Sobre la obra de Murray Bookchin (1)

sobre Murray Bookchin

Es en Andalucía donde vive Floreal Romero con sus aguacates, fiel a la agricultura campesina, y es en Francia donde ha venido a hablarnos, también aquí, de un proyecto político de vital importancia para él: el comunalismo (o «municipalismo libertario»). Su último libro, Actuar aquí y ahora, invita —a la luz de las numerosas ocupaciones de plazas, de la revolución de Rojava y de la revuelta de los chalecos amarillos— a estructurar ese movimiento para salir del capitalismo y afrontar el peligro ecológico que se avecina. Aunque se apresura a puntualizar: el comunalismo no es un «proyecto acabado». Sabemos que Bookchin fue un teórico de primer orden del mismo y que lo consideraba viable siempre y cuando —y este punto no era negociable— este proceso revolucionario se coordinara a nivel regional, nacional y continental. No es de sorprender que, tras haber co-escrito en 2014 la obra Murray Bookchin: por una ecología social y radical, Floreal Romero le dedique de nuevo más páginas. Hoy hablamos con él en profundidad sobre su obra.

Estamos viendo cómo hay una corriente «ciudadanista» que se está apropiando del municipalismo y del comunalismo. ¿Crees que la revolución comunalista ha acabado diluída en las templadas aguas de la socialdemocracia?

En efecto, existe un sector «ciudadanista» que se ha adueñado del municipalismo (eso sí, sin ponerle la etiqueta de «libertario»). Ahí es donde empieza la ambigüedad y podemos entrever qué hay debajo de esa alfombra que oculta la nueva estrategia que se ha elaborado a raiz del deterioro y la desorientación de la «izquierda». Y no me refiero a la izquierda entendida como el marco de una sensibilidad humanista que coincide por completo con el pensamiento comunalista —la lucha contra las injusticias, la riqueza, el racismo, el sexismo, el militarismo, en favor de un servicio público real— sino a otra con un sentido más restringido: el de una estrategia de partidos políticos situados a la izquierda en el vector de la democracia representativa. Esa izquierda, con su multiciplicidad de partidos, comulga con las reglas del juego electoral, que se establecen en el estricto marco de las instituciones del Estado. A finales del siglo XVIII, tras la revolución inglesa, americana y francesa, la burguesía se encargó de analizarlas y rediseñarlas. Por eso, el color de un partido nunca será decisivo…

¿Por qué ?

El objetivo de este gobierno sigue siendo invariablemente el de favorecer la economía de la que depende por completo. So pena de morir, debe impulsar un flujo óptimo de operaciones comerciales, sea cual sea la naturaleza de estos intercambios (como por ejemplo armas), ya que la valorización del valor es su único fin. De ahí la necesidad de frenar la lucha de clases por todos los medios: tanto con zanahorias como con palos. La izquierda ha envelesado a una parte del proletariado con la ilusión de una posible emancipación política: conseguir el socialismo a través del Estado. Unos han elegido la vía parlamentaria, otros la de la insurrección. Tras el fracaso de la revolución bolchevique y el acceso al consumo posterior a los años 1930, y mucho antes de la caída del muro de Berlín, una parte de la clase obrera ya había guardado en el cajón esa ilusión emancipadora. Desde entonces, la izquierda no ha dejado de desempeñar, a cara descubierta, el papel de moderador que le han asignado: oponerse a la «voracidad liberal». Además, durante mucho tiempo ha hecho caso omiso de los desastres colaterales, como el de la destrucción de lo vivo, y ha acabado perdiendo toda credibilidad ante su electorado.

¿Es en ese momento cuando emergen los movimientos ciudadanistas?

