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Cuando Neil Harbisson fue a renovar su pasaporte británico en el año 2004 tuvo un problema con la fotografía que había proporcionado. En la fotografía “no podían aparecer otras personas u objetos, ni sombreros, ni muñecos, ni gafas polarizadas.”
Las regulaciones no decían nada sobre antenas.
Sin embargo, le dijeron que tenía que quitarse aquel accesorio de la cabeza y presentar de nuevo la solicitud. Harbisson explicó que su antena no era un accesorio, sino una parte de él –una extensión de su cerebro– y que, de todos modos, no podía quitársela porque se la habían implantado quirúrgicamente. El passaporte fue emitido.
Fue así como Harbisson se convirtió en el primer cyborg del mundo en ser oficialmente reconocido.
Harbisson se define a sí mismo como la primera persona ‘trans-especie’. Mediante una adaptación tecnológica ha evolucionado hasta convertirse en algo diferente, algo que está más allá de un humano biológico, más allá de la naturaleza.
Ahora Harbisson tiene poderes de percepción extrasensorial: puede oír colores por medio de su antena. Al nacer, tenía una discapacidad biológica: era incapaz de ver en color debido a una rara condición genética llamada acromatopsia. A sus ojos, el mundo aparece como una gama de grises. Cuando tenía 21 años y estudiaba arte, colaboró con un par de programadores de software y con un músico para desarrollar un dispositivo electrónico que le permitiese percibir los colores como notas y acordes musicales. El año 2004, y después de muchas dificultades, encontró a un médico que, a condición de hacerlo anónimamente, aceptó implantarle el dispositivo.
La antena es una varita flexible de color negro que sale de debajo de su cabello rubio pajizo en la parte posterior de su cabeza y que sobresale por encima de la misma. Harbisson luce un corte de pelo en forma de casquete esférico y lleva el cogote rasurado, de forma que parece llevar un casco, lo que difumina un poco más la línea que separa lo biológico de lo artificial. En la parte frontal de la antena hay un ‘ojo’ electrónico que detecta los colores de los objetos circundantes y que transmite las frecuencias de luz que capta a un chip implantado en su cráneo. Allí los impulsos se convierten en frecuencias sonoras y Harbisson oye los colores del mundo mediante los huesos del cráneo.
Al principio tuvo que esforzarse mucho para asimilar la apabullante cantidad de información cromática que inundaba su mente y poder discernir y distinguir los sonidos de color por sus nombres. Pero ahora, quince años después, vive en una fabulosa sinfonía en tecnicolor; incluso sueña en color. Su cerebro biológico se ha fusionado de una forma tan completa con el software electrónico que ahora percibe los sonidos, las palabras, las señales acústicas y toda clase de ruidos como colores. Empezó a pintar las voces de la gente y diversas composiciones musicales, desde Mozart a Lady Gaga. Luego decidió ampliar su paleta más allá del ámbito humano. Ahora Harbisson percibe el ultravioleta y el infrarrojo, de modo que puede ‘ver’ objetos en la oscuridad, percibir patrones invisibles para nosotros, los humanos no mejorados, e incluso puede detectar los marcadores ultravioletas que produce en los troncos de los árboles la orina de muchos animales. También ha perfeccionado su chip para poder tener acceso a Internet, y ahora puede conectarse con satélites y recibir colores de dispositivos externos. Harbisson dice que su chip es un órgano que sigue evolucionando.
El año 2018 se hizo implantar unos componentes de brújula en el interior de sus rodillas, lo que le permite percibir el campo magnético terrestre, y el siguiente implante será un dispositivo en forma de corona, que él describe como un órgano para el tiempo. Abarcará toda su cabeza y producirá un punto térmico que girará alrededor de su cráneo en ciclos de 24 horas y que le permitirá percibir el tiempo, experimentar efectivamente la rotación de la Tierra. Una vez que su cerebro haya aceptado e integrado el nuevo órgano, Harbisson confía que será capaz de estirar o acelerar su percepción del tiempo alterando la velocidad del movimiento del punto térmico. Si quiere que un momento dure más, por ejemplo, podrá ralentizar el punto térmico. De este modo podría incluso cambiar su sensación de estar envejeciendo, manipulando su experiencia relativa del tiempo hasta sentir que vivirá 170 años. “De la misma forma que podemos crear ilusiones ópticas porque tenemos un órgano para el sentido de la vista, creo que podemos crear ilusiones temporales si tenemos un órgano para sentir el paso del tiempo,” explica.
