La mayoría de los países del mundo pretenden tener regímenes democráticos, pero ningún partido con relevancia electoral, desde la izquierda a la derecha, considera la guerra un peligro inminente y asume la lucha por la paz como su principal bandera. La paz no gana votos. La guerra trae muertos y los muertos no votan. Ningún partido se imagina haciendo propaganda electoral en cementerios o fosas comunes. Tampoco se imagina que sin vivos no hay partidos. Todo esto parece absurdo, pero el absurdo ocurre cuando la razón duerme, como nos advirtió Francisco de Goya hace 225 años en su cuadro El sueño de la razón produce monstruos. No necesitamos remontarnos tan atrás.
Las lecciones (o ilusiones) de la historia
Volvamos a 1900. Inglaterra era entonces el país más poderoso del mundo. Pero como todo apogeo significa el comienzo del declive, la competencia pacífica de EEUU empezaba a ser temida. El crecimiento económico de EEUU era vertiginoso, los últimos inventos de la revolución industrial se estaban produciendo allí y, entre las muchas ventajas sobre Europa, una era especialmente valiosa: EEUU gastaba muy poco dinero en armamento. Según los informes de la época, un país de 75 millones de habitantes tenía un ejército de 25.000 hombres y un presupuesto de defensa ridículo para un país de ese tamaño. Por otra parte, los países europeos más desarrollados (Inglaterra, Alemania y Francia) competían cada vez más entre sí por el reparto colonial y la superioridad industrial (Alemania estaba cada vez más en el punto de mira) y entraban en la carrera de armamentos. Además, entre 1899 y 1902, Inglaterra libraba en Sudáfrica una sórdida guerra colonial contra los bóers. Estaba en juego el control de la producción de oro y el sueño imperial de Cecil Rhodes: desde el ferrocarril entre Ciudad del Cabo y El Cairo hasta el control total del mundo para que «las guerras fueran imposibles por el bien de la humanidad». La dominación imperial capitalista exigía la guerra y la carrera armamentística, supuestamente para hacer imposible la guerra en el futuro. ¿Hay similitudes con los actuales discursos bélicos de EEUU y la Unión Europea para derrotar a Rusia y China? Las hay, pero también hay diferencias.
En la primera década del siglo XX se observaron dos movimientos: uno en la opinión pública y otro en el mundo empresarial. En la opinión pública predominaba una apología de la paz frente a los peligros de una guerra que sería fatalmente mortal. El siglo XX iba a ser el siglo de la paz, sin la cual no sería posible la prosperidad que se anunciaba. En 1899 se celebró en La Haya la primera Conferencia Internacional de la Paz y, al año siguiente, el Congreso Mundial de la Paz. A partir de entonces, hubo muchos congresos y reuniones internacionales sobre la paz. Se deploró que la cooperación internacional se profundizara en todos los ámbitos (correos, ferrocarriles, etc.) excepto en el político. Entre 1893 y 1912 se publicaron 25 libros contra la carrera armamentística. Se publicó Quién es Quién en el Movimiento por la Paz. Se decía que los recientes inventos en material bélico (pólvora sin humo, fusiles de tiro rápido, sustancias explosivas como la lidita, la melinita y la nitroglicerina, etc.) hacían que la guerra no sólo fuera muy mortífera, sino imposible de ganar para cualquiera de los bandos en conflicto. La guerra siempre acababa en tablas y tras muchas muertes y devastación. Un periodista del Echo inglés dimitió del periódico para no tener que defender la guerra contra los bóers, y 200 intelectuales ingleses de alto nivel organizaron una cena en su honor. Entre 1900 y 1910 se celebraron más de mil congresos pacifistas: obreros, anarquistas, socialistas, librepensadores, esperantistas, mujeres. Se decía que el crecimiento de la democracia en Europa y Estados Unidos era incompatible con la guerra y que el gran número de acuerdos de arbitraje era la mejor demostración de ello. El sociólogo ruso Jakov Novikov demostró que el bienestar de las masas nunca había mejorado con las guerras, sino todo lo contrario. Se escribía sobre «la ilusión de la guerra» y las publicaciones vendían muchos miles de ejemplares.
Existía la corriente de opinión de que la verdadera ilusión sería la «ilusión de la paz» si no se reorientaba la lucha contra el capitalismo. Si esto no ocurría, la guerra sería inevitable. Esta era la posición de socialistas, anarquistas y del movimiento obrero, que socialistas y anarquistas trataban de controlar. La guerra era el gran obstáculo para la revolución social. La huelga general y el rechazo del servicio militar eran dos de las formas de lucha más mencionadas.