En parte, han tomado el relevo de los movimientos obreros de los años 1990. Estos ciudadanismos están formados sobre todo por las clases medias y se han visto afectados por las sucesivas crisis del capitalismo y de la ofensiva liberal posterior a los años 1980. Denuncian la globalización y acusan a las multinacionales y a las finanzas de todos los males. Los responsabilizan del empobrecimiento de las clases más desfavorecidas, de la mercantilización de lo vivo y de los desastres ecológicos, de la usurpación de los pueblos de lo común y de su soberanía alimentaria… Pero aunque se cuestione el capitalismo, tan solo se hace mayoritariamente por su vertiente neoliberal. Este movimiento, heterogéneo y sin una organización particular ni adherencia a un partido, que podríamos situar ideológicamente cercano a ATTAC, carece de una estrategia y de una herramienta política propias. Los debates y las manifestaciones se suceden sin lograr estructurar una verdadera oposición, y menos aún un proyecto político. En ese sentido, Frédéric Lordon (1) tiene razón cuando afirma: «Debatir por debatir, pero sin zanjar nada, sin decidir nada y sobre todo sin cambiar nada. Una especie de sueño democrático inocuo pensado precisamente para que nada surja de él». Es de ese movimiento ciudadanista de donde surge el municipalismo en España.

¿Podrías hablarnos precisamente de cómo se origina?

Todo empieza en 2011, tras la crisis de 2008. Miles de personas de todo el país ocupan las calles en una movilización que no se veía desde hacía años. Gracias a los eslóganes «No somos mercancías en manos de políticos y banqueros» o «No nos representan», surgieron asambleas de manera espontánea en las plazas de pueblos y ciudades. Y lo llamativo es que nada más ni nada menos que el 68% de la población apoya las reivindicaciones y las manifestaciones del 15M. Estas asambleas empiezan a mobilizarse sobre temas concretos, como el apoyo a las víctimas de los créditos hipotecarios, desahuciadas de sus hogares. Las luchas se intensifican y, en Cataluña, los manifestantes llegan incluso a rodear el parlamento en Barcelona. La represión es violenta y las manifestaciones pierden pulso, pero no cesan. Sin embargo, una válvula de seguridad va a permitir extinguir la crisis: la huída electoralista dentro del marco de la democracia representativa.

Mencionas a Podemos…

En el conjunto del país, una parte del electorado, cansado tras casi 40 años de bipartidismo, ha seguido efectivamente esta cometa populista. Surfeando sobre los lemas del 15M, este partido, con cinco diputados en las elecciones europeas de 2014, consiguió erigirse en la cuarta fuerza política. En Cataluña, por su tradición de lucha —y gracias también a la torpe represión del poder central—, el relato nacionalista se amplifica y se instala. Pero ese «catalanismo», aun siendo mayoritario, no puede absorber toda la contestación: Podemos no logra sacar rédito. Cataluña posee una fuerte tradición libertaria y hay un partido nacionalista, la CUP, que ya reivindicaba el municipalismo: afirma haberlo ya instaurado en algunos pueblos y ciudades al tiempo que tiene representantes en el parlamento de Cataluña. Ada Colau, salariada de una ONG que lucha contra las víctimas del crédito hipotecario, militante que goza del apoyo de los movimientos sociales, se presenta a las elecciones municipales con un partido, Guanyem, próximo a Podemos. Con el apoyo de los movimientos sociales, se alza con la alcaldía de Barcelona. El equipo de militantes que formaba la lista municipalista saltó de la calle a los despachos sin pasar por la oposición —el lugar que pensaban ocupar en un primer momento— y el discurso más militante se mezcla con el discurso institucional. La renovación del Mobile World Congress, rubricada días más tarde de la investitura de Ada Colau, fue cuando menos relevador…

¿A qué te refieres?