El término ‘cyborg’ fue acuñado en 1960[1] por los científicos americanos Manfred Clynes y Nathan Kline al describir su visión de un ser humano mejorado capaz de sobrevivir en un entorno extraterrestre. Hoy esta ficción se ha convertido en realidad para Harbisson y también para los cientos de millones de personas que llevan lentes de contacto, implantes cocleares, válvulas cardíacas artificiales y toda una serie de ayudas biónicas para mejorar sus habilidades naturales. Integrados o no en nuestros cuerpos, nuestras herramientas y artilugios nos confieren unos poderes extraordinarios: podemos volar sin tener alas, bucear sin tener branquias, ser resucitados una vez muertos, escapar de nuestro planeta y poner un pie en la Luna. De manera más prosaica, son las cuchillas que mejoran la capacidad de nuestros dientes y uñas para cortar nuestra comida, y los zapatos con suela que ayudan a nuestros pies a correr más rápidamente en terrenos pedregosos. En realidad, todos somos cyborgs, porque ninguno de nosotros podría sobrevivir sin nuestros inventos tecnológicos.
Pero pensar en nosotros simplemente como una especie de chimpancés más inteligentes con unas herramientas fantásticas es ignorar lo que de realmente extraordinario hay en nosotros y en nuestra forma de operar en este planeta. Sí, hemos producido unos artilugios increíblemente variados y complejos, pero también hemos producido lengujes, obras de arte, sociedades, genes, paisajes, alimentos, sistemas de creencias y muchas cosas más. De hecho, hemos desarrollado un mundo enteramente humano –un sistema operativo social–, sin el cual la antena de Harbisson no solo no existiría, sino que sería absurda. Porque es nuestro mundo humano lo que da significado a nuestras tecnologías y lo que impulsa la invención de las mismas. Somos mucho más que unos cyborgs evolucionados.
Supongo que no estará usted leyendo esto desnudo y encaramado a la rama de un árbol en una selva del Congo. Supongo que, como yo, llevará usted ropa procesada a partir de plantas cultivadas a miles de kilómetros de distancia; tejida, teñida, cortada y cosida por diferentes manos, con ayuda de diversas máquinas y siguiendo el diseño de otro; enviada a otro lugar; a la que han puesto precio y han comercializado otras personas, siguiendo diversas instrucciones; y que finalmente, varias etapas más tarde y exclusivamente gracias a su propia voluntad, le está cubriendo tan maravillosamente como su propia piel. Es posible que esté usted sentado en una silla de plástico formada a partir de los restos procesados de unas criaturas marinas muertas hace mucho tiempo, sostenida por unas patas de acero generadas a partir de unos materiales rocosos extraídos de una mina, fundidos, refinados y montados en múltiples pasos por unos equipos de personas que independientemente han dado forma a una estructura que fue concebida hace muchos miles de años y que ha sido modificada millones de veces.
Esté donde esté, usted está generando en su mente las palabras que yo he escrito como si le estuviera hablando junto al oído. Mi mente está directamente conectada con la suya ahora mismo, aunque estas palabras las he escrito en otro momento y en otro lugar, probablemente en otra lengua; es incluso posible que yo ya no esté viva.
Usted es inteligente, pero cuando está solo está relativamente desvalido. Vivimos la vida en una completa dependencia para nuestra supervivencia de un sinnúmnero de extraños. Hombres y mujeres se han afanado en producir y ensamblar los componentes de mi comida, mi ropa, mis muebles, mi casa, mi carretera, mi ciudad, mi estado y el mundo que hay más allá de mí. Esta multitud de extraños que cooperan y colaboran se han basado, ellos también, en miles y miles de personas, vivas y muertas, para dar forma a sus vidas. Y sin embargo no hay ningún contrato, ningún plan, ningún objetivo común entre nuestros siete mil millones de vidas.
