No está siendo un verano especialmente caluroso en Madrid, aunque sí bien caldeado para los aficionados a la música, por festivales y conciertos. De entre todos había uno que había despertado especial curiosidad por varios motivos. El primero porque no pocos pensaron que la banda y los organizadores no habían calibrado bien las fuerzas y la capacidad de convocatoria; el segundo por comprobar el exacto estado de forma de una banda veterana que parecía que podía estar empezando a dar muestras de cansancio.
El primer aspecto se saldó con un rotundo éxito: unas cincuenta mil almas acudimos al evento. El segundo, también: el grupo, a pesar de que sus miembros están ya en los 60 años, es capaz, como en los viejos tiempos, de sostener durante prácticamente dos horas, un huracán de rock a toda potencia. Sí, estoy hablando de Iron Maiden y de su único concierto en España, en el Wanda Metropolitano de Madrid, de su gira The legacy of the beast.
Aleister Crowley, al que los Maiden han hecho más de un guiño durante su carrera, fue calificado como “La Bestia” por su propia madre, superada por el carácter retorcido de la criatura, quien daría muestras a lo largo de toda su vida de su atracción por lo oscuro y lo peligroso, por lo maldito y escabroso. Iron Maiden lleva ya en su nombre la marca de lo macabro, y su célebre acompañante desde sus inicios, el espeluznante Eddie, con quien tuvo que bregar Bruce Dickinson este julio, a espadazo limpio, se caracterizó siempre por lo terrorífico de su aspecto, a medio camino entre un esqueleto que ha cobrado vida, y una bestia del averno dispuesta a asolar una ciudad. No extraña, así, que parte del espectáculo de la gira esté dedicado, de una manera u otra, a la religión, con cruces, vidrieras y canciones ya emblemáticas de la banda. Y que una de ellas sea, precisamente, The number of the beast.
Venían amenazando los Maiden con que el concierto del Wanda iba a ser el más potente que jamás hubieran ofrecido en España, y ese era uno de los ganchos. Y tuvo éxito. Exceptuando a AC/DC, quienes están pasando por un momento poco esperanzador, es ley de vida, ninguna otra banda de Heavy Metal, ahora mismo, es capaz de congregar, ellos solos, a tal cantidad de seguidores. Y que estos salgan del concierto como de un sueño, o una pesadilla, fascinantes.
Es cierto que el sonido en el estadio no era el mejor; es probable que Gojira, los franceses encargados de calentar al público, después de Sabaton, no fueran los más indicados; y es verdad que hubiera sido mejor retrasar el inicio hasta que la luz se atenuara más, pues a las nueve y cuarto aún era de día y el espectáculo perdía efectividad y potencia. Pero todo eso eran minucias.
Cuando tras sonar el Doctor, doctor, de los viejos UFO, y tras el speech de Churchill, suena el Aces High, con un Spitfire sobre el escenario y Bruce Dickinson saltando como un chaval, el público ya está entregado, rendido. Y esa entrega se convierte en delirio cuando los cincuenta mil asistentes cantan el estribillo de Two minutes to midnight, el tercer tema. Iron Maiden ya ha ganado la partida, y, de hecho, todo mejora. Parece ir mejorando el sonido, las luces y el espectáculo, los decorados, etc., aumentan su impacto con la noche. Y Dickinson se empeña en cambiar su aspecto con cada nueva canción, en disfrazarse, actuar, lanzar fuego desde sus puños y animar, como siempre, a gritar para Iron Maiden.
En total serán dieciséis temas que reflejan perfectamente la historia de un grupo que lleva cuarenta años en la carretera, con diferentes etapas, con altibajos, pero con una consistencia inapelable, conectando con un público fiel y agradecido que va a sus conciertos a disfrutar de la mejor banda de heavy clásico actual: sesentones, chavalillos con su padres, veinteañeros al pie del escenario, no creo que defraudaran a nadie.
La traca final, con todo el estadio eufórico cantando Run to the hills, como si ahí radicara el sentido de la vida, es una muestra del mérito de la banda, de su esfuerzo, de su respeto a la audiencia y del poder mágico de la música. Y de la tozuda algarabía de los aficionados al rock duro. Es, en suma, el legado de la bestia, un legado sarmentoso, veloz, endiablado y caliente que detona en el bajo de Steve Harris y recorre fulgurante las tres guitarras que rasgan el escenario. Sí, Iron Maiden están ahí, y, ahora mismo, no parecen tener muchos rivales.