Por mucho que su nuevo partido, Los comunes, se autoproclamara de izquierda y «antisistema», dejaba claro la línea que iba a seguir: no iban a ser una fuerza de bloqueo. Por si quedara alguna duda, cuando estalla una huelga en el metro con ocasión de este evento, es rápidamente reprimida: esta ha sido la tónica de este municipalismo. Poco a poco, a pesar de haber ampliado la toma de decisiones mediantes consultas en línea —aunque sobre todo a los miembros del partido—, y pese a los innegables avances en materia social, los movimientos sociables que la apoyaban se han ido desengañando. Cuatro años más tarde, en 2019, para Ada Colau, la alcadía bien merece tragarse el sapo de una investidura con los votos del ex primer ministro francés, Manuel Valls. En Barcelona y en muchas otras ciudades autodenominadas municipalistas, como Madrid o Grenoble, estamos asistiendo a un proceso socialdemócrata acompañado de una táctica populista transversal, con su figura carismática. Salvo que estamos hablando de una metrópolis, un mini Estado. Y sin ánimo de ofender a las personas de buena fe que han sido investidas, me veo en la obligación de incomodarlas, ya que, objetivamente, pese a todo, no es más que una expoliación de una parte de una socialdemocracia que, haciendo uso del renombre y de algunas ideas sacadas de aquí y allá del pensamiento de Bookchin, avanza disfrazada con la máscara del municipalismo libertario. Así pues, pese a quien pese, con esta forma de actuar, los municipalistas la están despojando de toda su coherencia revolucionaria. Lo mismo ocurre —e igual de lamentable es— cuando se refieren a los movimientos revolucionarios afines al pensamiento comunalista, como el confederalismo kurdo o el movimiento zapatista. En la práctica, el municipalismo de esas personas se asemeja mucho más al libertarismo y a la cuarta revolución industrial que se avecina. Sin embargo, lejos de diluirse en las templadas aguas de la nueva socialdemocracia municipalista, la revolución comunalista es su antítesis, el contrapeso. Nuestro desafío es crear un movimiento digno de tal nombre.

En tu libro mencionas una «ambigüedad» en Bookchin: su relación con las elecciones municipales. Y sin embargo, él les daba importancia. ¿Por qué opinas que ese instrumento es un callejón sin salida?

En materia ideológica, a Bookchin le importaba mucho su coherencia. Como toda persona que se proponga elaborar un pensamiento emancipador, sin perder en ningún momento un eje rector, no podía dejar de lado la evolución de esta última, pues formaba parte de una sociedad en constante evolución. Es en ese punto donde afloran en sus obras variaciones, incluso contradicciones (aunque no más, y sin duda no menos que en los escritos de Marx o Proudhon). Por sus orígenes sociales, su compromiso precoz, su gran sensibilidad y la tenaz voluntad de comprender, Bookchin enseguida adquirió unas buenas herramientas de análisis teóricos. Al mismo tiempo, su implicación en las luchas sindicales, ecologistas y en favor de los derechos civiles le obligó a impregnarse de otras sensibilidades, otras corrientes de pensamiento. Ese codo a codo agudizó sus investigaciones analíticas y nutrió su proyecto emancipador. Para él, como para Castoriadis, es indispensable referirse a un imaginario, a un horizonte.

¿Cómo lo definirías?

