Alrededor del comienzo de la primera guerra mundial, cuando entre los intelectuales europeos «ortodoxia marxista» sonaba a vulgaridad y estupidez, uno de los escritores más brillantes y sutiles de Centroeuropa, György —o Georg, según la portada de sus muchas obras alemanas— Lukács, abandonó el trabajado estilo conceptista que ya le había dado fama entre sus colegas y, mientras buscaba un lenguaje de simple decir cosas y exhortar a practicarlas, escribió un ensayo titulado ¿Qué es marxismo ortodoxo? en el que construía una tajante manifestación de ortodoxia marxista. «Esa ortodoxia» —escribe nada más empezar el ensayo— «es la convicción científica de que en el marxismo dialéctico se ha descubierto el método de investigación correcto, que ese método no puede continuarse, ampliarse ni profundizarse más que en el sentido de sus fundadores. Y que, en cambio, todos los intentos de ‘superarlo’ o de corregirlo han conducido y conducen necesariamente a su deformación superficial, a la trivialidad, al eclecticismo» (HCC 2)1. Han pasado casi cincuenta años desde que Lukács, muerto hace poco, publicó esa declaración de ortodoxia marxista. Durante ese medio siglo Lukács ha estado siempre presente en la autoconsciencia del marxismo. La noción de ortodoxia marxista, que es el centro de toda reflexión del marxista sobre sí mismo, puntúa la obra de Lukács en este medio siglo. Es un tema adecuado para hacer memoria del viejo filósofo desaparecido, uno de los últimos intelectuales comunistas de los que intervinieron activamente en 1917-1919.
La ortodoxia marxista del joven Lukács de 1923 es tan enérgica como poco amiga de dogmas. El siguiente célebre párrafo, de cita obligada en toda conmemoración, la expresa con énfasis: «[…] suponiendo —aunque no admitiendo— que la investigación reciente hubiera probado indiscutiblemente la falsedad material de todas las proposiciones sueltas de Marx, todo marxista ‘ortodoxo’ serio podría reconocer sin reservas todos esos nuevos resultados y rechazar sin excepción todas las tesis sueltas de Marx sin tener en cambio que abandonar ni por un minuto su ortodoxia marxista […]. En cuestiones de marxismo la ortodoxia se refiere exclusivamente al método» (HCC 1-2). El método marxista es para Lukács la dialéctica, la comprensión del mundo como cambio, como campo de la revolución. En cambio, el marxismo de dogmas es para él el marxismo de Kautsky, de Bernstein, de Hilferding, de Bauer, de los Adler, despreciado por Lukács hasta la injusticia porque ve que sus acumulaciones de saber marxista —acaso verdadero— sobre la historia y la economía no desembocan en ningún impulso revolucionario. Hasta en su vejez ha estado Lukács satisfecho de esa caracterización del marxismo que pone a éste, por de pronto, en otro plano que el de los conocimientos científicos ordinarios (puesto que éstos pueden cambiar sin alterar la ortodoxia marxista). En el prólogo autocrítico puesto en 1967 a todos los textos que componen su célebre obra juvenil Historia y consciencia de clase (uno de los principales clásicos de la filosofía y del pensamiento político del siglo) ha escrito al respecto: «Ya las observaciones introductorias [al ensayo ¿Qué es marxismo ortodoxo?] ofrecen una determinación de la ortodoxia en el marxismo que, según mis presentes convicciones, no sólo es objetivamente verdadera, sino que también hoy, en la víspera de un renacimiento del marxismo, podría tener una influencia considerable».
Efectivamente, lo que está ocurriendo en el marxismo desde el doble y discorde aldabonazo de 1968 tiene, por debajo de las apariencias, mucho más que ver con el marxismo del método y de la subjetividad de Lukács que con el marxismo del teorema y de la objetividad de Althusser, por ejemplo, o de los dellavolpianos, sin que, desde luego, se haya de incurrir hoy en el desprecio del conocimiento empírico objetivo que caracteriza el idealismo de la «ortodoxia» marxista del Lukács de 1923.
Lukács insertaba su tesis sobre la ortodoxia marxista, la tesis del marxismo como dialéctica, en la filosofía idealista de tradición hegeliana en que se constituyó su propia autonomía filosófica respecto de sus primeros maestros, los filósofos neokantianos de las ciencias de la cultura. Lukács busca en Marx la corroboración de la lectura de Hegel como pensador revolucionario, y no le es difícil encontrar en el joven Marx —entonces sólo conocido en parte, pero asombrosamente reconstruido por la profunda penetración de Lukács— la confirmación de su tendencia idealista revolucionaria. Marx, recuerda Lukács, «ha enunciado claramente las condiciones de la mentada relación [la unidad] entre la teoría y la práctica. «No basta con que la idea reclame la realidad; también la realidad tiene que tender al pensamiento»». Y Lukács sigue citando a Marx: «Entonces se verá que el mundo posee desde hace mucho tiempo el sueño de una cosa, de la que basta con tener consciencia para poseerla realmente» (HCC 2-3).