Si le parece increíble que todo lo que ahora vemos –todo el ajetreo y todos los afanes de miles de millones de personas que viven unas vidas aparentemente autónomas pero totalmente interdependientes– pueda haber surgido sin ningún plan, considere esto: nuestro propio cuerpo, un cuerpo que funciona magníficamente, desde los ojos a las uñas de los pies pasando por un cerebro consciente, emergió de modo parecido a partir de una sola célula en cuestión de semanas. Cuando un óvulo fertilizado empieza a crecer y a dividirse, lo que era una sola célula se convierte en una masa de células pluripotentes, células que tienen el potencial para ser cualquier tipo de célula del cuerpo, en función del caldo biológico en el que se desarrollen. Así, una célula que por casualidad se encuentre en la parte exterior de la masa celular puede acabar convirtiéndose en una neurona de la médula espinal; otra célula, en función de su caldo de desarrollo, se convertirá en una célula muscular coronaria. La evolución ha creado un mecanismo capaz de construir, a partir de una sola célula, un sistema funcional de órganos y células cooperantes: un ser humano.
Todos y cada uno de nosotros somos individuos, con nuestras propias motivaciones y deseos, y sin embargo nuestra autonomía es en gran parte una ilusión. Nos formamos en un “caldo de desarrollo” cultural al que luego nosotros mismos damos forma y mantenemos, un gran proyecto social sin dirección ni objetivo que sin embargo ha producido la especie más exitosa de la Tierra.
Los humanos ahora vivimos más y mejor que nunca, y somos el animal grande más populoso del planeta. Mientras, nuestros parientes vivos más próximos, los chimpancés, una especie que ahora está en peligro de extinción, siguen viviendo igual como vivían hace millones de años. No somos como los otros animales, pero hemos evolucionado mediante el mismo proceso. ¿Qué es, pues, lo que somos?
Esta pregunta me fascinó y me propuse comprender nuestra excepcional naturaleza y la alquimia que ha creado la humanidad –esa fuerza de la naturaleza capaz de alterar el planeta– a partir de un simio.
Lo que viene a continuación es la notable historia de una evolución que me ha cautivado completamente. Todo se basa en una relación especial entre la evolución de nuestros genes, entorno y cultura, lo que yo llamo nuestra tríada evolutiva humana. Esta tríada que se refuerza mutuamente crea nuestra extraordinaria naturaleza, una especie cuyos miembros poseen la habilidad no solo de ser simplemente objetos de un cosmos transformativo, sino también la de ser agentes de su propia transformación. Nos hemos desviado de la senda evolutiva seguida por todos los demás animales y ahora mismo estamos a punto de convertirnos en algo más grande y más maravilloso. A medida que el entorno que nos ha creado está siendo transformado por nosotros, nos estamos convirtiendo en nuestra mayor trascendencia.
Me explico.
Somos seres terrestres; seres concebidos en la Tierra y nacidos en la Tierra. El papel de nuestro hogar planetario produciendo una especie que a su vez está reconfigurando ese mismo planeta, es poco apreciado, y sin embargo ha sido el entorno el que nos ha hecho como somos. Al fin y al cabo, es en respuesta a nuestro entorno que caminamos sobre dos piernas, que hablamos lenguajes tonales, que tenemos inmunidad frente al virus de la gripe y que producimos cultura. Así pues, mi historia comienza con los orígenes geológicos de nuestro Génesis. Toda vida se forma a partir de la materia del universo, y nosotros los humanos somos fundamentalmente un microcosmos del gran cosmos. El calcio de los acantilados que soportan nuestras costas es el mismo de los huesos que nos sostienen internamente: ambos provienen de las estrellas. El agua que circula por los ríos de nuestro planeta, igual que la sangre que circula por las venas y arterias de nuestro cuerpo, tiene su origen en los cometas.
