
Apenas dos meses después de la muerte de Hume, Rousseau estuvo cerca de seguir su mismo camino.
Tras regresar de Inglaterra, Rousseau pasó casi tres años en el castillo del príncipe Conti en Normandía, protegido de la ley y de sí mismo y continuando la redacción de las Confesiones. De manera previsible, el autor que ponía su alma al descubierto de una manera tan audaz en su autobiografía, acabó cansándose de vivir bajo una falsa identidad y cerrado bajo llave. Solicitó ser liberado y finalmente aunque con renuencia el príncipe consintió en ello. Tras vagar durante un año por Lyon y sus alrededores y de casarse con Thérèse en reconocimiento a sus décadas de lealtad, Rousseau regresó a París en 1770 y una vez más pasó a llamarse Jean-Jacques Rousseau.[1] Aunque la orden de detención emitida ocho años antes por el Parlamento de París seguía en vigor, le dieron garantías de que no sería molestado por las autoridades siempre que se abstuviese de publicar más obras. “El regreso de este hombre extraordinario… ha proporcionado durante unos cuantos días un tema de conversación en París… Su presencia atrajo a una gran multitud y la gente salía a la calle para verlo pasar”. Así explicaba su regreso Grimm, que seguía los movimientos de Rousseau con una fascinación morbosa, añadiendo maliciosamente: “Se ha desembarazado de su misantropía al mismo tiempo que de su atuendo armenio y se ha vuelto cortés y se pasa todo el tiempo sonriendo como un bobo”.
Desprovisto de su atuendo armenio, aunque no de su notoriedad, Rousseau pasaba las mañanas copiando partituras y las tardes haciendo expediciones botánicas por los bosques cercanos de Vincennes y Boulogne. El 24 de octubre de 1776, después de comer, salió de su apartamento en la rue Platrière y se dirigió a pie hacia el norte en dirección a Ménilmontant, dispuesto a recoger su cosecha diaria de flores y plantas. Ménilmontant –desde hace ya mucho tiempo absorbido por París, justo encima del Père Lachaise y conteniendo en su interior el Parc des Buttes-Chaumont, un ejemplo de finales del siglo XIX del kitsch arcadiano parcialmente inspirado por el culto roussoniano de la naturaleza– era todavía, en tiempos de Rousseau, una aldea genuina cuyos viñedos y campos dominaban la ciudad. Recogiendo diversas especies de flora, incluida el raro cerastium aquaticum (alsine o pamplina de agua), que preservaba cuidadosamente entre las páginas de su cuaderno, Rousseau seguía sin encontrarse a gusto ni con los demás ni consigo mismo. Proyectaba sobre la campiña circundante, igual que había hecho sesenta años antes en Bossey, su propia melancolía interior. Las desnudas ramas de los árboles y las peladas parras de los viñedos “ofrecían en todas partes una imagen de soledad y anunciaban la proximidad del invierno”. Pensamientos agridulces pasaban por la mente de Rousseau mientras paseaba por el campo. Se veía a sí mismo “al final de una inocente y desafortunada vida… Solo y abandonado sentía el frío azote de las primeras ráfagas de viento del invierno”. Mientras se acercaba a la aldea sosteniendo contra su pecho el cuaderno lleno de plantas, Rousseau suspiraba: “¿Qué hago yo en este mundo? Aunque hecho para vivir, estoy muriendo sin ni siquiera haber vivido”.
Rousseau no sabía lo cerca que estaba de la verdad. Estaba anocheciendo y él caminaba por la calle principal que desde Ménilmontant se introducía en París. Profundamente absorto en sus pensamientos se dio cuenta demasiado tarde de que un gran danés corría a galope tendido junto a un carruaje que avanzaba a toda velocidad por la misma calle. El perro hizo caer a Rousseau, que se dio un fuerte golpe en la cabeza que le dejó inconsciente. Irónicamente, el vehículo responsable de aquel singular accidente llevaba en su interior al líder del Parlamento parisino, Le Pelletier de Fargeau. Pese a su reputación de adusto jansenista, Le Pelletier acababa de pasar la tarde fuera de París en una cita con su amante y estaba volviendo apresuradamente a la ciudad para llegar a tiempo a una reunión oficial. Habiendo fracasado en su intento de detener a Rousseau quince años antes, parecía que el Parlamento de París conseguía ahora la revancha. “M. JeanJacques Rousseau ha fallecido a consecuencia de las heridas sufridas al caer”, informó el Courrier d’Avignon: “Vivió en la pobreza y ha muerto en la miseria; y la rareza de su destino le ha acompañado siempre hasta el umbral mismo de la tumba. Nos apena no poder hablar aquí de los talentos de este elocuente escritor; nuestros lectores tienen que saber que el abuso que hizo de dichos talentos nos impone ahora a nosotros el más riguroso silencio”.
