¿Vamos hacia el Estado universal?

¿Vamos hacia el Estado universal?

1. Previa metodológica

Tratándose de un tema como el que se nos propone aquí, me parece que es necesario un acuerdo previo sobre el uso de las palabras “Estado” y “universal” y sobre los distintos niveles en que puede desarrollarse la discusión.

Entenderé por Estado un ordenamiento político-jurídico unitario de los intereses contrapuestos de la sociedad civil en el que juegan un papel esencial el ejército y la policía a los que se atribuye el monopolio legítimo de la violencia, el Ejército permanente, una burocracia destinada a organizar los recursos existentes en el marco territorial correspondiente y una Hacienda pública recaudadora de estos recursos.

Usaré la palabra “universal”, en este contexto, como sinónimo de “mundial”.

Querría distinguir, además, cuatro planos distintos para la discusión: el analítico, el prospectivo, el moral, y el político normativo. Estos cuatro planos se pueden expresar con las cuatro preguntas que siguen: 1) qué es lo que hay ahora mismo, 2) qué es lo que previsiblemente puede haber en los próximos tiempos, 3) qué nos gustaría que hubiera, y 4) qué podemos hacer para hacer posible lo que nos gustaría que hubiera.

2. Empezaré intentando contestar a la primera pregunta.

La forma en que los organizadores de este simposio nos hacen la pregunta “¿vamos hacia un Estado universal?” parece sugerir una de estas dos cosas:

O bien que vamos tal vez hacia un Estado único mundial superador del estado-nación, que ha sido característico de la modernidad europea, o bien que vamos hacia la quinta forma histórica de Estado (después de haber dejado atrás otras cuatro: el estado absolutista, el estado liberal, el estado democrático y el estado social y democrático de derecho que, según los tratadistas, habrían sido las formas evolutivas del estado moderno).

Si nos atenemos a lo que hay ahora mismo en el mundo en materia de Estado creo que se puede contestar negativamente a la pregunta en los dos supuestos.

No hay todavía un Estado único mundial en el sentido de que hayan quedado superados los estados nacionales; ni hay todavía una forma de Estado que esté apuntando más allá del estado social y democrático de derecho que hemos conocido, parcialmente, en las últimas décadas en el contexto de la cultura euro-norteamericana.

Lo más parecido a un Estado universal que, por otra parte, incorporara la idea del estado social y democrático de derecho, sería una ONU con poder de legislar, con poder decisorio de juzgar y con poder de gobernar en el mundo con consenso, o sea, en la que cada uno de los estados-nación representados cediera una parte importante de su soberanía. Una ONU de la que emanara algo así como un gobierno mundial en el sentido en que emplearon esta expresión científicos como Einstein y Russell en los años cincuenta (en los momentos más difíciles de la guerra fría) o más tarde, ya en estas últimas últimas décadas, algunos teóricos del ecologismo social.

La verdad es que una cosa así no existe hoy en absoluto.

Las propuestas de reforma de las NNUU en un sentido parecido, hechas después de 1990, o sea, inmediatamente después de la caída del muro de Berlín, por diversas personalidades del mundo político (por ejemplo, y señaladamente por Gorbachov o por el jurista italiano Mario Bettati), no sólo no han sido tomadas en consideración sino que han sido olvidadas casi inmediatamente después de ser formuladas. La última vez que una propuesta así se formuló con intención fue inmediatamente antes de la guerra del golfo Pérsico.

Desde entonces estamos asistiendo más bien a un proceso de desmantelamiento de la organización de las NNUU liderado por los EEUU de Norteamérica y por Gran Bretaña, como ha visto muy bien Noam Chomsky en una conferencia que dio en Palma hace poco más de un mes. El pretexto de este desmantelamiento es el coste económico actual de una organización mundial realmente operativa.

Lo que hay actualmente en el mundo en materia de Estado es, más bien, una combinación de cuatro procesos paralelos:

1º. Un debilitamiento relativo de los estados nacionales, con cesión, voluntaria o no, de soberanía, en aquellas zonas del planeta donde se ha una fuerte integración monetaria y económica: señaladamente en Europa,

2º. La consolidación de estructuras e instituciones que, en algunos ámbitos, y sólo en algunos ámbitos, operan como un superestado, bien sea admitido o tolerado por consenso de las naciones (el caso de la Unión Europea), bien sea como imposición de su fortaleza económica y financiera (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Comisión Trilateral, Corporaciones transnacionales etc).

