Sólo muriendo las religiones podrán sobrevivir

Laicidad y pluralismo

Laicidad y pluralismo vistos desde la Iglesia Católica

La cristiandad, la gran formación cultural, política y religiosa que ha impregnado Occidente durante más de mil quinientos años, está destinada a desaparecer. El mundo moderno es un mundo definitivamente laico, que se ha laicizado muy rápidamente en los últimos doscientos años y huye de cualquier tipo de tutela que no nazca de la razón y desde dentro mismo de la sociedad civil. Es prematuro imaginar cuál será en el futuro la presencia social de la Iglesia Católica.

Acostumbrada durante siglos a un papel de superioridad en el espacio público, a determinar criterios de moralidad y al monopolio de lo sagrado, deberá adaptarse a la pérdida definitiva de su influencia y a tener que compartir los fieles con otras confesiones.

Para los que buscan una forma de vivir la fe al margen del poder éste es un momento propicio. Porque las religiones –todas– sólo podrán sobrevivir y hacer perdurable su mensaje espiritual liberándose de las formas culturales que durante siglos han utilizado como matrices ideológicas y organizativas. En concreto, si saben morir como religión y alcanzan a purificarse de las adherencias culturales, religiosas, económicas y políticas que con los siglos han incorporado.

Proceso histórico

El mensaje original de todas las tradiciones religiosas y espirituales es simple, profundo y abierto. Puede resumirse en el reconocimiento de un misterio que nos lleva más allá de nosotros mismos y hacia el amor a los demás. En cada confesión este mensaje ha tomado unas características diferenciales en función del contexto histórico y cultural en el que surgió, y ha configurado una imagen diferente de Dios, unas relaciones sociales y una vinculación con el poder político y cultural diferentes. Con el tiempo, aquel mensaje tan simple se vincula con las estructuras del poder político de cada lugar.

Así, la mayoría de las religiones ha disfrutado de un cierto monopolio en la administración de lo sagrado en el ámbito geográfico en el que se han desarrollado. Por eso toda religión debe analizar su pasado y preguntarse qué hay del mensaje original y qué de adherencia histórica no central, periférica, de la que debería desprenderse. Por eso en Occidente, sobre todo la Iglesia Católica, en parte forjadora de la cultura occidental, debe preguntarse si lo recibido responde más al mensaje de Jesús o es el resultado de la cultura acumulada.

Hoy, casi todos los exegetas están de acuerdo en que Jesús no tuvo intención de fundar una iglesia. Simplemente, explicó a los suyos su muy peculiar manera de entender a Dios como un padre que tiene especial predilección por los pobres. Con ello recogía lo mejor de la tradición judía pero, igual que los profetas del Antiguo Testamento, esto le enfrentó tanto con el poder político como con el religioso. Contra el primero porque había secuestrado a este Dios de todos en beneficio de unos pocos, y contra el segundo porque hablaba a favor de los pobres. Los que después de él continuaron su mensaje, las primeras comunidades, también pronto rompieron con las instituciones religiosas, primero de la sinagoga y después con las de Grecia y Roma. Su fe no era encuadrable en la categoría de ninguna religión. Tal ruptura costó mucha sangre y víctimas hasta el martirio.

Sin embargo, a partir del siglo IV, el cristianismo, convertido por beneplácito del emperador en la religión dominante, actuó de igual manera que las religiones antiguas, asumiendo la lógica del poder, y de pobre se convirtió en rico y de perseguido en perseguidor. Desde entonces, con una ductilidad sorprendente, hará suyas todas y cada una de las formas filosóficas y culturales de cada época: las categorías filosóficas de Platón y Aristóteles como moldes para formular el misterio; el modelo jurídico y organizativo del imperio: los conceptos de culpa, pecado, expiación o redención del derecho romano, el latín como lengua universal, su organización piramidal y modelo territorial, etc. Identificó Dios con poder, Fe con religión, Iglesia con Jerarquía.

En la Edad Media incorporará el sentido del pathos germánico medieval; en un determinado momento proclamará que los indios y negros no tienen alma para facilitar el expolio de América Latina; aceptará a última hora, después de haberlos negado, el sentido de la libertad de la Ilustración y las conquistas de los Derechos Humanos o el ideal de la igualdad del socialismo, todo como si fueran resultado de la fe.

Durante siglos, Jerarquía y poder político se trataron de igual a igual, en ocasiones dándose soporte y en otras ocasiones combatiéndose. En la Edad Media los papas formulan la teoría de que el único poder verdadero es el suyo porque, dicen, viene de Dios, porque debe encargarse del alma y de la salvación eterna y el del emperador en cambio sólo cuida del cuerpo y del bienestar material. La iglesia es el sol, el poder terrenal la luna que recibe la luz del sol. El emperador está sometido a la iglesia tanto en su vida privada como en su tarea de gobierno, el Papa sólo debe dar cuentas a Dios. Todos los emperadores de la Edad Media se rebelaron en contra de esta pretendida superioridad del poder de la iglesia.