Pero una cosa es el mundo de la opinión pública y otra el de los negocios. En el mundo de los negocios, desde 1899 la carrera de armamentos avanzaba a un ritmo rápido pero discreto. En el Congreso Internacional de los Trabajadores celebrado en Stuttgart en 1907, Karl Liebknecht reveló el extraordinario crecimiento del gasto en armamento, lo que significaba que los países se estaban preparando de hecho para la guerra. Los beneficios de las grandes empresas armamentísticas así lo reflejaban: Krupp en Alemania, Vickers-Armstrong en Inglaterra, Schneider-Creusot en Francia, Cockerill en Bélgica, Skoda en Bohemia y Putilov en Rusia. Estaba claro que la acumulación de armas conduciría a la guerra. De hecho, las grandes empresas empezaban a utilizar una nueva arma propagandística: pagar a periodistas y propietarios de periódicos para que publicaran noticias falsas sobre el creciente armamento de sus probables adversarios en la guerra que se avecinaba, con el fin de justificar un mayor gasto en armamento. ¿Suena familiar a los oídos de hoy? Sí, pero hay diferencias y para peor, mucho peor.
Los socialistas tenían razón: la lucha es contra el capitalismo
El apogeo del capitalismo global dirigido por Estados Unidos llegó en 1991 con el fin del bloque soviético. Al igual que cien años antes, el apogeo de la potencia más poderosa significó el comienzo de su declive. Y al igual que antes, la industria más rentable en periodos de declive es la que produce bienes cuyo uso consiste en destruir y ser destruido. Tales bienes tienen que ser sustituidos incesantemente por otros mientras dure la guerra. Cuanto más dura la guerra, mayores son los beneficios. La guerra eterna es, por tanto, la más rentable. Ahora las grandes empresas armamentísticas ya no son europeas, son estadounidenses, y EEUU, a diferencia de hace cien años, es con diferencia el país que más gasta en armamento y, por tanto, el que más necesidad tiene de utilizarlo (es decir, de utilizar destruyendo y sustituyendo). Estados Unidos gasta un billón de dólares en armamento, pero sin duda no es suficiente porque los empresarios de la guerra inventan desventajas para Estados Unidos en relación con sus enemigos que hay que superar rápidamente.
La lucha por la paz es ahora más que nunca una lucha contra el capitalismo. ¿Por qué más que nunca? Si, siguiendo la estela de Immanuel Wallerstein, tomamos el mundo como unidad de análisis, podemos decir que entre 1917 y 1991 el mundo vivió un periodo de intensa guerra civil transnacional. Fue una guerra civil porque tuvo lugar dentro de un único sistema: el sistema mundial moderno. Aunque dominante a escala mundial, el capitalismo tuvo que enfrentarse a otro sistema económico fuertemente competidor, el socialismo de Estado, cuya influencia se extendía mucho más allá de la Unión Soviética. Esta guerra civil se libró por múltiples medios, entre ellos la contrainsurgencia, la ayuda al desarrollo de los países dependientes y las guerras por poderes (guerra de Corea, guerra de Vietnam, etc.).
La Segunda Guerra Mundial fue un periodo de calma en esta guerra civil, ya que Estados Unidos y la URSS eran aliados contra el nazismo alemán. Con el fin de la Unión Soviética y las transformaciones que se habían producido entretanto en China, que integrarían la economía china en la economía capitalista mundial, aunque con algunas especificidades (mantenimiento del control nacional del capital financiero), terminó la guerra civil transnacional entre capitalismo y socialismo. Hubo un interregno, que duró algo más de diez años, en el que Rusia era un país capitalista de desarrollo intermedio como cualquier otro y China un socio económico, también de desarrollo intermedio, pero con valor estratégico para las multinacionales estadounidenses empeñadas en la conquista monopolística del mundo.
Tras la crisis financiera mundial de 2008, comenzó una nueva guerra civil transnacional, esta vez entre el capitalismo de las multinacionales estadounidenses y el capitalismo de Estado de China. Para neutralizar a China, era necesario bloquear su acceso a Europa por dos razones: Europa era, junto a Estados Unidos, el otro gran consumidor rico del mundo; mediante la cooperación con China, Europa podría tener alguna pretensión de escapar al declive cada vez más evidente de Estados Unidos en la economía mundial y convertirse en un factor adicional de competencia y debilidad para Estados Unidos. Para bloquear el acceso de China a Europa y someter a ésta a Estados Unidos, era necesario separar política y económicamente a Europa de Rusia (cuyo territorio se encuentra en su mayor parte en Europa). Rusia, con sus miles de kilómetros de fronteras con China, no es sólo la vía de acceso de China a Europa, sino también el territorio estratégico de Eurasia. La idea de que quien controla Eurasia controla el mundo existe desde hace mucho tiempo. Esto ha dado lugar a una nueva guerra civil transnacional, cuyas primeras guerras indirectas son la guerra entre Rusia y Ucrania y la guerra entre Israel y Palestina.