Para la sociedad, consistiría en abandonar esa desconexión de lo tangible, en poner los pies en la tierra, en reincorporar el medio natural en su relación dinámica y simbiótica, a partir de lo concreto de lo local, y todo ello con el objeto de extenderlo territorialmente. Y luego, a escala mundial. Pero este imaginario no es una abstracción: toma cuerpo a partir de lo que existe y debe enraizarse en la parte sana de lo que hay, aquí y ahora. Bookchin propone este imaginario, la ecología social, porque supone a la vez una transformación total de nuestra sociedad capitalista en su relación de producción y la indispensable y drástica descentralización de la misma. El capitalismo, con su inherente dinámica apremiante de «crecer o morir» y su consiguiente acumulación, es la que provoca esos verdaderos cánceres estructurales que llamamos «metrópolis». Esa sinergia nos precipita a la catástrofe social y ecológica. Pero Bookchin extraerá también de las experiencias del pasado elementos y herramientas necesarias para superar este capitalismo. Así pues, se inspirará en la historia de los llamados pueblos «prealfabetizados», y a continuación en todos los intentos de emancipación que habido hasta finales del siglo XX. Estos son los cimentos de su proyecto político: el municipalismo libertario, que acabó convirtiéndose en «comunalismo». En este proyecto, los medios comprenden los fines y la política es a la vez un enclave de poder abierto a todo el mundo y una emanación de lo social en su relación simbiótica con el medio natural, de forma que ambos se retroalimentan. La ambigüedad que percibo en Bookchin tiene que ver, de hecho, con esa relación entre fines y medios. Veo una contradicción en su relación con las elecciones municipales, a la que tampoco le doy mayor importancia. Y eso por dos razones: por un lado, tan solo tengo acceso a sus escritos por sus traducciones en francés y en español y, por otra parte, apenas conozco el contexto político específico de los Estados Unidos (parece que ese país, por su Constitución, ofrece un mayor margen de maniobra en dicha escala). Así que sí, es cierto que Bookchin daba importancia a las elecciones municipales. De hecho, afirmó: «Si no nos presentamos a las elecciones municipales, no tendremos acceso al poder». Y añadió que: «el municipalismo libertario no es un intento de construir un gobierno municipal más progresista o más respetuoso con el medioambiente». Incluso llegó a decir que «este tipo de orientación reformista haría que los esfuerzos de un movimiento para crear y extender las asambleas ciudadanas y su principal objetivo, transformar la sociedad, quedaran neutralizados».

Y aunque comparto este análisis, sin embargo me parece contradictorio con ese otro discurso donde deja abierta la posibilidad de que un candidato electo en estas elecciones pueda participar en una corporación municipal. Muchos lo considerarían una delegación de poder que menoscabaría el imaginario de la democracia directa. No obstante, no soy demasiado crítico al respecto ya que, en el caso de un pueblo pequeño, casi todo el mundo formaría parte del concejo municipal… Habría que ver hasta donde dejaría el Estado «jugar» a ese concejo con su derecho institucional y qué pasaría si decidiera municipalizar la propiedad privada, por ejemplo. Pero la verdadera contradicción que veo es esa idea de tomar el poder de un ayuntamiento, una institución del Estado, para «devolvérsela» a la ciudadanía. A menos que se tratara del estadio final, del golpe de gracia infligido a las instituciones del Estado, y por ende del capitalismo, en un territorio más extenso… Pero para eso tendría que haber antes una relación de fuerzas a nuestro favor, a través de un amplio movimiento estructurado que contuviera el germen de nuestras propias instituciones paralelas.

Pero precisamente los municipalistas «ciudadanistas» se han abierto camino esgrimiendo esa puerta de acceso electoral.

Es precisamente por culpa de esas indefiniciones por las que esos pensamientos parásitos pueden instalarse y diluirse.

Entonces, ¿eres por definición contrario a cualquier elección municipal?

No de manera sistemática. Podemos utilizarlas como una gimnasia retórica, para impregnarnos de los entresijos del poder y defender la creación de asambleas decisorias. En las ciudades, dependerá de la posibilidad de trabajar en un espacio propicio para desarrollar la comunicación y la unión entre los movimientos sociales, para fomentar el cara a cara entre las personas. En mi libro, hablo de esta posibilidad como táctica local, siempre y cuando se inscriba dentro de una estrategia más amplia, que invite a los movimientos sociales a firmar un pacto y a que ellos mismos se unan federándose para y por la dimensión política comunalista.

Olivier Besancenot y Michael Löwy le reprocharon a Bookchin su entrega al «culto del localismo», impidiendo así la instauración de una «planificación» ecosocialista a una escala mayor. ¿Qué piensas de esa crítica ?

