Violencia dominante, violencia dominada

Debo hacerles, ante todo, una confesión. Cuando los organizadores del encuentro que nos reúne esta noche me solicitaron mi participación, reconozco que vacilé un momento. Me decía a mí mismo que en un asunto tan oceánico como el del terrorismo, podríamos hallarnos -no solo yo, sino todos los presentes- en la situación de un nadador a punto del naufragio. Por esta razón, he optado por limitarme a un aspecto relativo al discurso del terrorismo en su actualidad.

Tomaré como punto de partida una observación: la violencia, de la cual el terrorismo es a menudo la forma extrema, no puede considerarse como un concepto. No puede encerrarse en una definición monovalente. Sus formas son hasta tal punto diferentes que es difícil y quizá arbitrario asignarles un común denominador. Baste recordar que toda forma de violencia no es necesariamente sangrienta. Se sabe que la peor de las violencias no es siempre física y visible. Así, tenemos la violencia inherente a las relaciones sociales, que no es por naturaleza un rasgo sólo de regímenes totalitarios o dictatoriales, sino que, por el contrario, caracteriza a cualquier sociedad basada en la explotación del trabajo -de la que el contrato salarial representa la forma más elemental-, mientras que las enfermedades, el hambre, la miseria y la muerte expresan las consecuencias, desgraciadamente trivializadas, de las condiciones de existencia más desiguales. Esta es la razón por la que la esencia de la violencia se resiste a ser abarcada en su totalidad. El término terrorismo, a pesar de sus apariencias, ofrece dificultades similares.

Esta situación semántica resulta paradójica con un discurso que toma en la actualidad una amplitud inusitada y que afirma que la violencia terrorista tendría una acepción indiscutible que no podría ser objeto de examen sino únicamente de una reprobación inapelable. Esta actitud, después del 11 de septiembre de 2001, prácticamente no conoce excepción y las críticas, incluso en declaraciones de los más «antiamericanos», se cuidan muy bien de hacer preceder todo análisis de acontecimientos con la consabida «firme condena de toda forma de terrorismo».

Habida cuenta de los considerables avatares políticos que implica en nuestra actualidad, es esta paradoja lo que conviene cuestionar. El terrorismo es el crimen ciego que tiene por objetivo civiles inocentes: tal es la definición que se da como evidente. Y sin embargo, cada término merece ser sometido a examen.

No se trata aquí de rehabilitar una historia, ni de presentar una tipología, sino solamente de mencionar algunas referencias que pueden, por diferenciación, aclarar nuestra paradoja.

El terrorismo -la palabra, no la cosa- es una invención francesa. Data exactamente de 1794 y nace junto al término «terrorista», utilizado por Gracus Babeuf ese mismo año. Designa el período llamado del Terror, durante la Revolución Francesa, que ofrece esta característica específica de estar incluido en un planteamiento político, ser decisión de los representantes de la nación (la Convención) y ser aplicado por el Gobierno (el Comité de Salvación Pública). El Terror, según Robespierre, que no era ni su partidario ni su protagonista más decidido, viene en ayuda de la Virtud para salvar la Revolución. Se sabe que este período será liquidado, mediante el golpe de Termidor, por un contraterror.

Por otra parte, el terror rojo, en la Revolución Rusa, no se entiende si no es en relación con el terror blanco. El contexto es el de una guerra civil que opone a los revolucionarios en el poder con los contrarrevolucionarios que pretenden expulsarlos del mismo.