Los humanos surgieron, como las demás formas de vida, mediante el proceso de la evolución biológica. Las especies cambian a lo largo del tiempo debido a que unas diferencias genéticas aleatorias se acumulan en las poblaciones a lo largo de las generaciones. Los organismos cuyos genes les hacen más aptos en su entorno tienen más probabilidades de sobrevivir y reproducirse, y así pueden pasar sus genes a las generaciones subsiguientes. De este modo, la biología se adapta en respuesta a las presiones ambientales, y las especies han evolucionado de un modo gradual hasta explotar todos los hábitats de la Tierra.[2]
Nuestros ancestros inteligentes y sociales también desarrollaron adaptaciones para sobrevivir en su entorno, que en el caso de nuestros primeros antepasados homínidos era un hábitat de bosque tropical, y una de estas adaptaciones fue la cultura. ‘Cultura’ tiene muchas interpretaciones diferentes, pero cuando yo uso el término me refiero a información aprendida expresada en nuestras herramientas, tecnologías y comportamientos. La cultura humana se basa en nuestra capacidad de aprender de otros y en la de expresar nosotros mismos este conocimiento. No somos la única especie que ha desarrollado una cultura, pero la nuestra es mucho más flexible: es acumulativa y evoluciona. La cultura acumulativa humana aumenta en complejidad y diversidad a lo largo de las generaciones para generar soluciones cada vez más eficientes a los desafíos de la vida.
La evolución cultural acumulativa ha demostrado ser un actor decisivo en la historia de la vida en la Tierra. La evolución no la han impulsado exclusivamente los cambios en el entorno y los genes; la cultura también desempeña un papel. La evolución cultural comparte muchas cosas con la evolución biológica. La evolución genética se basa en la variación, la transmisión y la supervivencia diferencial. Y estas tres cosas están presentes en la evolución cultural. La diferencia más importante es que, en el caso de la evolución biológica, son cosas que operan principalmente al nivel del individuo, mientras que en el caso de la cultura la selección de grupo es más importante que la selección individual, como veremos. Es nuestra cultura humana colectiva, aún más que nuestra inteligencia individual, la que nos hace inteligentes.
No somos la única especie que ha recorrido esta senda evolutiva –y visitaremos a nuestros primos– pero somos la única que ha sobrevivido. Hace cientos de miles de años empezamos a escapar de nuestra cuna ambiental original utilizando la cultura para superar las limitaciones biológicas que mantienen atrapadas a otras especies en una vida poco o nada creativa. Nuestra extraordinaria evolución la han impulsado cuatro factores clave de los que me ocupo en las siguientes secciones: Fuego, Palabra, Belleza y Tiempo.
Fuego describe cómo externalizamos nuestros costes energéticos para escapar de nuestras limitaciones biológicas y ampliar nuestras capacidades físicas. Palabra investiga el papel que tiene la información en nuestro éxito: el uso del lenguaje para transmitir fielmente y para almacenar conocimientos culturales complejos, y para comunicar ideas de mente a mente. El lenguaje es un pegamento social que nos une con historias comunes y que nos permite hacer mejores predicciones y decidir en quién confiar y en quién no sobre la base de su reputación. Belleza sintetiza la importancia del sentido que tienen nuestras actividades y que nos permite amalgamarnos en torno a unas identidades y creencias compartidas. Nuestra expresión artística produce especiación cultural –tribalismo entre y dentro de nuestras sociedades– pero también hace posible el intercambio de recursos, genes e ideas que evita la especiación genética y nos conduce a unas sociedades más grandes, mejor conectadas y con unas tecnologías más sofisticadas. Por último, Tiempo pone el acento en nuestra búsqueda de explicaciones racionales y objetivas de los procesos naturales. La combinación del conocimiento y la curiosidad nos ha llevado más lejos que a ningún otro animal: hemos desarrollado la ciencia para ordenar el mundo y decidir cuál es el lugar que ocupamos en él, y esto nos ha convertido en una humanidad globalmente conectada.
Es el tejido de estos cuatro hilos lo que crea nuestra extraordinaria naturaleza y lo que explica por qué operamos como lo hacemos: por qué la gente que vive en las ciudades es más inventiva; por qué las personas religiosas son menos ansiosas; por qué los cuentacuentos filipinos tienen más sexo; por qué los emigrantes tienen un mayor riesgo de padecer esquizofrenia; por qué los occidentales ven las caras de un modo diferente que los asiáticos orientales. Todos los elementos de la tríada evolutiva humana –genes, entorno y cultura– están implicados. Por ejemplo: la probabilidad de que dos de sus amigos sean amigos entre sí –lo que se conoce como red de transitividad– afecta a su destino individual y a la actuación del grupo al que pertenece usted.[3] Pero la transitividad está influida por el entorno –las aldeas aisladas tienen una mayor transitividad (en ellas todo el mundo se conoce). Además, el número de amigos que usted tiene está influido por sus genes.[4] En la mayor parte de los casos, lo esencial es el azar: dónde, cuándo y cómo ha nacido usted es probablemente mucho más importante que cualquier elección que pueda usted hacer posteriormente.