Esta guerra civil es totalmente diferente de la anterior. En la anterior, la lucha era entre dos sistemas económicos (capitalismo frente a socialismo), mientras que ahora es entre dos versiones del mismo sistema económico (capitalismo multinacional frente a capitalismo de Estado). Nada garantiza que esta guerra sea menos violenta que la anterior. Al contrario, como hemos visto, a principios del siglo XX, la disputa tenía lugar entre países con un largo pasado común situados en un pequeño rincón de Eurasia. Hoy es una lucha por la dominación global que se extiende más allá del planeta. El capitalismo monopolista nació en 1900, cuando el capital financiero estadounidense comenzó a expandirse hacia los ferrocarriles y, de ahí, a muchos otros sectores y, potencialmente, a todos los países del mundo.
Para el capitalismo monopolista, la idea de un mundo multipolar es tan amenazadora como la idea de la competencia con otros sistemas económicos, y el mismo impulso destructivo está presente en ambos casos. Es más, el potencial y el grado de destrucción son ahora inmensamente mayores que antes. No me refiero a la existencia de armas nucleares, una innovación tecnológica destructora de vidas que hace ridícula la preocupación de los comentaristas de principios del siglo pasado por los inventos bélicos de su época. Me refiero a la naturaleza del capitalismo y la (des)gobernanza globales actuales, y a la aparición de dos de sus consecuencias. Estamos entrando en una era en la que formas de poder potencialmente destructivas y sin límites son lo suficientemente fuertes como para neutralizar, eludir o eliminar cualquier proceso democrático que pretenda ponerles límites.
Tecnofascismo global: Elon Musk
A principios del siglo XX vimos que la lucha por la paz y la resolución pacífica de los conflictos consideraba a los Estados soberanos como las unidades de análisis y los actores políticos privilegiados. Sabemos que la soberanía era un bien abstracto del que sólo podían disfrutar realmente los países más desarrollados, y que gran parte del mundo estaba sometida al colonialismo o a la influencia tutelar de Europa. Hoy, sin embargo, el desarrollo tecnológico, la globalización neoliberal y la concentración de la riqueza hacen que el poder de controlar la vida humana y no humana ya no esté sujeto al escrutinio democrático. A principios del siglo XX, la ilusión de paz se basaba en el auge y fortalecimiento de los gobiernos democráticos. Al fin y al cabo, la democracia se basaba en la sustitución de enemigos a los que derrotar mediante la guerra por adversarios políticos a los que derrotar mediante el voto. De ahí la capacidad movilizadora de la lucha por el sufragio. Para muchos, la democracia tenía la capacidad no sólo de promover la resolución pacífica de los conflictos, sino también de regular el capitalismo para neutralizar sus «excesos».
Hoy en día, la mayoría de los gobiernos nacionales se consideran democráticos, pero la democracia, si alguna vez fue capaz de regular el capitalismo en algún país, ahora está estrictamente regulada por él, y sólo se tolera en la medida en que es funcional para la expansión infinita de la acumulación capitalista. Sin duda, los Estados nacionales más poderosos siguen ejerciendo el poder formal, pero el poder real que controla sus decisiones se concentra en un número muy reducido de plutócratas, algunos con el rostro a la vista, otros, la mayoría, sin rostro. El poder real se ve reforzado hasta límites difíciles de imaginar por una fusión tóxica de la capacidad tecnológica de controlar la vida humana de vastas poblaciones hasta el más mínimo detalle y con independencia de su nacionalidad, con la capacidad financiera de comprar, cooptar, chantajear u obliterar cualquier obstáculo a sus propósitos de dominación.