Más cerca de nosotros, los propios movimientos, de distinta importancia, calificados de «terroristas» designan grupos minoritarios, que se autodefinen como vanguardia y se comprometen a desarrollar formas de lucha armada contra los poderes existentes. Cabe destacar que, en la práctica, son el éxito o el fracaso los jueces de sus acciones. Recordemos las luchas anticoloniales, como la conducida por el Viet-Cong, en la antigua Indochina; por el Front de Libération Nationale (FLN), en Argelia; por el African National Congress (ANC), en Sudáfrica; y, ante nuestros ojos, por los fedayin palestinos. En las metrópolis, durante las décadas de 1960 a 1980, en particular, las luchas contra la burguesía del grupo Baader-Meinhof, en Alemania; las Brigadas Rojas, en Italia; las Células Comunistas Combatientes, en Bélgica; Acción Directa, en Francia; 17 de Noviembre, en Grecia; Grapo, en España; o las Fracciones armadas revolucionarias libanesas, numerosos de cuyos militantes siguen actualmente en detención. ¿Puede la palabra «terrorismo» englobar válidamente todas estas expresiones?

Ahora bien, hoy, y ahí quiero llegar, el terrorismo denota un tipo de violencia de ambición planetaria, que es objeto de un discurso específico. Algunos historiadores no tienen ya empacho en destacar que «la frontera es a menudo borrosa entre el terrorismo y la resistencia armada ante un opresor o supuesto opresor» (Dominica Venner, Historia del terrorismo, Pygmalion, París, 2002). Como si no fuera precisamente en esta frontera donde convendría fijar nuestra mirada, con el fin de preguntarnos ¿quién hace qué?, ¿quiénes son los «terroristas»?, ¿quiénes sus «víctimas»?, ¿en nombre de qué ideología actúan?, ¿cuáles son sus motivaciones?, ¿qué fin persiguen?, etc.

Desde el 11 de septiembre de 2001, el discurso dominante establecido se propone entablar, amparado en una movilización internacional, un combate que pretende nada menos que erradicar el «terrorismo».

¿Cuáles son los puntos de apoyo de este discurso que literalmente da nombre al terrorismo y denuncia a sus protagonistas? Tiene vocación universal. Identifica el terrorismo a Al Qaida, es decir, al islamismo radical (por otro nombre, «islam político»), que sería el Mal. Es maniqueo, ya que, por extensión, aunque afirme lo contrario, trata de «diabolizar» (nótese el uso de una terminología religiosa) una civilización y de lanzar la sospecha sobre el conjunto de los individuos que la componen. En frente, se manifiesta al servicio único del Bien, la defensa de los valores humanistas y la democracia. Por lo tanto, la idea que se impone es la de la cruzada: «o conmigo o contra mí».

Edward Saíd aclara nuestra paradoja perfectamente, cuando afirma: «La ideología del terrorismo ha adquirido ya una existencia autónoma, legitimada una y otra vez sin ninguna prueba, sin ninguna argumentación lógica o racional. El terrorismo, y la lucha obsesiva contra él, se ha convertido en una especie de círculo totalmente cerrado de asesinatos autojustificados y muerte lenta de enemigos a los que no se les deja ninguna oportunidad, ni tienen voz ni voto en este asunto» (Al-Ahram Weekly, 8.8.2002).

Se conoce al autor de este discurso: Estados Unidos de América, que asimismo orquestó perfectamente su repercusión. Es en efecto significativo que el capital de simpatía suscitado por los atentados del 11 de septiembre no haya tenido ninguna repercusión respecto a un país como Argelia, sujeto, desde hace más de diez años, a una ola de atentados particularmente sangrientos. Es asimismo cierto que todo lo que afecta a la hiperpotencia es, ipso facto, sobrevalorado hasta el punto de asignarle, tanto en materia emocional, como en materia económica o militar, una especie de monopolio. Existe el convencimiento general de que el capital en cuestión se ha devaluado desde entonces, una vez que los intereses que disimulaba han ido apareciendo como algo completamente extraño a su cobertura moral. La arrogancia omnipotente ha convertido la solicitud en hostilidad.