Este es un buen momento para explorar cuestiones fundamentales relativas a cómo hemos llegado a ser una especie tan extraordinaria. Una serie de avances apasionantes en genética de poblaciones, arqueología, paleontología, antropología, psicología, ecología y sociología están empezando a revelar muchas interioridades de nuestra historia y están cambiando de un modo fundamental nuestra forma de comprender cómo nos hemos desarrollado como especie. Por ejemplo: la idea de que el denominado humano comportamentalmente moderno surgió hace tan solo 20 (o 40) mil años mediante una especie de revolución cognitiva o genética, está siendo cuestionada. El primer genoma humano individual se secuenció en el año 2007, y desde entonces miles de personas han visto descodificada su historia genética particular, lo que nos ha ayudado a entender mejor nuestra historia colectiva: cómo estamos relacionados entre nosotros y con nuestros primos humanos más cercanos. Mientras, utilizando nuevas técnicas de datación, los arqueólogos han hecho una serie de descubrimientos asombrosos sobre nuestras tecnologías y obras de arte más antiguas, y los paleontólogos han puesto de manifiesto que la historia que cuentan los libros de texto del ascenso del hombre no tiene nada de simple.
Estamos entrando en una nueva era de colaboración: por vez primera, muchas personas de estos campos de investigación que tienen fama de proteccionistas están empezando a hablar entre ellas y están poniendo en cuestión dogmas bien establecidos, pero generando al mismo tiempo una gran riqueza de datos, ideas y experiencias. El encuentro entre las ciencias naturales y las ciencias sociales está empezando a resolver la paradoja central de por qué somos biológicamente tan similares y comportamentalmente tan diferentes. Nos estamos observando a nosotros mismos con una mirada nueva y estamos reconociendo los profundos vínculos existentes entre nuestra biología, nuestra cultura y nuestro entorno.
Como veremos, la evolución cultural humana nos permite resolver muchos de los mismos problemas adaptatativos planteados por la evolución genética, solo que de un modo más rápido y sin especiación. Nos estamos autoconstruyendo continuamente mediante esta tríada de la evolución genética, medioambiental y cultural; nos estamos convirtiendo en una especie extraordinaria capaz de dirigir nuestro propio destino. Esto es lo que nos ha permitido ampliar el tamaño de nuestra población y nuestro rango geográfico, lo que a su vez ha acelerado nuestra evolución cultural hacia una mayor complejidad, en un ciclo que se refuerza mutuamente.
Hoy, el tamaño y la conectividad de nuestras poblaciones han alcanzado unos niveles sin precedentes. Al mismo tiempo, hemos provocado un cambio espectacular en el entorno terrestre, y hemos hecho entrar al planeta que nos formó en una era geológica completamente nueva que hemos bautizado como el Antropoceno, la Era de los Humanos. Se calcula que solo la acumulación de los cambios materiales introducidos por nosotros –incluyendo carreteras, edificios y tierras de cultivo– pesa actualmente unos 30 billones de toneladas y nos permite vivir en una población global ultraconectada que avanza hacia los 9 o 10 mil millones de personas.[5] Mire a su alrededor: somos los diseñadores inteligentes de todo lo que ve. No hay ni un solo rincón de la Tierra que no hayamos tocado; estamos incluso llenando de desechos el espacio.
Realizaremos juntos un viaje que nos mostrará hasta qué punto nuestros atributos específicamente humanos nos han cambiado como especie, y hasta qué punto hemos reinicializado nuestra relación con la naturaleza.
Nos encontramos ahora a las puertas de algo realmente excepcional. La interrelación del entorno, la biología y la cultura humana está creando una nueva criatura a partir de nuestra hipercooperativa masa de humanidad; nos estamos convirtiendo en un superorganismo. Llamémosle Homo omnis, o simplemente Homni.
Esta es la historia de nuestra trascendencia.