Lo que siempre me sorprende de algunas personas dotadas de una cierta capacidad intelectual y de una sensibilidad afín, es su simplicidad a la hora de aludir el pensamiento de Bookchin. Tras alabar en uno de sus libros el papel pionero de Bookchin cuando predijo, ya en 1965, «varias ideas fundamentales, adelantadas a su tiempo, con las cuales no podemos sino comulgar», Besancenot y Löwy subrayan el carácter radical de su crítica marxiana de la economía política. Sin embargo, en la página siguiente ya empiezan los reproches: le endilgan la etiqueta de tecnófilo y de adalid de la abundancia. Y por si fuera poco, lo remachan burdamente diciendo: «como si los recursos del planeta fueran ilimitados»… El enfoque de Bookchin sobre la tecnología es mucho más sutil, y va mucho más allá de papel limitado que le asigna el pensamiento dominante, ya sea de derecha, de izquierda o ecosocialista. Su experiencia como obrero en una fundición le permitió entender la ambigüedad de la técnica: «Estandarizado por las máquinas, el ser humano se ha convertido en una máquina». Sin embargo, Bookchin no la consideraba en absoluto «neutra», sino el resultado directo de la «matriz social». Anticipando la emergencia del capitalismo verde, denunció «la invención de tecnologías más aceptables» que perpetúan «nuestra sociedad antiecológica». Por el contrario, en una sociedad emancipada con «una verdadera percepción de lo necesario», imaginó una ecotecnología localmente integrada como fuente de energía y de materias primas, que contaminara lo mínimo, incluso nada. Gracias a ella podríamos disfrutar de más tiempo para dedicarlo a la política y a todas las dimensiones creativas del ser humano, sin sentirse acechado por la angustia de la precariedad. Como tantos otros, Besancenot y Löwy llegan incluso a atribuirle a Bookchin un pensamiento casi exclusivamente localista, tanto desde un punto de vista político como económico. Sin embargo, sabía muy bien cómo responder a esa acusación: «En primer lugar, he de precisar que el municipalismo libertario no es localismo, lo cual, hay que señalar, podría fácilmente conducir a una regresión cultural o a un chovinismo reaccionario que, en todos los casos (¡por suerte!), sería económicamente imposible en la mayor parte del mundo. No, no soy localista, sino confederalista, y en concreto un confederalista municipal, es decir, pienso que las asambleas populares de los barrios han de estar vinculadas entre sí mediante personas delegadas (¡no representantes!), que participen en consejos confederales y, a partir de ahí, en consejos regionales, nacionales y continentales, de forma que los poderes administrativos fueran cada vez más limitados. Partiendo de esa interdependencia obligada de las economías locales, Bookchin no rechaza una «planificación». El problema es que esta palabra está muy viciada y recuerda a los desastres humanos y ecológicos de los países del Este. En 1965 escribía también: «Una tecnología al servicio del ser humano ha de basarse en la colectividad local y estar en consonancia con la colectividad local y regional. En esta escala, las fábricas y los recursos compartidos puede contribuir a la solidaridad entre las distintas colectividades. Puede permitirles confederarse, no solo sobre la base de intereses intelectuales y culturales, sino también de necesidades materiales comunes. Si se cimenta sobre los recursos y la idiosincrasia de cada región, se puede lograr un equilibrio entre autarquía, confederalismo industrial y una división nacional del trabajo». Si queremos llamarlo «planificación», por qué no, pero él tiene el mérito de haber aclarado que no se realizaría por medio del Estado, lo que por otra parte me parece bastante ambiguo en los ecosocialistas…

¿Cómo consigue articular el comunalismo libertario el impulso de las asambleas, forzosamente interclasistas, con la lucha de clases, considerada por Bookchin, como bien dices, como «un frente de lucha más»?

