¿Cómo puede el imperio hacer entrar en razón a unos «bárbaros» como China y Rusia? Quizá –observan varios destacados analistas militares y políticos–, antes de llegar al enfrentamiento militar con ellos convendría desestabilizarlos desde dentro, con un método ya experimentado con éxito en países pequeños y medianos. En Newsweek del 30 de enero de 2015 se puede leer un artículo de título revelador, «Rusia, es tiempo de cambio de régimen». El autor, Alexander J. Motl, explica que la operación no tendría que ser difícil. Dada la debilidad sobre todo económica y la fragilidad étnica y social del país euroasiático, «en un momento dado un incidente modesto –un tumulto, un asesinato, la muerte de alguien– podría desencadenar fácilmente una revuelta, un golpe de estado o incluso una guerra civil» (Motl, 2015), y se resolvería el problema.
También hay quien habla claro refiriéndose a China: «La estrategia estadounidense, dejando a un lado las sutilezas diplomáticas, tiene como fin último provocar una revolución aunque sea pacífica» (Friedberg, 2011, p. 184). Obviamente, la crisis del régimen que se quiere derribar tiene que prepararse y estimularse sin reparar en medios. Ya a comienzos de este siglo un conocido historiador estadounidense terminaba su libro dedicado a la «política de las grandes potencias» invitando a su país a recurrir a un instrumento que se había probado con éxito durante la Guerra Fría y volvía a ser aconsejable en vista del progreso prodigioso e imprevisto del gran país asiático:
A Estados Unidos le interesa mucho que el desarrollo económico de China experimente una fuerte deceleración en los próximos años […]. No es demasiado tarde, Estados Unidos puede cambiar el curso de los acontecimientos y hacer todo lo posible para frenar la ascensión de China. Los imperativos estructurales del sistema internacional, que son poderosos, probablemente obligarán a Estados Unidos a abandonar su política de compromiso constructivo. Ya hay indicios de que el nuevo gobierno de Bush ha dado los primeros pasos en esta dirección (Mearsheimer, 2001, p. 402).
¿Hay que limitarse a tomar medidas económicas o pueden volver a ser útiles las «numerosas operaciones clandestinas» lanzadas por Washington «en los años cincuenta y sesenta» (Mearsheimer, 2014, p. 387)? Sobre este aspecto se detiene de un modo detallado un libro reciente, de cuya importancia dan fe los ambientes de los que procede: publicado por una editorial vinculada al establishment político-militar (Naval Institute Press), en su segunda cubierta leemos las recomendaciones y los elogios sinceros de personalidades destacadas de dicho establishment, como un «ministro de Marina Militar de 1981 a 1987» y un «jefe de planificación de la campaña aérea de la guerra del Golfo de 1991». Pues bien, ¿cuáles son los proyectos y las sugerencias que pueden leerse en este libro? «La fragilidad interna de China es un factor de riesgo para sus gobernantes y podría constituir un elemento de vulnerabilidad que sus enemigos podrían aprovechar» (Haddick, 2014, p. 86). Dado el «estrecho control que los dirigentes del partido comunista pretenden ejercer sobre el ejército, el gobierno y la sociedad china en conjunto», se plantea una serie de «amenazas» y «ataques» de carácter no siempre explicado y en todo caso muy variada. En primer lugar, hay que centrar la atención en los «métodos de guerra irregulares, no convencionales, relacionados con la información, que puedan provocar inestabilidad, por ejemplo, en el Tíbet y en Xinjiang».
El analista militar hace hincapié en este particular: «las acciones encubiertas y la guerra no convencional dirigidas a crear desórdenes para el PCCh en el Tíbet y en Xinjiang» pueden ser un buen punto de partida. Pero el trabajo no debe limitarse a las regiones habitadas por minorías nacionales. Se imponen «operaciones más agresivas contra China de carácter mediático y en el ámbito de la información» (y desinformación); es preciso desplegar plenamente «las operaciones psicológicas y de información [y desinformación], las artes ocultas de la guerra irregular y ofensiva, la guerra no convencional». La provocación de desórdenes e inestabilidad en la sociedad civil, sobre todo incitando a unas nacionalidades contra otras, se combina con intentos de desarticular el aparato estatal de seguridad: «Los ataques contra el liderazgo de las fuerzas de seguridad interna podrían ser devastadores» (compelling); también sería muy útil tener influencia sobre «elementos indóciles del ejército y el aparato burocrático». La labor de desestabilización daría un salto cualitativo si se lograra romper la unidad del grupo dirigente: «Ataques contra el patrimonio (assets) personal de los dirigentes de más alto nivel del Partido Comunista Chino podrían crear desavenencias dentro de la dirección política china» (ibíd., pp. 137, 148, 151).
Hasta ahora se ha tratado de guerra psicológica y económica. Pero cuando se hacen intervenir «actores no estatales» en la «guerra irregular» (por tanto sin perder de vista la guerra psicológica), aparece una dimensión nueva:
Igual de importante podría ser el uso de embarcaciones civiles, como por ejemplo barcos de pesca provistos de transmisores y teléfonos satelitales, con la misión de recoger informaciones sobre las actividades marítimas militares y no militares de China. Los jefes chinos se verían en una situación política delicada si trataran de obstaculizar la recogida de datos desde barcos civiles. Como gozan de protección por no ser combatientes, estos barcos podrán acceder a lugares vedados a embarcaciones parecidas de carácter militar o paramilitar (Haddick, 2014, pp. 144-145).
Luego se podría ir más lejos con otras medidas de «guerra irregular» como el «sabotaje de las instalaciones petrolíferas chinas en el mar de la China Meridional» o el «sabotaje de los cables submarinos conectados con China». También se podría pensar en la «colocación clandestina de minas marinas dirigidas contra los barcos chinos de carácter militar o paramilitar» (ibíd., p. 148). Evitando siempre aparecer como agresores, pero sin perder de vista el objetivo de crear por todos los medios el caos en el país que amenaza con convertirse en un peligroso competidor y ponerlo fuera de combate gracias a la «guerra irregular» repetidamente invocada.