Pronto quedó claro, sin embargo, que los obituarios eran prematuros. Magullado y ensangrentado, Rousseau estaba todavía vivo y pronto recuperó la conciencia después de la colisión. En cierto sentido, sin embargo, había muerto para renacer. Lo primero que vio al recobrar la conciencia no fue el puñado de curiosos que le estaban mirando, sino el cielo y las brillantes estrellas que se extendían sobre él. En las Ensoñaciones de un paseante solitario trata de describir sus sensaciones.
Fue como si volviese a nacer y me pareció que estaba llenando todos los objetos que percibía con mi frágil existencia. Completamente absorto en el momento presente, no recordaba nada; no tenía una noción clara de mi persona ni la menor idea de lo que me había pasado; no sabía ni quién era ni dónde estaba; no sentía ningún dolor, temor ni preocupación. Observaba manar mi sangre como si estuviera viendo correr un riachuelo, sin ni siquiera sospechar de ningún modo que aquella sangre era la mía. Una calma embelesada embargaba todo mi ser.
Ese momento rivaliza con otro momento anterior, el del camino a Vincennes, pero con una diferencia fundamental: en la primera epifanía Rousseau tradujo al mundo, mientras que en este segundo éxtasis fue él quien quedó traducido o embelesado por el mundo. El filósofo errante vivió aquel accidente como una forma de liberación: un momento providencial que le llevó de la muerte espiritual al renacimiento. El gran danés hizo retroceder a Rousseau en el tiempo hasta un momento anterior cuando, en compañía de otro perro, su compañero Sultán, ambos contemplaban las ondulaciones de la superficie del agua en el lago de Bienne. Una vez más Rousseau había perdido toda noción del tiempo y se había liberado de su estado de autoconciencia.
Aprender a morir había sido siempre una de las grandes preocupaciones de Rousseau. Siempre había afirmado que el descubrimiento de la muerte y su inevitable cortejo de terrores era una de las consecuencias trágicas de nuestro ascenso desde el estado de naturaleza a la civilización. Como ha señalado un comentarista, el hecho de que Rousseau se dé cuenta de que “la vida puede extinguirse convierte a la vida, que es la condición misma del vivir, en un fin en sí mismo”. Asediados por nuestra imaginación, prisioneros de nuestras ilusiones, olvidamos lo que nuestros antepasados sabían, aunque no fuesen capaces de articularlo: que la muerte forma parte de la vida, que no es una ruptura con ella. “Naturalmente el hombre sabe cómo sufrir con tesón y cómo morir en paz. Son los médicos con sus recetas, los filósofos con sus preceptos y los sacerdotes con sus exhortaciones quienes envilecen su corazón y le hacen desaprender cómo morir”.
Dos años después de aquel accidente, en mayo de 1778, Rousseau se trasladó, en compañía de Thérèse y de su inacabado manuscrito de las Ensoñaciones, a Ermenonville, la finca rural del marqués de Girardin, un admirador que había invitado al filósofo a retirarse entre sus meticulosamente diseñados y bien cuidados jardines. La mañana del 2 de julio, tras regresar de su paseo diario y mientras tomaba una taza de café con leche, Rousseau sintió un hormigueo en los pies y un intenso dolor de cabeza y cayó desplomado al suelo, inconsciente. Trasladado a la cama por Thérèse, murió unas horas más tarde, víctima de una masiva apoplejía. A pesar de las muchas versiones, todas ellas sentimentales e interesadas, que dio posteriormente Thérèse de sus últimos momentos, lo más probable es que Rousseau muriese de una forma muy diferente a como había vivido: en silencio. Pillado de sorpresa por la muerte, Rousseau se vio privado de la ocasión, que sí le había sido concedida a Hume, de pronunciar una frase final o de hacer un último gesto solemne. Habiendo empezado su vida “casi muerto”, como dice él mismo en las Confesiones, Rousseau completó finalmente su improbable viaje, pero esta vez él no estaba allí para interpretarlo.