Para el comunalismo, no se trata de renunciar a la lucha de clases: seguirá produciéndose mientras sigan existiendo las clases. Pero en un momento dado de la Historia, en concreto a partir de 1930, el carácter, el sentido y la finalidad de estas luchas cambió. Con el fordismo y el incipiente consumismo, el proletariado fue perdiendo paulatinamente el papel de sujeto revolucionario que le atribuía Marx y los anarcosindicalistas. La victoria de Franco en España anunció el fin de la mayor revolución proletaria de todos los tiempos. Bookchin tuvo que sufrir en sus carnes, como sindicalista, el fracaso de las huelgas que movilizaron a 500.000 obreros en Estados Unidos en 1948 para llegar a admitirlo. Lo que desmoronó sus convicciones no fue tanto el hecho de haber perdido sino lo que siguió a ese fracaso. En muchas empresas, los dirigentes sindicales accedieron al comité de empresa y numerosos obreros se convirtieron en accionistas de la empresa. Por ello Bookchin concluyó que, en Estados Unidos, en los años 1960 y en un contexto marcado por un sindicalismo mayoritariamente anticomunista, conservador, incluso racista y xenófobo, esta lucha «en el sentido clásico, no ha desaparecido, sino que ha sufrido una suerte mucho más funesta, pues ha sido captada por el capitalismo». Ahora, la función de esta lucha se limita a mantener el poder adquisitivo y a corregir los abusos de las clases dominantes. No fue hasta 1970 cuando surgieron movimientos de rechazo al trabajo y de contestación del orden industrial y sindical.

Pero eso no significa que el municipalismo libertario haya abandonado la noción de lucha de clases: no solo la lleva a las fábricas, sino también al ámbito cívico y municipal. Este frente es importante, incluso fundamental, ya que, aunque Bookchin estuviera convencido de que la revolución no vendría de las fábricas, no hay que menospreciar el papel del proletariado que se encargan de los medios de producción. Ciertamente, estos medios no les pertenecen, pero son ellos, junto con los agricultores, quienes pueden garantizar la transición, el paso de una sociedad capitalista a una sociedad socialista. Por tanto, Bookchin hace un llamamiento a los comités de las fábricas controlados por asambleas de trabajadores, que a su vez se integren en asambleas municipales decisorias, para que cojan las riendas de la producción y de la organización del trabajo. Así es como el comunalismo impulsa la lucha de clases de igual modo que estimula, en las asambleas, la lucha contra cualquier forma de dominación. Ni la patronal, ni siquiera los obreros de las fábricas autogestionadas, son quienes han de decidir el tipo, la calidad y la cantidad de producción para responder a una oferta y una demanda ciegas, dictadas por los mercados: estas decisiones las rubricarán los trabajadores, pero en su condición de miembros de asambleas municipales. Estas deberán definir las verdaderas necesidades de toda la comunidad y de cada uno de los ciudadanos que la integran. Al socializar la municipalidad los medios de producción, el centro del poder económico pasa a la escala local, donde las «ecocomunidades» se encargan de la gestión total de la vida social. Afirmaba: «Debemos irnos a las raíces del término político polis […] para encontrar aquello que estaba en el origen del ideal de la Comuna y de las asambleas populares de la era revolucionaria». La política no puede ser sino cívica, en sentido riguroso, y por tanto también ética, en tanto en cuanto esta cubre el campo de las relaciones humanas, basadas en la racionalidad y la cooperación.

La espontaneidad revolucionaria y las revueltas urbanas están teniendo un cierto auge dentro de la izquierda anticapitalista contemporánea. Bookchin defendía ante todo la organización, la creación de un movimiento que contara con el mayor número de personas. ¿Somos, como él decía, demasiado impacientes?

