevo modelo de vida, urbano, destruyendo los antiguos fundamentos de una sociedad mayoritariamente rural. “La industrialización ha supuesto una homologación violenta que ha destruido el valor particular de las culturas”, explicó en Escritos Corsarios (1975). Buena parte de su obra, en especial su celebrada Trilogía de la Vida supone un cierto punto de reconciliación entre ese sentimiento nostálgico, que observa un estilo de vida que ya ha desaparecido con otro, industrial e hijo de la modernidad.

Pasolini volverá sobre Asia, Oriente y África para encontrar en sus películas esa cultura perdida, en una suerte de metáfora histórico-espacial en busca de unas comunidades donde el concepto de sacralidad, transcendida o ritualidad siguiesen vivas.  Por ello, decidió trasladar sus rodajes a Marruecos (Edipo Rey), Capadocia (Medea) o Persia e India, como en la anteriormente mencionada Trilogía de la Vida. Entre las razones para esta elección se encuentra la necesidad de su autor de encontrar unos rostros y paisajes “puros”, que permitan conectar al espectador con la tradición antigua. De ahí su búsqueda de actores no profesionales, de escenarios salvajes más propios de la era preindustrial.

La importancia de los rostros en la obra de Pasolini está ligada a su personal concepto de la poesía como arte máximo, en su búsqueda por la “imagen – signo”, de que cada personaje o escenario represente, refleje, muestren un signo, lo no-lingüístico, lo que no se puede pronunciar, lo poético. La narración cinematográfica de Pasolini es un intento de unir el pasado y el presente en los rostros y en los lugares donde se desarrollan sus películas, algo muy presente en los primeros trabajos de Bertolucci. El cine, pues, como poesía, como instrumento del subconsciente colectivo, lo universal, la identificación de un destino común, unos valores compartidos… y perdidos con el paso de la tradición a la modernidad.

En 1962 todo parecía indicar que La commare secca, basada en un pequeño relato del propio Pasolini, sería su segundo largometraje. Pero Pasolini prefirió hacer Mamma Roma y convenció al productor Antonio Cervi para que fuese su amigo, vecino y ayudante en su debut, Bernardo Bertolucci, que entonces apenas tenía 21 años, quien dirigiese la película.

La commare secca (1962) es un atípico thriller policial que se inicia con la imagen del cadáver de una prostituta en un parque próximo al Tíber en Roma. Cuando finalizó el rodaje Bertolucci tenía 22 años. La película se presentó en la Mostra de Venecia y fue aclamada por la crítica internacional como un éxito de un nuevo talento. Aunque muchos críticos italianos pensaron que era, en gran medida, una película de Pasolini, Bertolucci se esforzó en crear un estilo individual distinto, alejando el resultado final de la sensibilidad de su maestro Pasolini. Pese a ello, el joven Bertolucci reflejó una sociedad romana llena de personajes marginales, ladrones, vagabundos, prostitutas, mostrando un mundo de pobreza, heredera del neorrealismo italiano y, en gran medida, de las primeras obras de Pasolini.

Aunque el cine de Bertolucci está muy vinculado al de Pasolini, sobre todo en su empleo de “herramientas de poesía”, como explicó el cinematógrafo Vittorio Storaro, en el caso de Bertolucci es un instrumento para ir de lo simbólico, de lo íntimo, a un discurso político, colectivo, plural. Por el contrario, el autor de El Evangelio según san Mateo (1964) suele emplear, como punto de partida, narraciones globales, colectivas, casi políticas, para alcanzar una esfera más íntima, más personal. Es decir, de lo abstracto, de lo mitológico, de lo simbólico, a lo concreto, a lo político, a lo individual.

