La política convertida en un teatro de sombras chinas. Un espectáculo fascinante que produce ilusiones ópticas al interponer las manos u otros objetos entre una fuente de luz y la superficie de una pared o pantalla. Ocurre siempre en las crisis históricas: la distancia entre el palacio y la calle se agranda cada día y la España oficial trata de reflejar su verdad en los muros de la caverna platónica. No es fácil, no lo está siendo y no lo será en el futuro. El signo de los tiempos es lo que Ignacio Ramonet denomina en su último libro una «desconfianza epistémica» hacia la versión de la realidad propuesta por los medios de comunicación, las élites políticas e incluso el mundo académico. La pérdida de credibilidad del periodismo sólo es la punta del iceberg de un proceso más profundo que apunta a una desconfianza radical de la ciudadanía con respecto a las instituciones. Una actitud que nace de un creciente malestar social, de la inseguridad provocada por el neoliberalismo y, hay que decirlo, de décadas de mentiras y groseras manipulaciones de la opinión pública.
Sombras chinas. Lo fundamental no es la polarización, sino el consenso. Un consenso férreo, amplio y casi inexpugnable que se asienta sobre tres pilares esenciales: la pertenencia a la OTAN y la subordinación a la estrategia militar de EEUU; la aceptación del neoliberalismo como constitución material en el marco de una Unión Europea (UE) profundamente antisocial y antidemocrática; y la defensa de la monarquía, de su continuidad e inviolabilidad, como piedra angular del sistema político. OTAN, UE y monarquía, una tríada que garantiza el dominio de los poderes económicos, de los grandes medios y de una clase política que trata de rehacerse después de las tribulaciones de la última década. Normalmente el consenso permanece oculto por efecto del juego de sombras, pero a veces se manifiesta con toda crudeza y salta a las portadas, como ocurrió el pasado 6 de enero durante la celebración de la Pascua Militar con los discursos de Felipe VI y la ministra de Defensa, Margarita Robles.
Las políticas sociales desplegadas durante el año pasado han amortiguado las consecuencias de la guerra y de las sanciones económicas impuestas a Rusia. Cada medida –conviene subrayarlo– es el resultado de una dura pugna en el seno del Gobierno entre el PSOE y Unidas Podemos, y, sin duda, la mayoría no se habrían producido sin la presión de esta fuerza política. Ahora bien, hay una contradicción latente y no resuelta entre la sensibilidad social que la presencia de Podemos imprime a las coaliciones de Gobierno en España y en la Comunitat Valenciana, y la subordinación de Pedro Sánchez a la política exterior norteamericana. Se trata de un viejo problema que aparece siempre en tiempos de guerra: los intentos de compaginar el esfuerzo bélico con políticas sociales están condenados al fracaso, porque es la guerra la que determina la agenda económica. Recordemos que los programas sociales impulsados por el presidente Johnson con el nombre de «Gran Sociedad» trataban de paliar las tensiones provocadas por la guerra de Vietnam en términos de aumento del gasto militar y deterioro del poder adquisitivo de la población. Por supuesto, sin éxito. Deberíamos aprender de la historia.
Juego de sombras. La polarización inunda la vida política y proyecta sus figuras teatrales sobre el escenario. Es, desde luego, una polarización asimétrica, en el sentido de que está impulsada por las fuerzas reaccionarias con un objetivo inmediato: convertir medidas moderadas y prudentes en acciones revolucionarias a los ojos de muchas personas, desplazando a la derecha el debate público y disuadiendo al Gobierno de emprender políticas más ambiciosas. Pero hay algo más. La polarización es también una estrategia que oculta y disimula el consenso sobre la tríada que sustenta nuestro sistema político: la estrategia de la OTAN, la hegemonía del neoliberalismo europeo y la defensa de la monarquía como forma político-constitucional. Un perímetro sustancial que garantiza un poder omnímodo a la oligarquía y más allá del cual no son posibles los cambios. Una frontera política que posibilita a la derecha el control de la agenda pública e impide que emerja un debate de fondo sobre las cuestiones determinantes para la convivencia y la vida diaria en el país.
Se trata, insisto, de un consenso amplio, que en Europa engloba a figuras tan dispares como Pedro Sánchez o Giorgia Meloni bajo los parámetros de la OTAN y de la UE. En España abarca a Vox, al PP, al PSOE y a Cs, y alcanza, me temo, a algunos sectores de la izquierda alternativa y del movimiento sindical. Es un consenso férreo, rocoso y profundamente arraigado en nuestra clase política. Tanto que, antes de que lo surgiera Podemos, sólo hubo un dirigente que se atrevió a cuestionarlo, Julio Anguita, que se enfrentó duramente a la OTAN, criticó el proceso de integración europea y formuló una propuesta inequívocamente republicana. Hoy sabemos que se adelantó a su tiempo y que, en cierta medida, su proyecto noble y digno remaba contra la historia. Había desaparecido la URSS, y lo que venía eran décadas de un dominio abrumador por parte de EEUU desde el punto de vista político, económico y militar. Un mundo unipolar sometido a los dictados del hegemón norteamericano. Quienes se enfrentaron al maestro cordobés, incluso desde sus propias filas, apostaban a caballo ganador, y eso, debemos reconocerlo, siempre ha tenido importancia en política.
Hoy, como ayer, el dilema estratégico se resume en una disyuntiva: alternancia o alternativa. Alternar en el marco de los consensos actuales o erigirse en alternativa a los mismos. Hay, sin embargo, una diferencia importante con respecto a la década de los 90. El mundo está cambiando sus bases geopolíticas y es ya nítidamente multipolar, plural, diverso, policéntrico. Un mundo nuevo que no acepta el dominio de EEUU y que ha sido construido sobre las ruinas del llamado neoliberalismo. Una nueva economía política en la que el peso de Eurasia será determinante y que hará dudar a las potencias europeas, especialmente a Alemania. De hecho, ya está ocurriendo. Los consensos existentes en España corresponden a un mundo acabado que habita en los páramos del pasado. Defenderlos significa ir contra la historia y, en el caso de la izquierda, prepararse para una derrota que será estrepitosa. Ahora más que nunca, necesitamos un discurso autónomo, fuertemente unitario y orientado hacia la construcción de una alternativa socialista, democrática y republicana. Una alternativa internacionalista que defienda una Europa confederal y no alineada en la dinámica de bloques que está surgiendo en el mundo. Un proyecto, en definitiva, que reme a favor de la historia.