Creo que la palabra más repetida, desde que nos atacó despiadadamente el bicho, es “salvar”. Y no sé a ustedes, pero a mí esa palabra siempre me ha perecido sospechosa. Siempre pensé que, cuando la usamos, estamos escondiendo algo. Hay veces que no, ya lo sé. Hay veces en que, de verdad, se trata de salvar vidas, de reforzar techos antes de que se llenen de agujeros, de intentar que la precariedad no sea siempre el perro flaco al que le acuden más pulgas que ronchas de miseria al sabio pobre de Calderón. Ya sé que a veces la palabra salvar está más que justificada. Pero igual son las menos. Las más de las veces, cuando hablamos de salvar algo, lo que de verdad queremos decir es que vamos a salvar algo que no toca, que está fuera de lugar, que nadie nos ha pedido porque a lo mejor lo que conseguimos es coger de la mano a Moby Dick y acabar varados, con el capitán Ahab, en una playa abandonada o en lo más profundo y peligroso de los mares.
En marzo nos atracó a mano armada una pandemia que no remite ni a la de tres. Aunque digan que sí, aunque sea cierto que están bajando de intensidad la muerte y las heridas, aunque se esté abriendo poco a poco –muy poco a poco– un pequeño hilo de esperanza, la verdad más segura es que el dolor sigue ocupando el centro de nuestras vidas. Y cuando digo dolor quiero decir mucho dolor, a ratos un dolor insoportable, porque es una locura ver cómo mucha gente a la que queremos y nos quiere ya se fue sin que pudiéramos extender una mano para decirle adiós. Desde ese mes de marzo, la primavera de este año empezó a ser una primavera distinta. Se acabaron los versos infantiles de Machado, los sarpullidos adolescentes, la maravilla de una alergia estacional que mezclaba, con esa mano maestra de la naturaleza, el estornudo y los abrazos. Con la primavera llegaron las golondrinas de Bécquer, no para anunciar la gracia de sus piruetas circenses en los cables de la electricidad y los tejados, sino para dejarnos su tristeza fatal en el dolorido corazón de los balcones. Desde entonces, desde ese marzo aprovechado por los canallas para culpar de la expansión del daño a las mujeres, la enfermedad no ha parado de crecer hasta convertirnos en asustados rehenes de la televisión o en fanáticos y descerebrados seguidores del negacionismo. Y ahí seguimos, en ese miedo legítimo a caer en el agujero del dolor y en la necesidad de que la vida siga siendo vida en medio del desastre.
Y es aquí, en ese itinerario implacable del coronavirus, donde aparece por primera vez la palabra salvar en su versión más sospechosa. Habían llegado el confinamiento, la mirada del estupor, los aplausos, esos sí, que eran como golondrinas de otra primavera distinta en los balcones, la seguridad de que sólo lo público nos podía salvar, ahora sí, de las barrabasadas de una privatización que había desguarnecido la sanidad pública para meterla en las cuentas corrientes de amigos y conocidos y en las cajas B de un partido como el PP que, todavía hoy, nos quiere dar lecciones de ética sin que se le mueva una pestaña. Y ya en esos momentos del confinamiento empezaron a soltar la palabra mágica que hablaba de salvación. El mantra se extendía como la pólvora en un paisaje de desconcierto y de cansancio: ¡salvar el verano! De eso se trataba, sólo de eso. No de salvar vidas, no de aliviar el sufrimiento de la gente, no de buscar en ese sufrimiento la parte más noble de lo humano. Había que volver a llenar los aviones, había que volver a llenar las playas con tumbonas y sombrillas de colorines, había que convertir la soledad y la tristeza en una algarabía de turistas que nos regresaran al paraíso que fuimos en la “vieja normalidad”. Porque frente a esa vieja normalidad se anunciaba la nueva, la que nos iba a devolver a la cresta de la ola en los rankings mundiales de las canciones del verano. El poder del dinero y el miedo que ese poder les da a todos los gobiernos del mundo mundial convirtieron ese mantra en una imperiosa necesidad de cambiar las estrategias para doblegar las embestidas del covid-19. Se abrieron las compuertas de la seguridad y pudimos constatar que la operación de salvar el verano había sido un rotundo fracaso. No vino nadie. En los aviones crecían telarañas. Las playas eran como la que sale en la magistral secuencia final de El planeta de los simios. El miedo de la gente volvía a la cinta de salida. Y lo hacía, además, con una contundente certitud: si no salvamos vidas, nada se salva. Tampoco la economía.
Y cuando ya pensábamos que las lecciones del pasado servirían para evitar errores del presente, va y volvemos atrás, a esos momentos de aviones a tope y playas como las que cantaban los chicos de Fórmula V o los Beach Boys cuando yo y a lo mejor muchos de ustedes éramos jóvenes. Ahora se trataba de cambiar lo de “salvar el verano” por lo de “salvar la Navidad”. Y ahí estamos. Otra vez mareando el sentido de las palabras para pervertirlas hasta provocarnos vergüenza. Otra vez a sentirnos rehenes de los poderes del dinero y de sus estrategias, unas estrategias que no tienen ningún pudor en mezclar el dinero con los sentimientos de la gente. Otra vez a sufrir los arañazos de la incertidumbre: ¿vendrá después de las fiestas navideñas un nuevo repunte de contagios peor aún que los que llegaron tras la desescalada ultrarrápida y que todavía hoy estamos sufriendo? Otra vez se trata de salvar algo trucando el sentido mejor de esa palabra para convertirla en una estrategia de la política miedosa y de la economía, una economía que no es la de la gente pequeña sino la de las grandes empresas que no renuncian a nada para conseguir que cuadren las cuentas del beneficio en la imperturbable columna de sus más que sabrosos resultados. Otra vez a dejar en segundo plano las muertes y las heridas que está provocando la puñetera, insaciable, pandemia de las narices.
Salvar de verdad la Navidad es intentar que el dolor no alcance –o alcance lo menos posible– a quien la vive. Cada cual la ha celebrado siempre a su manera. Ahora se trata de que los abrazos no se conviertan en una emboscada, de que las manos vuelen por el aire como si fueran las de un mimo acostumbrado a las caricias sobre un cuerpo invisible. Ahora se trata de no perdernos de nuevo –y tal vez con mayor dolor y más tristeza– en esa distancia que nos impide despedirnos de la gente a la que amamos con locura. No se me van de la cabeza, es imposible que se me vayan, los versos que escribió hace muchos años Francisca Aguirre y que parecen escritos ahora mismo: “Cualquiera se puede morir, / pero morir a solas es más largo”. Ojalá la palabra salvar tuviera esa nobleza que nunca debería haber perdido. Ojalá que nunca más la perdiera. Ojalá.
P.S. Y cuando ya parecía que no nos quedaba nada por salvar, va y llegan los militares franquistas y amenazan con que hay que salvar la unidad de España y la mejor manera de conseguirlo es fusilando a “26 millones de hijos de puta”. Pero bueno, para aportar una miaja de ironía en medio de ese horror, me apunto al chiste de Gila: “¿Es el general? Que si van a venir a fusilarnos o vamos nosotros…”. Pues eso.
Artículo publicado originalmente en Infolibre.