3º. Un reforzamiento numérico de los estados nacionales tradicionales (en la acepción europea del término) en algunas zonas económicamente periféricas del planeta o que quedan al margen de los tres grandes bloques económicos (Europa del Este, gran parte de Asia, África y América Latina). Sólo en Europa este fenómeno afecta a 180 millones de personas (y a casi 400 millones si contamos la actual Federación rusa): entre 1991-1992, 24 Estados se han hecho independientes y luchan por establecer o consolidar su soberanía, casi todos ellos en Europa,

4º. Una acentuación de la reivindicación de las naciones sin Estado para constituirse como Estado nacional o pluriétnico, con autogobierno y soberanía propias, en algunos de los modernos estados multinacionales europeos (desde la Península Ibérica a la CEI pasando por Italia y Yugoeslavía, aunque, eso sí, con formas distintas).

Así pues, si por Estado entendemos una forma de organización política, con un territorio definido y soberanía, en el que habitan gentes concebidas como sujetos de deberes y derechos y sometidas a un ordenamiento jurídico-político común, no hay hoy en día Estado universal ni nada que merezca tal nombre.

3. Pero, ¿hay en el horizonte al menos factores que apunten hacia un Estado universal, en el doble sentido antes establecido de superación de los estados nacionales y superación, por extensión o universalización, del Estado social y democrático de derecho?

Hay, desde luego, factores que apuntan en esa dirección. Factores económico-financieros, factores tecnocientíficos, factores modioambientales y factores político-culturales (en un sentido amplio).

La globalización actual de los flujos económicos y financieros, la existencia de un mercado único, verdad mundial, ya consolidado, es uno de estos factores.

La importancia que han ido cobrando en las últimas décadas las corporaciones empresariales transnacionales es otro factor importante.

La existencia de una nueva división y organización internacional del trabajo, posfordista y postaylorista, como suele decirse, es otro de los factores a tener en cuenta.

Varios de los desarrollos tecnológicos de estas ultimas décadas van en la misma dirección universalizadora y uniformizadora, empezando por la informática, siguiendo por la robótica, continuando por la telemática y acabando por las llamadas autopistas de la información y la digitalización.

Todo esto implica, en efecto, mundialización de las relaciones, uniformización relativa de las instituciones políticas y concentración de las decisiones. Y como consecuencia de todo ello ha empezado a configurarse una tecnoburocracia mundial con poderes específicos que limita la soberanía de los estados nacionales.

Pues bien, si se acepta, con Hegel, que la burocracia es la esencia última del Estado, en tanto que la burocracia está compuesta por una clase sin intereses específicos o particulares, precisamente porque los tiene universales, entonces no hay duda de que todos estos factores económicos y tecnocientíficos mencionados apuntan para el futuro hacia un Estado con vocación universal.

Para el cual existirían ya, al menos embrionariamente, algunos de los aparatos o instituciones que configuran las funciones tradicionales del Estado:

– las fuerzas del orden que garantizan la autoridad y la razón de Estado (mediante la ampliación de la OTAN como policía internacional);

– un mercado en el que actuar: el mundo en toda su extensión territorial;

– la fuerza de trabajo disponible para un mercado estrictamente mundial: un ejército realmente mundial de reserva por primera vez en la historia;

– las vías y redes de comunicación a través de las cuales organizar la hegemonía y el consenso: las autopistas de la información, con una lengua y un lenguaje francos, y la concentración de los flujos informativos en unas cuantas, pocas, agencias internacionales;

– las organizaciones internacionales capaces de ordenar los flujos monetarios y financieros;

– las organizaciones internacionales capaces de planificar universalmente el desarrollo y la investigación tecnocientífica, y, por tanto, la futura evolución mundial de las fuerzas productivas, etc. etc.

Por otra parte, también la crisis ecológica global, a la que estamos asistiendo cada vez con más conciencia de su peligrosidad, apunta a la necesidad de adoptar, y pronto, medidas globales que interfieren la capacidad de decisión de los Estados nacionales. Basta con pensar en el problema de los océanos (contaminación y consiguiente extinción de especies), o en el problema de los agujeros en la capa de ozono.