¿De qué se trataba, en verdad? Permítanme señalar algunas preocupaciones de fondo, sin entrar en detalles, algunos ya transparentes. Era necesario, en primer lugar, confirmar la voluntad de hegemonía mundial sobre los aliados de potencias menores, como los países «occidentales», los europeos en particular, o sobre algunas naciones aún incapaces aparecer como rivales, como Rusia y China, o sobre otras estrechamente dependientes, si no avasalladas, como los países del mundo musulmán árabe. Era necesario, por otra parte, impedir toda forma de autodesarrollo personal nacional, como se ha visto en el caso de la guerra del Golfo y de la agresión de la OTAN contra Yugoslavia. Nadie tiene el derecho a diferenciarse, siquiera mínimamente, del modelo neoliberal impuesto por los amos del mundo.

Era necesario también garantizar el dominio sobre los recursos energéticos del planeta, en particular el petróleo y sus vías de comercialización, estén donde estén y sea cual sea el precio a pagar por sus titulares: Irak, una vez más; Afganistán; las antiguas repúblicas musulmanes soviéticas; Venezuela; Colombia; Sudán, etc. Era necesario, por último, hacer frente, en el plano de la política interior, a las dificultades económicas y sociales generadas por los escándalos electorales, las quiebras fraudulentas, el endeudamiento y el peso de las discriminaciones de todo tipo.

El discurso que nombra el terrorismo llega pues a aterrorizar, con el fin de provocar la sumisión a los dictados y los intereses de la superpotencia única. Opera, así, una extraordinaria manipulación semántica, que disimula la existencia de un terrorismo de Estado bajo esta calificación de «terrorismo» con la que se estigmatizan las formas de resistencia que pretenden impugnarlo. Es la diferencia ya sugerida por Jean Genet entre violencia-liberadora, cuyo ejemplo era para él, hace ya treinta años, la del pueblo palestino, y brutalidad-represiva, que era el hecho del poder del ocupante israelí.

Casi resulta ocioso puntualizar, como un inciso, que el «terrorismo de Estado», nunca justificable, pertenece a la práctica de todo Estado, cualquiera que sea su naturaleza, cuyo supuesto monopolio de la violencia legítima autoriza todo tipo de exacciones. Si es cierto, como declaró en un bonito arranque de autocrítica el presidente George W. Bush, en la conferencia de 27 de noviembre pasado sobre Afganistán, en Bonn, que «todos los que fabrican armas de destrucción masiva con el objetivo de aterrorizar el mundo son terroristas», es transparentemente evidente que el imperialismo estadounidense es sin duda la fuente y el centro del terror mundializado. El discurso que pretende inspirar no es otro que el discurso de la servidumbre.

¿Cuáles son las consecuencias?

Se pueden distinguir dos tipos de consecuencias. En el nivel más visible, las consecuencias políticas. Buscan crear internacionalmente un clima de miedo, sospecha y beligerancia, exigiendo de los medios de comunicación que fomenten la psicosis, aunque no cabe duda de que la guerra es una respuesta completamente inadecuada al peligro que se pretende combatir; y que los medios que aplica sólo consiguen aumentar la aversión y el odio vengadores por parte de los países considerados culpables, los famosos rogue states[1]. A escala nacional de los países «aliados» o dominados, la militarización no se refiere sólo a los armamentos, sino se extiende también a los dispositivos económicos.

Por todas partes, tal como ocurre en la Unión Europea, se aumentan los créditos destinados a la defensa (por ejemplo, en Francia). Según un informe de la ONU, el importe de los gastos militares para la lucha «antiterrorista» se elevó, en 2001, a 839.000 millones de dólares, o sea 137 dólares per cápita y el 6% del PNB de TODOS los países. Inútil calcular la ayuda, o más bien la salvación, que tal suma representaría para el continente africano, literalmente privado del derecho a la existencia. El pronóstico de George W. Bush fue claro: «El año 2002 será un año de guerra» (21.12.2001).