La Reforma protestante supuso una primera ruptura del lazo que unía lo sagrado con sus mediaciones profanas. Más tarde, en el siglo XVIII la Ilustración consolidó aquella ruptura, primero con la emancipación del saber, pero pronto en los demás campos, el político, el social, el cultural. Fue el inicio de la secularización y de la laicidad, de la autonomía de la sociedad civil frente al hecho religioso. Fue también el inicio de las grandes transformaciones sociales y económicas y de la aparición del Estado Moderno.

La sociedad moderna, para elaborar sus criterios acerca de los Derechos Humanos, la justicia, el modelo económico, la paz, criterios éticos acerca del derecho, la moral individual o criterios científicos, médicos o de salud, no sólo no necesita ya la tutela de lo trascendente sino que la rechaza como una intromisión indebida. Vivimos en una sociedad laica. Para las personas religiosas esto constituye una buena noticia porque pone de manifiesto que el mundo ha llegado por fin a una mayoría de edad y la religión podrá dedicarse a lo que le es propio, proclamar la fe en Dios, la vivencia de lo sagrado y el anuncio esperanzado de la salvación.

Laicidad y pluralismo

Por eso la laicidad es un progreso, un enriquecimiento colectivo, aquella forma de convivencia, de respeto entre iguales, aquel espacio de libertad que promueve o facilita el diálogo, que permite la coexistencia de todas las ideologías, aquel espacio de encuentro y de mediación entre las diferentes mentalidades religiosas o metafísicas, creyentes o no. Desde esta perspectiva, que significa libertad, antidogmatismo, compartir valores, respeto a la conciencia individual y aprecio al otro.

Desde hace unas décadas la inmigración, resultado de la globalización económica, ha provocado un hecho inédito en toda la historia de las sociedades occidentales: la presencia de amplios colectivos de otras confesiones o del pluralismo religioso en nuestra vida cotidiana. Obviamente, poder apreciar de cerca las diferentes caras del mismo Dios y las diferentes sensibilidades humanas en relación al hecho religioso es también un enriquecimiento. A partir de ahora el diálogo interreligioso no se debatirá ya en congresos de entendidos ni las jerarquías podrán prohibirlo, porque se realizará en la escalera, en el colegio, en el supermercado y en la peluquería.

Laicidad y pluralismo cultural y religioso son fenómenos irreversibles. La nueva sociedad tendrá el privilegio, por primera vez en la historia, de poder acercarse a todas las tradiciones sin enfrentamientos y poder descubrir la diversidad y la unidad profunda que hay en todas ellas. Por eso el encuentro entre las confesiones no se dará principalmente desde la razón sino desde la espiritualidad, desde la mística y la profecía, desde la convergencia entre movimientos religiosos, de espiritualidad y de transformación del mundo. Las confesiones religiosas y poderes públicos deberán adaptarse a esta nueva realidad. Las religiones deberán aceptar que el pluralismo y la mayoría de edad de la sociedad son una riqueza. Y los Estados, desde la neutralidad que les corresponde, deberán garantizar a las personas y confesiones religiosas el legítimo derecho de expresar sus creencias.

Sin embargo las confesiones religiosas corren el riesgo de considerar estos cambios como un peligro, puesto que efectivamente suponen perder peso social y tener que compartir con las otras confesiones la administración de lo sagrado. Buscando garantías para guardar lo que creen esencial pueden encerrarse sobre sí mismas, convertir las convicciones en verdades excluyentes, alejarse del pueblo y convertir la jerarquía en clericalismo.

Es el peligro del fundamentalismo. En lugar de entender estos cambios como una oportunidad de purificación y poder soltar lastre de lo que no es verdaderamente propio del mensaje original, reaccionan negando el hecho, exigiendo más poder, el monopolio de la moral y más dinero. Sin duda ésta es la respuesta de una parte muy importante de la jerarquía católica, tanto la española como la vaticana. Son reacciones lamentables, en abierta contradicción con el mensaje de Jesús. Ante la mayor parte de la opinión pública se convierten, además, en un boomerang contra los mismos que las promueven.

Finalmente, constatamos que en el mundo de hoy hay una pérdida de la significación social del hecho religioso, pero no pérdida de un cierto sentido de espiritualidad. Asistimos al renacimiento de una espiritualidad sin creencias, desligada del hecho y de la institución religiosa, y a menudo reclamada por algunos sectores procedentes del ateísmo o agnosticismo. Una parte de nuestra sociedad actual, tan laica, se orienta en esta dirección. Quizá por influencia de las tradiciones orientales, más cercanas a la interiorización, a la meditación y a la espiritualidad.