Por consiguiente, la base tecnoburocrática para un Estado universal, repito, en el sentido hegeliano, está ya poniéndose. Y ésta es, precisamente, la parte de razón que puede asistir a Fukuyama y a otros autores cuando retornan a la idea hegeliana del fin de la historia.

Pero como la economía, las finanzas y la tecnología no lo son todo, y como las consideraciones ecológicas tampoco agotan la problemática propia de una filosofía del Estado, sería, en mi opinión, demasiado precipitado deducir de la tendencia hacia la que apuntan estos factores que, aunque no estamos en un Estado universal, vamos a estarlo en los próximos tiempos, digamos en un plazo de tiempo lo suficientemente razonable como para que los aquí presentes podamos verlo.

Querría argumentar a partir de aquí por qué, a pesar de estos otros factores que apuntan en el horizonte hacia un Estado universal, seguramente no lo veremos, ni plausiblemente nos conviene verlo.

4. Lo primero que hay que tener en cuenta es que la tendencia esbozada en los factores tecnoburocráticos y tecnocientíficos que apuntan hacia un estado universal contradicen de pleno la noción de un Estado social y democrático de derecho que es la última forma evolutiva del Estado moderno.

El tipo de civilización capitalista, industrialista, productivista y consumista que conocemos (y que desarrollarían aún más los factores tecnoburocráticos y tecnocientíficos antes mentados que apuntan hacian la globalización y universalización) choca de pleno con la idea misma de un estado social y democrático de derecho universalmente implantado.

Lo que apunta en esos factores es más bien la contrautopía de Huxley que la de Orwell.

Pondré tres ejemplos para argumentar esta afirmación.

Uno: lo que llamamos eufóricamente “civilización del automóvil” choca con el dato empírico según el cual hoy en día el 90% aproximadamente de la población mundial no tiene coche ni perspectivas de tenerlo en los próximos años.

Dos: lo que llamamos eufóricamente Estado social y democrático de derecho es una excepción en el mundo y previsiblemente lo seguirá siendo en los próximos tiempos. A la ampliación de esta forma de Estado se oponen, muy precisamente, las actuales políticas llamadas neoliberales imperantes en el mundo al desmantelar el Estado asistencial donde lo hubo y al garantizar de hecho formas estatales absolutistas en la periferia.

Tres: la universalización del modo de consumo y de vida que es hoy característica de los EEUU, parte de Europa y Japón, y que ha sido el trasfondo del estado social y democrático de derecho en el marco de nuestra cultura, constituye una imposibilidad material por razones ecológicas, demográficas y económicas elementales conocidas por todo científico que se precie.

¿Qué concluir de ahí? Pienso que otras dos cosas.

Primera: que lo que estamos llamando universal (lo mismo ahora, cuando nos referimos al Estado, que ayer, cuando nos referíamos a la Historia universal) es una abstracción propia de la cultura euronorteamericana que tiende a dejar fuera de consideración, en lo político y en lo cultural, gran parte del mundo, la mayoría absoluta de lo que denominamos humanidad.

Y segunda: que el Estado “universal” que se apunta: o no sería propiamente universal (de todo el mundo), o no sería un estado social y democrático de derecho. Tertium non datur.

No ver esto ha sido el principal error de prognosis como la de Fukuyama en 1990 para el fin de siglo.

Así pues, si no cabe en el marco actual de civilización un Estado universal y si la globalización no puede conducir a un estado social y democrático de derecho generalmente universalizable, ¿qué es lo que puede caber bajo la expresión “Estado universal”, tal como ha empezado a emplearse últimamente? En mi opinión, una de estas tres cosas.

La primera sería un gobierno mundial basado en la reforma de la ONU como foro parlamentario de las naciones y en un concepto amplio de democracia con reconocimiento explícito de las diferencias socioculturales de los países del mundo (un concepto, por así decirlo, premoderno, aristotélico, de democracia, como el que se expresa en el libro VI de la Política). Esta concepción choca, como se ve, con los intereres actuales de los grandes Estados que hegemonizan la ONU (aunque ya no numéricamente por la incorporación de los países descolonizados). “De momento”, ha escrito no hace mucho Mario Bettati, “el foro más importante de la ONU es la cafetería”.

