El 15 de marzo de 2019 un terrorista solitario, de nacionalidad australiana, asesinó brutalmente a medio centenar de fieles musulmanes que asistían al rezo del viernes en dos mezquitas distintas de la ciudad de Christchurch, en Nueva Zelanda. El atacante fue transmitiendo en directo los detalles de su masacre a través de las redes sociales, por las que además hizo circular un largo manifiesto fomentando el odio al islam y contra los inmigrantes, a los que calificaba de invasores. El horror de esta acción hizo estremecerse al mundo entero.
El pasado 27 de agosto se ha dictado sentencia contra ese terrorista, condenado a cadena perpetua sin posibilidad de reducción, algo inédito en NZ. Ese día, ningún medio de comunicación del país reprodujo el nombre del condenado al dar cuenta de la noticia. En su mayoría se centraron sobre las víctimas del atentado y sus familiares.
La razón es que en mayo de 2019, poco después de los hechos, cinco importantes empresas mediáticas nacionales se pusieron de acuerdo para limitar las informaciones publicadas sobre el proceso judicial, a fin de no colaborar con la diseminación de la ideología del asesino. La primera ministra neozelandesa, Jacinda Ardern, aseguró que nunca la oirían pronunciar su nombre, idea a la que se sumó espontáneamente una gran parte de la población.
Se trataba de no repetir la publicidad que recibió ocho años antes el espeluznante caso del terrorista noruego que en julio de 2011 asesinó a 77 personas en un campamento juvenil próximo a Oslo e hizo explotar después una bomba en el distrito gubernamental de la capital. También él había hecho circular por las redes un manifiesto antes de los atentados, que inspiró, ocho años después, al asesino de NZ objeto de este comentario, quien se confesó admirador incondicional del noruego.
Con algunos matices de diferencia, ambos terroristas se definían como fundamentalistas cristianos, defensores del nacionalsocialismo y enemigos de la sociedad multicultural, llamando a una guerra abierta contra el marxismo y el islam, enemigos de las verdaderas esencias cristianas.
El director de la principal radio nacional de NZ afirmó: «Nunca le dejaríamos utilizar sus intervenciones ante el tribunal como altavoz para difundir sus detestables opiniones». Y Ardern juzgó así la dureza de la condena: «Merece una vida entera de silencio total y absoluto». El juez que dictó la sentencia declaró: «Sus delitos son tan perversos que si permanece encarcelado hasta que muera nunca cumplirá los requisitos de ser denunciado y sancionado».
La opinión pública ya le ha castigado también, pues al referirse a estos hechos se utilizan palabras como «basura social», «monstruo», «perdido», etc., en lugar de su nombre propio. El asesino múltiple buscaba con su atroz acción alcanzar fama y notoriedad, como decía en su manifiesto. En Nueva Zelanda, al menos, su esfuerzo ha resultado inútil.
Nota final: La alta comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, Michele Bachelet, ha recordado que «de los doce países que mejor han afrontado la pandemia, nueve están dirigidos por mujeres». Eso, a pesar de que menos del 7% de los líderes mundiales son mujeres. Una de ellas es la primera ministra de Nueva Zelanda, ese país antípoda de España del que nos llega ahora una interesante lección sobre el modo de refrenar el barbarismo de los fanáticos de cualquier signo, que predican sus ideas bañándolas en sangre inocente.
Artículo publicado originalmente en el blog del autor El viejo cañón.