Luego prorrogó el plazo hasta 2003 y años siguientes. El refuerzo de las medidas represivas no se limita al ámbito de la policía, implica deliberadamente medidas antisociales, hasta el punto de que se ha llegado a hablar, en Francia, de «guerra contra los pobres» (Abbé Pierre). El establecimiento de un «orden moral», por vía de dichas leyes «antiterroristas», cuya abolición reclaman los juristas, amenaza hasta la libre expresión de opinión. La prohibición de Batasuna, en España, la extradición de Persichetti, y la detención y los cargos contra José Bové, en Francia, se unen a la exención exigida por EE UU de llegar a encausar a alguno de sus nacionales, militares o civiles, oponiéndose así al proyecto de Tribunal Penal Internacional.

La negación del Derecho, se trate del Derecho internacional o de los derechos humanos, traduce el menosprecio hegemónico. Estalla, con motivo de las guerras decididas sin consulta de los parlamentos o la carta blanca otorgada a la OTAN. La ONU, entidad creada según su Carta para defender la paz en el mundo, admite ahora el increíble concepto de «guerra preventiva», que justifica cualquier ataque. Recordemos que EE UU había sido sencillamente expulsado de la Comisión Internacional de Derechos Humanos, y que abandonó la Conferencia de Durban, donde se hacía el proceso de la esclavitud y la deportación de africanos al «Nuevo Mundo». No es sorprendente que el racismo encuentre un terreno fértil en toda esta putrefacción. Despierta, en las potencias ex colonizadoras, y provoca, en las nuevas generaciones urbanas «occidentales», el rechazo del Otro, que, a pesar de las campañas de chantaje al antisemitismo, directamente orquestadas por el Gobierno de Israel y sus organizaciones leales establecidas por todas partes, no es el judío, sino el árabe y el musulmán, sobredeterminados como pobres y discriminados por su aspecto. Es el juez Baltasar Garzón, que decía, la víspera de las incursiones sobre Afganistán: «Se va aplastar la pobreza, se va a bombardear la miseria».

El segundo grupo de consecuencias es de carácter ideológico. La lista es larga. Me limitaré a las falsificaciones destinadas a hacer admisible el fundamento de la cruzada y su objetivo totalitario. Sigamos en el discurso. La definición de las formas de resistencia (violencia), calificadas de «terrorismo», sólo contemplaría víctimas civiles e inocentes. Ahora bien, estos dos términos están incluidos en la manipulación de la opinión. ¿Cuál es la guerra que no tiene hace más víctimas civiles e inocentes que militares? Y además, ¿no son los soldados, en su mayoría, civiles arrancados a esta condición? Cómo no evocar, con toda nuestra cólera, Hiroshima o Dresden, en la II Guerra Mundial, o los niños de Irak víctimas del bloqueo, entre millares de otros casos. Que se sepa, no eran ni militares ni terroristas los que se encontraban bajo las bombas o en los hospitales.

Cuando se observan, además, los últimos sondeos que indican el apoyo de los pueblos estadounidense e israelí a sus Gobiernos respectivos, ¿cómo no preguntarse sobre la inocencia de los civiles? Los ciudadanos de los Estados Unidos, que solamente han conocido la guerra en casa de otros, ¿no descubrieron, el 11 de septiembre de 2001, lo que ignoraban tranquilamente: que estaban en guerra desde su fundación y contra el mundo entero? ¿Qué decir, por otra parte, de los fenómenos de regresión religiosa, suscitados por la psicosis del «choque de civilizaciones», de los que no se salva ningún país entre los más laicos de las tierras del Islam? Los dispositivos de esclavitud económica, del FMI o del Banco Mundial, por el contrario, funcionan al máximo rendimiento