Una segunda forma de entender el “Estado mundial” sería la renuncia a la vocación universalista y uniformizadora del Estado moderno en favor de la extensión de la idea federalista interregional o interterritorial. Esto no sería propiamente un Estado universal, en la acepción hegeliana, sino más bien una ampliación federalizadora del estado social y democrático de derecho, aunque previsiblemente sólo en las áreas del mundo en que, por razones económicas y culturales, tal cosa es posible. Lo cual implica, en cualquier caso, el reconocimiento de que debería haber ritmos y momentos distintos en distintas partes del mundo.

Cualquiera de estas dos soluciones exige una nueva concepción de las relaciones internacionales y la elaboración, por así decirlo, de un nuevo derecho internacional de gentes.

La tercera forma de entender el gobierno mundial sería la reproposición de la idea de Imperio en su acepción posmoderna, trilateral (USA, Japón, UE) o, tal vez cuadrangular, pero, en cualquier caso, no, por tanto, un Estado universal único, sino varios macroestados con intereses regionales definidos y delimitados, en competición entre ellos por el mercado mundial, aunque de acuerdo entre ellos, mediante pactos internacionales, sobre la forma de intervenir en el resto del mundo.

5. Cuando, al hablar de Estado, se pasa del plano analítico y prospectivo al ámbito de la política entendida como ética de lo colectivo, o sea, cuando se quiere ser sujeto no sólo paciente de la historia que contamos, entonces hay una razón moral que probablemente muchos de los presentes tendrán in mente: la idea misma de un Estado universal, único y uniformizador, repugna a la razón humana por su carácter totalizador.

En un mundo que ha conocido los Estados totalitarios y autoritarios del siglo XX con vocación universalista (y que aún tiene memoria de ellos), esta repugnancia es más que comprensible. Un “Estado universal” sugiere hoy intuitivamente la imagen de un monstruo como Leviatán formado artificialmente por combinación de todos los Leviatanes que han existido en la historia de la humanidad: una especie de pez cornudo de dimensiones enormes, nunca vistas.

Quien aduce esta razón moral, de origen libertario, frente el Estado universal no debería olvidar, sin embargo, que las leyes de reproducción y desarrollo de los monstruos de la naturaleza, como Leviatán, no se rigen por criterios morales. Quiero decir que un monstruo así podría repugnarnos moralmente y, a pesar de ello, crecer y desarrollarse contra la voluntad de mucha gente, incluso contra la voluntad de la mayoría de los humanos. No sería la primera vez que ocurría algo parecido en la historia de la humanidad, incluso con el consentimiento o la aprobación de una parte sustancial de la misma.

Por eso la razón moral tiene que combinarse, en estas cosas, con conciencia y con la memoria histórica. La combinación de razón moral, conciencia y memoria histórica frente a la universalización tecnoburocrática del Estado debería desarrollarse, en este fin de siglo, en una filosofía y una cultura de lo político, que pusiera los acentos en la recuperación de las tradiciones republicanas y federalistas y en la elaboración de un nuevo derecho internacional de gentes.

Pero la recuperación de estas tradiciones (republicanas, federalistas y del derecho internacional gentes) tendría que rectificar el lado malo de las mismas, la mayor de sus limitaciones históricas: el etnocentrismo que ha sido característico de la cultura o civilización de la que nacieron en la modernidad. Para ello esta nueva filosofìa de lo político no ha de quedarse en el dato de la globalización de la economía y de la técnica, sino que ha de conceder la importancia que merecen a otros factores como las crisis ecológicas, las diferencias culturales, los movimientos migratorios masivos, el choque entre culturas y el mestizaje.

Mi conclusión es la siguiente. Lo que hay que universalizar en el próximo futuro no es la tecnoburocracia, que, por así decirlo, se universaliza sola, sino aquel aspecto de la función histórica del Estado moderno que los que menos tienen aún pueden considerar positivo: su papel educativo, formativo, de los de abajo, de los que menos tienen. Esto último el neoliberalismo, tal como lo conocemos, no lo hará para todo el mundo. Entre otras razones porque, hablando con propiedad, lo se llama hoy neoliberalismo si siquiera es liberalismo.

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