Incluso, como afirman algunos estudiosos, “si aceptamos la palabra mística, a pesar de las ambigüedades que despierta, podríamos decir que se abre la posibilidad de una mística laica sin creencias, que no se identifica con ninguna confesión concreta, dispuesta en cambio a aprender de todas las tradiciones religiosas de la humanidad” (M. Corbí). En este mismo sentido Panikkar habla de una “secularidad sagrada”. También estos sectores deberán aprender a vivir sus creencias desde la laicidad respetuosa y el diálogo.

Libertad religiosa en un estado laico

Para los católicos, el concepto de laicidad fue como un regalo del Vaticano II. La “Constitución Iglesia-Mundo” reconoció solemnemente la autonomía de la política, de la moral y de la ciencia. A su vez, en la “Declaración sobre libertad religiosa”, reconocía, por un lado, “el derecho de la persona y de las comunidades a la libertad social y civil en materia religiosa”, derecho del cual ningún ciudadano puede quedar excluido, tanto si es creyente como si no. Por otro lado, afirmaba que aquel derecho debe ser tutelado y garantizado por el Estado en beneficio del conjunto de los ciudadanos, los cuales deben ejercerlo dentro de los límites acordados por el orden público y por la convivencia pacífica, ordenada y justa.

Por desgracia, a lo largo del tiempo, la Iglesia Católica ha interpretado de manera muy diferente la convivencia de la pluralidad de tradiciones religiosas, y de tomas de posición positivas o negativas de los ciudadanos ante el hecho religioso. Cuando se encontraba en minoría y era perseguida, acostumbraba a invocar su derecho a la libertad religiosa. Cuando conseguía una situación mayoritaria, tendía a imponer su hegemonía acompañada de privilegios civiles. Lamentablemente hoy esto sigue vigente.

Para convivir no basta la tolerancia. Este concepto supone una actitud que introduce un cierto matiz de superioridad en aquellos que se profesan tolerantes. Convivir, desde el punto de vista de las actitudes personales y colectivas, supone aprecio al otro, respeto a la conciencia individual, compartir valores y dejarse interpelar por las diferencias, tener capacidad para revisar las propias convicciones y saber reconocer críticamente el peso que, en cada tradición religiosa, han tenido y tienen otros factores culturales y la eventual ocupación de espacios de poder político a lo largo de la historia. Reclama, a su vez, profundizar en la propia experiencia religiosa, positiva o negativa, para evitar, por un lado, actitudes fundamentalistas y por el otro, sincretismos y relativismos que empobrecen tanto a las personas y colectivos, como también la oferta en materia religiosa que pueden hacer.

El tránsito hacia una sociedad plural

Efectivamente, corresponde al Estado como garante del bien común y del respeto a los derechos de los ciudadanos, establecer el marco legal dentro del cual, individuos y comunidades, puedan ejercitar el derecho a la libertad religiosa, para que el conjunto de la sociedad pueda vivir pacíficamente el pluralismo religioso y para que cada individuo y confesión pueda vivir de acuerdo con su conciencia en un marco de paz, moralidad e igualdad. Políticamente éste es el marco que define la Constitución. Sin embargo, al margen de lo que diga la Constitución, hoy por hoy estamos muy lejos de ella. Hay multitud de situaciones y problemas a los que deberemos dar respuesta, aun a sabiendas de que en el camino surgirán fuertes resistencias. Por ejemplo, deberemos definir con mayor claridad el papel del Estado en tanto que única garantía del bien común.

Y este Estado deberá establecer un nuevo marco jurídico en relación a la confesiones y lugares de culto, en relación a los aspectos económicos y financiamiento de las iglesias, en relación a la presencia pública de las religiones tanto en servicios públicos como enseñanza, salud, servicios sociales o cultura como en relación a las opiniones manifestadas por las confesiones en relación a temas públicos, en relación al pluralismo y respeto que las diferentes confesiones se deben entre sí, etc. Por todo esto, deseamos que la pluralidad religiosa dentro de la sociedad civil, hacia la cual conduce de manera indefectible la modernidad y la globalización, pueda desplegarse en una forma pacífica de convivencia en la que las diferentes tradiciones, ideologías y mentalidades religiosas, y todos los ciudadanos, sea cual sea su posición ante el hecho religioso, puedan obtener de los demás el reconocimiento de su propia identidad.

Fuente: Revista Pueblos,  nº 37, junio de 2009

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