¿Quién puede creer que el derecho alegado por EE UU de defenderse del «terrorismo internacional o que las «represalias» israelíes son algo distinto de una inversión de los papeles (Kenitra, arrasado en Siria; Kana, al sur del Líbano, entre otros ejemplos): el verdugo que se hace pasar por víctima? Sin embargo, no hay problema en calificar, con el presidente Vaclav Havel, como «exclusivamente humanitarias» las «intervenciones quirúrgicas» sobre Yugoslavia. Por sí solo, el caso de los presos de Guantánamo, calificados de «detenidos en el campo de batalla» (sic) debería poner a la luz el menosprecio del Derecho, «el oscurecido horizonte de los derechos humanos», como lo califica Mary Robinson, ex Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. En cuanto a la identificación del adversario, Al Qaida representa la invención de un enemigo. Después del comunista, el islamista; ya que el cowboy tiene siempre necesidad de un indio… de preferencia, muerto.

Lo cual, digámoslo de pasada, no se refiere sólo a EE UU, según el proceso del blowback, término inventado por la CIA en 1950, tras el asesinato de Mossadeq [presidente de Irán antes del Sha]. Bin Laden, si existe, ¿no será un clon de la CIA y, como afirma Arundhati Roy, «un secreto de familia de América»? ¿No se formó a los «afganos» argelinos bajo su mando, gracias a los dólares liberalmente desembolsados para provocar la intervención de la URSS? Como Noriega, los talibanes son el boomerang que aterriza en plena cara del que lo lanzó. Una obra relativamente reciente, Onze septembre, Pourquoi ils ont laissé faire les pirates de l’air[2], de Peter Franssen (EPO, 2002, Bruselas) ha llegado a sostener, no sin alguna probabilidad y basándose en documentos cada vez más convergentes, que los servicios especializados de EE UU sabían lo que iba a producirse.

No tememos aquí citar al islam político (el «islamismo»), a fin de recordar que es, esencialmente, el producto de las políticas imperialistas practicadas desde Bandung[3]. ¿Quién no recuerda los asesinatos -no faltan los ejemplos, desgraciadamente- de dirigentes anticolonialistas y antiimperialistas como Ben Barka, Henri Curiel, y el Che; o de independentistas, como Patrice Lumumba o Mohamed Mossadeq? ¿Quién no recuerda la liquidación de los movimientos de oposición, nacionales y progresistas, con el apoyo armado, financiero, económico y diplomático de la contrarrevolución y las fuerzas más reaccionarias de todo el mundo musulmán árabe?. ¡Sin duda, no los civiles musulmanes -y de ellos menos aún las mujeres, cuyo valor nunca alabaremos bastante-, quienes pagaron y siguen pagando el precio más alto posible a los «terroristas» islamistas sostenidos por Occidente!

Para concluir, y ante este verdadero centro que es el terrorismo del super-Estado, del cual Al Qaida no es más que el reflejo especular, conviene oponer, con la mayor fuerza, las formas de resistencia que, a pesar de sus debilidades, ya lo desafían y lo cuartean. Tengamos la certeza de que cuando Al Qods [Jerusalén] sea la capital del Estado de Palestina, elevará en su centro un monumento que honre a los mártires de su independencia, en primer lugar a los kamikazes. Y será una simple cuestión de justicia.

Esto me lleva a decir, para terminar, dos palabras sobre la doble necesidad que debe conducirnos hoy, si queremos luchar, y luchar eficazmente, contra el terrorismo, no solamente denunciando su discurso o sus síntomas. La primera se refiere al imperialismo de la universalización, bajo tutela estadounidense, que se propone escapar a todo control; la segunda, indisociable de aquélla, es la lucha en favor de los derechos de los pueblos y por la democracia en todos los lugares del mundo.

* Georges Labica, pensador marxista francés, es profesor en la Universidad Paris X-Nanterre

[1] Estados calificados como al margen de la ley, «estados delincuentes».

[2] «Once de septiembre, por qué dejaron hacer a los piratas del aire»

[3] Conferencia de Bandung (Indonesia), 1955. Reunión de 29 países no alineados de Asia y África, en la que éstos marcaron su oposición al colonialismo, el neocolonialismo y la dependencia.

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