La necesidad de hacer las cosas rápido se puede entender, ya que la represión es cada vez más violenta. Sin contar con que nos encontramos al borde del precipicio. Pero Bookchin era muy rotundo: «Lo siento pero las calles no nos organizarán. Solo un movimiento serio, responsable y estructurado puede hacerlo». Las fuerzas del orden capitalista han aumentado sus medios de control y represión: vigilancia digital, cámaras, una fuerza de ataque brutal y eficaz… En ese sentido, en la actualidad, no tenemos ninguna posibilidad de derrocar al sistema. Vale, pero imaginemos que se produce un cambio radical de la situación por la fuerza: ¿seríamos capaces de crear algo que se parezca a una utopía sin basarnos en los cimientos estructurales ya construidos?  Tan solo nos podríamos plantear esa improbable hipótesis desde una perspectiva armada, lanzando un ataque contra las instituciones para hacerse con el control del Estado: dicho de otro modo, enterrar cualquier proyecto revolucionario bajo una montaña de cadáveres. La espontaneidad revolucionaria se traduce en dispersión: está abocada al fracaso y a la desesperación. En cambio, si en lugar de oponerla a la organización, vemos esa espontaneidad como un impulso, entonces se vuelve, en sinergia con la organización, una fuente de energía vital considerable. En ese sentido, Bookchin subrayó que un movimiento contracultural necesitaba tanto «estructuras sólidas» y «contra instituciones» como el aliento salvador de la espontaneidad revolucionaria. La historia de las revoluciones nos muestra que cuanto más organizado, horizontalmente estructurado y culturalmente preparado esté un movimiento, más posibilidades tendrá de prosperar. Todo comienza con la persuasión: partimos de problemas concretos y cuando se produce el efecto contagio, entonces la puesta en práctica consigue despertar entusiasmo por la emoción de la vivencia. Es en ese momento cuando nos embarcamos en un proceso revolucionario. Un proceso ascendente que, con la adhesión del mayor número de personas establece una relación de fuerzas favorable al mismo. Y si el número de personas es una de las condiciones esenciales para la victoria, esta solo será posible con una organización estructurada y con una estrategia cuidadosamente pensada.

Has mencionado a Lordon. En su último libro, adelanta que, ante «el poder totalitario del capital», hay que contratacar con un titán igual de fuerte que él para poder destruirlo. Es lo que él llama «el punto L», de Lenin. Que la solución de «los islotes humanos» es inútil, puesto que las tendencias «proto-fascistas» de los Estados contemporáneos conllevarán la destrucción de cualquier alternativa local y fragmentada…

Sin duda digo lo mismo que sobre Löwy y Besancenot: es una lectura superficial de las tesis de Bookchin. Por ejemplo, como cuando Frédéric Lordon afirma: «Me atrevería a decir que la federación de comunes vendría sobre todo después: es lo que sigue al derrocamiento… Lo digo porque me cuesta pensar que los poderes estatales capitalistas vayan a dejar que prospere libremente una federación de comunes cuyo objetivo manifiesto sea derrocarlos. Es un escenario propio de Bookchin, y no creo para nada que fuera posible». En primer lugar, Lordon no explica con claridad su «punto L», pero, refiriéndose a Lenin, podemos suponer que está hablando de un déjà vu, un remake del Gran Día de la revolución de 1917, que el comunalismo rechazó (lo mismo que al Estado o al ejército, como tantos otros «titanes» para «destruir» al «poder totalitario del capital»).  Para el comunalismo, puesto que los medios llevan los fines en sus entrañas, esa «destrucción violenta» tan solo haría resucitar al poder en cuestión. Si para Bookchin se trataría de evitar el error estratégico de encomendarse en un titán con pies de barro, tampoco hay que optar por la incongruencia de los «islotes humanos».