Se trata de un nuevo tipo de poder fascista, un tecno-fascismo global que no conoce fronteras nacionales. Elon Musk es la metáfora de este nuevo tipo de poder. A diferencia de Adolf Hitler o Benito Mussolini, la personalidad específica de Musk, aunque repugnante, es de poca importancia, ya que lo que importa es la estructura de poder que él comanda hoy y que mañana puede ser comandada por otro individuo. La fuerza de este nuevo tecnofascismo global se expresa bien en la dramatización mundial de la lucha de un Estado nacional relativamente poderoso contra un simple individuo extranjero por el simple hecho de ser tecnofascista global. Cuando, el 31 de agosto de este año, la red X fue suspendida en Brasil por decisión del Tribunal Supremo porque su propietario se negaba a eliminar cuentas en la red que llegaban a millones de personas y cuyo contenido difundía noticias falsas, violaba gravemente los valores democráticos más básicos e incitaba al odio, la violencia e incluso el asesinato, fue noticia en todo el mundo. ¿Era imaginable hace diez años que un individuo solitario, y además extranjero, pudiera enfrentarse a un Estado soberano?
Tecnoterrorismo global: del Caballo de Troya a los buscapersonas asesinos
El 18 de septiembre, miles de buscapersonas y walkie-talkies explotaron en Líbano, matando a decenas de personas (incluidos niños) e hiriendo a miles. Estos transmisores habían sido comprados por Hezbolá aparentemente porque son dispositivos seguros que permiten las comunicaciones sin localizar a los usuarios. Este acto terrorista se ha atribuido a los servicios secretos de Israel y su origen fue la implantación de una sustancia explosiva junto a la batería, codificada para estallar por control remoto.
Los buscapersonas asesinos no son sólo una nueva edición del Caballo de Troya, el enorme caballo hueco de madera construido por los griegos para entrar en Troya durante la guerra de Troya. El caballo fue construido por Epeius, un maestro carpintero y boxeador. Los griegos, fingiendo abandonar la guerra, navegaron hasta la cercana isla de Ténedos, dejando atrás al falso desertor Sinón, que persuadió a los troyanos de que el caballo era una ofrenda a Atenea (diosa de la guerra) que haría inexpugnable Troya. A pesar de las advertencias de Laocoonte y Casandra, el caballo fue llevado al interior de las puertas de la ciudad. Esa noche, los guerreros griegos bajaron del caballo y abrieron las puertas para dejar entrar al ejército griego. La historia se relata con detalle en el Libro II de la Eneida.
La similitud entre el Caballo de Troya y los buscapersonas asesinos radica únicamente en que el término «Caballo de Troya» ha pasado a designar la subversión introducida desde el exterior. La visibilidad y transparencia del artefacto, encarnado en un objeto que no era de uso común, impedía reproducirlo de forma realista (si es que lo hacía alguna vez) con eficacia en el futuro. Por el contrario, los localizadores asesinos significan un cambio cualitativo en la tecnología de la guerra y el control de la población. La misma tecnología y la misma complicidad asesina que insidiosamente instaló material explosivo en estos aparatos podría mañana instalar en cualquier otro dispositivo electrónico (teléfono móvil u ordenador) cualquier sustancia que, en lugar de matar, pudiera dañar la salud, crear pánico o alterar el comportamiento de su usuario, sin posibilidad alguna de control por parte de éste. Con el desarrollo y la difusión de la inteligencia artificial, cualquier aparato cotidiano puede utilizarse con este fin, ya sea un coche o un microondas.
Las convenciones internacionales contra el terrorismo, que el genocidio de Gaza redujo a papel mojado, dejarán de tener sentido en el futuro, cuando cualquier ciudadano que no luche en ninguna guerra esté condenado a vivir en una sociedad en la que el acto de consumo más trivial puede traer consigo, además de la garantía y la fecha de caducidad, su certificado de defunción, su certificado de demencia mental o su compulsión a delinquir.
La división internacional del trabajo de guerra y la maldición de Casandra
En un entorno de tecnofascismo y tecnoterrorismo global, el capitalismo euro-norteamericano se prepara activamente para pasar de la guerra fría a la guerra caliente. Ante la mirada inexpresiva o repugnantemente impotente de sus ciudadanos, se prepara un extraño reparto internacional del trabajo de matar: Europa se ocupará de vencer a Rusia mientras que Estados Unidos se ocupará de vencer a China. Casi al mismo tiempo, el primer comisario de Defensa de la Unión Europea, Andrius Kubilius, ex primer ministro de Lituania, afirma que Europa debe estar preparada para una guerra con Rusia dentro de 6-8 años, y un oficial de alto rango de la Marina estadounidense declara que EEUU debe estar preparado para una guerra con China en 2027.
No tiene mucho sentido predecir que la guerra tendrá lugar, sino que su resultado será muy diferente del imaginado por estos empresarios de la guerra intoxicados por los think tanks financiados por los productores de armas. La maldición de Casandra se cierne sobre los pocos que se atreven a ver lo que es evidente.