Pero hay otros aspectos esenciales que diferencian su cine, y es el uso de la imagen y su puesta en escena. En el caso de Bertolucci su cinematografía es más intuitiva, dinámica, basada en buena medida en la improvisación. La postura de Pasolini, tanto en su obra escrita como en sus trabajos cinematográficos, es completamente distinta. Todo responde a un pensamiento elaborado, a un trabajo bien planificado. Sus encuadres, estudiados en numerosos artículos y ensayos, cuentan con una planificación tan cuidadosa que aproxima el cine a la obra pictórica. En este caso, su última película, Saló o los 120 días de Sodoma (1975), supone la culminación de su obsesión “pictórica”, marco de una serie de hermosos, barrocos y oscuros tableaux mourants, más que vivants. Mover la cámara, hacer un travelling, casi parece un sacrilegio, algo radicalmente opuesto a la formación de Bertolucci, mucho más cinéfilo en sus gustos, especialmente por el cine norteamericano, dejando más espacio para la libertad y la improvisación (al menos en sus últimos trabajos).

En la filmografía de los dos autores las preocupaciones sociales son una constante, igual que su dimensión política, aunque “expresadas” por caminos muy diferentes. Bertolucci aprovechó sus conocimientos en psicoanálisis (y al final de su vida por religiones orientales, como el budismo) para estudiar algunos de los movimientos políticos del siglo XX, “enfrascados” en historias o narraciones cinematográficas más sencillas, menos crípticas, más “consumibles” para el gran púbico, si se prefiere. No olvidemos el éxito con la oscarizada El último Emperador (1987) o la polémica generada con su Último tango en París (1972). Pasolini calificó de horrible esta película en un artículo para Il Corriere della Sera, acusando a su autor haber buscado el éxito fácil con una polémica vacía, renunciando al estilo de sus primeros (y brillantes) trabajos. Pasolini, por el contrario, nunca abandonó sus obsesiones temáticas y estilísticas, es decir, su insistencia en el mundo de lo sacro, sustituido hoy en día por el nuevo mundo (burgués). La reivindicación del valor de la sacralidad como acto revolucionario.

El último partido

Fue en la primavera de 1975, concretamente el 16 de marzo, un domingo por la mañana en el campo de la Cittadella, a las afueras de Parma. Allí tuvo lugar un acontecimiento, que, sin ser estrictamente cinematográfico, forma ya parte de la historia del séptimo arte. Tras el distanciamiento de ambos cineastas por El último tango en París (1972), la actriz y amiga de ambos, Laura Betti, tuvo la idea de organizar un partidillo entre los miembros de los equipos de las películas que los dos autores estaban filmando, muy cerca de allí. Saló o los 120 días de Sodoma (1975) en el caso de Pasolini; Novecento (1976) por parte de Bertolucci, que ese mismo día cumplía 34 años.

No sólo había un cierto distanciamiento entre los dos cineastas, también había un abismo entre las dos películas. Con Saló Pasolini alcanzó el límite del aguante de una imagen fílmica, encapsulando el mal y la crueldad absoluta en una de las creaciones artísticas más brutales, oscuras y desasosegantes de la historia. Por el contrario, Novecento habla de la esperanza, de la renovación, de la emancipación, del triunfo del bien sobre el mal.

Convencerles no fue difícil. Pasolini amaba el fútbol y cualquier oportunidad era buena para jugar “un partidillo”, como solía llamarlos. Bertolucci, en cambio, hizo de entrenador. Cuenta la leyenda, confirmada en el estupendo documental Centoventi contro Novecento (2019), que Bertolucci, con ánimo de revancha, fichó para el equipo de Novecento a varios nuevos y jóvenes atrecistas. Pero a los pocos minutos del encuentro todos pudieron comprobar que no eran trabajadores del cine: eran futbolistas, concretamente del filial del Parma. De hecho, para hacer la historia más interesante, uno de ellos era el actual entrenador del Real Madrid, Carlo Ancelotti. La leyenda volvía a estar servida.

Bertolucci batte Pasolini (5-2) tituló el diario La Gazzetta di Parma tras el partido que “ganó” Bertolucci, sin haber dado una sola patada al balón. Pese a ello, Pasolini se consideró vencedor moral del último partido de su vida, abrazándose con su antiguo amigo y colaborador. Por desgracia, como recuerda líricamente el crítico Carlos Marañón, el reencuentro duró poco, pues la noche del 1 al 2 de noviembre volvieron a separarse. Esta vez, de por medio, había un ataúd de madera. Fuera, Bertolucci lloraba junto con media Italia. Dentro, Pasolini ya dormía para siempre.