Sin referirse directamente a los zapatistas, sus prácticas sí parecen resonar en las palabras de Bookchin: «En todo el mundo existen comunidades cuya solidaridad permite imaginar una nueva política sustentada en el municipalismo libertario, y que podrían finalmente constituir un contrapoder del Estado nación». Partiendo de esa realidad, aludió a la imperiosa necesidad de estructurar una organización para crear un movimiento: «Querría insistir en que, de darse el caso, tendríamos que estar hablando de un verdadero movimiento, y no de casos aislados donde los miembros de una sola comunidad tomaran el control de su municipio y la restructuraran basándose en asambleas de barrio. En primer lugar, tendría que existir un movimiento que transformara las comunidades, una tras otra, y estableciera entre los municipios un sistema de relaciones confederales, un movimiento que constituyera un verdadero poder regional». Y Bookchin añadió: «Sin una organización claramente definida, un movimiento corre el riesgo de caer en la tiranía de la ausencia de estructura. […] Si estudiamos de cerca la historia de las revoluciones pasadas, el principal problema que detecto es justamente la cuestión de la organización. Es un asunto crucial, sobre todo porque en una transformación revolucionaria, la naturaleza de la organización puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Lo que me ha quedado totalmente claro es que los revolucionarios deben crear una organización muy proactiva —una vanguardia, si utilizamos un término ampliamente utilizado hasta que la nueva izquierda lo envenenó asociándolo a los bolcheviques— que posea una paideia propia rigurosa, que cree una adhesión responsable de una ciudadanía informada e implicada, que posea una estructura y un programa y que cree sus propias instituciones, basadas en una constitución racional».

Dotarse de una organización conlleva elaborar una estrategia adaptada al lugar en cuestión. La estrategia zapatista es diferente a la del pueblo kurdo en Rojava. La organización de la relación de fuerzas, ese es el reto de la propuesta estratégica de Bookchin cuando habla de «doble poder». Un doble poder en tensión, para estructurar el movimiento y prepararlo para derrocar el poder del capital y sus instituciones, y no solo a escala local. Intentarlo sería ingenuo, incluso peligroso: para provocar la caída y la inmediata sustitución de las instituciones políticas del capitalismo, y por ende del Estado, por las de una confederación de federaciones municipales, es necesario hacerlo a una escala lo más amplia posible.

Pero oigámoslo de boca de Bookchin: «En el municipalismo libertario, el doble poder es supuestamente una estrategia cuyo objetivo es precisamente crear las instituciones libertarias de asambleas directamente democráticas que se opondrían al Estado y lo remplazarían. Su finalidad sería provocar una situación tal que ambos poderes —las confederaciones municipales y el Estado nación— no puedan coexistir, y donde más tarde o más temprano uno debe suplantar al otro. La confusión entre los medios y los fines es un problema del que siempre ha adolecido el movimiento revolucionario, pero el concepto de doble poder como medio de alcanzar el fin revolucionario y formar una sociedad racional permite salvar el abismo entre el método para construir una nueva sociedad y las instituciones que la estructurarían».

Es eso a lo que te refieres cuando hablas de la necesidad de «vaciar al Estado» que también menciona Bookchin,

Exacto.

Para remplazarlo por…

… nuestra propias instituciones de autogobierno, que se encontrarían latentes, pacientemente construidas en paralelo mientras durara esa tensión entre ambos poderes. Veamos de nuevo qué dice Bookchin: «Sin embargo, una vez que la ciudadanía sea capaz de autogestionarse, el Estado puede ser eliminado, tanto en el plano institucional como el subjetivo, y ser remplazado por una ciudadanía libre y educada en asambleas populares». Esa es la grandeza de la filosofía política griega: educar para crear ciudadanos competentes, capaces de pensar y de utilizar armas para garantizar su defensa y las de la democracia.

 

Fuente: Publicado originalmente en Revue Ballast. Traducción de Cristina Fernández Orellana para Ecología Social y municipalismo libertario.

Libros relacionados:

La moral anarquista. Justicia y moralidad. Piotr Kropotkin    

Nota:

[1] Frédéric Lordon (1962) es un economista y sociólogo francés. Aboga por el desarrollo de una economía política espinosista y sus trabajos inciden de manera crítica sobre la lógica del capitalismo accionarial, los mercados financieros y sus crisis. Colaborador habitual de Le Monde diplomatique, en sus artículos ha defendido frecuentemente la necesidad de salir del euro y la de devolver la soberanía a los pueblos europeos.

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