De esas nociones de Marx en que resuena el lenguaje de Hegel —e interpretándolas en un sentido bastante idealista— va a partir Lukács para recuperar su Marx revolucionario frente al Marx empírico y mero teorizador de los autores de la II Internacional. Se puede decir que fueron tres los caminos de recuperación del Marx revolucionario en la crisis de la socialdemocracia: el equilibrado camino abierto por Lenin, que consiste en subrayar el factor subjetivo de la concepción marxista, pero sin dejarlo desbordarse en un idealismo; el camino caracterizado por este desbordamiento idealista, la contraposición de un Marx idealista al marxismo limitadamente materialista y cientificista de la socialdemocracia, ignorante de la dialéctica: éste es el camino del joven Lukács, del joven Gramsci, del joven Togliatti, de tantos jóvenes intelectuales comunistas de los años 20; por último, el camino, muy minoritariamente seguido, de los comunistas positivistas, Bogdánov-Pannekoek, Korsch, etc., los cuales recusan la dogmática socialdemocrática añadiendo la teoría machiana del conocimiento a la voluntad revolucionaria marxista. Es notable que igual los positivistas que los idealistas dieran en el extremismo. Lenin, movido a la vez por eso y por el idealismo manifiesto de la obra maestra juvenil de Lukács, la criticó duramente en su ataque al izquierdismo. Y Zinoviev, ya entonces obsesionado por el deseo de ser reconocido como «el» discípulo de Lenin, aun recargó la medida de esa crítica.
La raíz más profunda de la «ortodoxia» marxista idealista del joven Lukács de 1923 es una trasposición revolucionaria de la tesis hegeliana de la identidad entre sujeto y objeto. Para Hegel el proceso del conocimiento se aquieta en una identificación del sujeto con el objeto del conocimiento, que recupera escatológicamente en lo «último» de la historia la unidad del origen. Para Lukács, el comunismo es función de la aparición del proletariado, el cual, al transformarse, al adquirir consciencia revolucionaria, transforma la sociedad, cumple, pues, una peculiar unidad de sujeto y objeto en que se aquieta el proceso de la lucha de clases y se recupera escatológicamente la unidad de origen: «Sólo si […] esa clase [el proletariado] es al mismo tiempo, para ese conocimiento [dialéctico, revolucionario], sujeto y objeto del conocer, y la teoría interviene de este modo inmediata y adecuadamente en el proceso de subversión de la sociedad; sólo entonces es posible la unidad de la teoría y la práctica, el presupuesto de la función revolucionaria de la teoría» (HCC 3).
En realidad, el conjunto del pensamiento del joven Lukács es menos idealista de lo que indica ese texto, elegido con intención ilustradora, en el que la unidad de la teoría y la práctica resulta exigir la identidad del sujeto con el objeto del conocimiento y de la actitud revolucionarios. Lukács no recoge simplemente la doctrina hegeliana, sino que la adapta, intentando invertirla en un sentido si no materialista sí al menos realista. Poco antes de las líneas citadas había escrito, empezando la serie de los condicionales: «Sólo si el paso a consciencia significa el paso decisivo que el proceso histórico tiene que dar hacia su propio objetivo, compuesto de voluntades humanas, pero no dependiente de humano arbitrio, no invención del espíritu humano; sólo si la función histórica de la teoría consiste en posibilitar prácticamente ese paso; sólo si está dada una situación histórica en la cual el correcto conocimiento de la sociedad resulta ser para una clase condición inmediata de su autoafirmación en la lucha; sólo si […]». Aquí el único elemento indudablemente idealista es esa condición de que el paso a consciencia sea el paso decisivo. El resto es trasposición de la doctrina de Hegel a la historia real. Pero siempre queda el hecho de que para Lukács la unidad dialéctica de la teoría y la práctica exige esa identidad del sujeto (el proletariado) consigo mismo como objeto. En el fondo de esa tesis intelectualista está paradójicamente la acepción de que el conocimiento se consuma en la práctica. Lukács piensa que eso sólo ocurre con un conocimiento privilegiado —el revolucionario— y con un sujeto que se pueda identificar con su propio objeto. Y eso sólo puede pasarle a un sujeto que al autoconocerse se constituya a la vez como sujeto y como objeto, en un mismo acto. La implicación idealista es que con eso quedaría consumada la revolución. Y en este punto el materialista marxista tiene que negarse, naturalmente, a seguir al joven Lukács. Como también tiene que negarse a seguirle en la implicación epistemológica de la doctrina, a saber, la exclusión de la naturaleza, conocimiento dialéctico, como si el conocimiento de la naturaleza no se consumara, también él, en la práctica. El buen sentido de Lukács le impide decir, como Hegel, que el sujeto se identifique con la naturaleza. Pero eso le impone la necesidad, epistemológicamente propia de un idealismo subjetivo, de excluir a la naturaleza del verdadero conocimiento, del conocimiento dialéctico, entendido como identificación de sujeto y objeto (HCC 5).
La motivación revolucionaria del idealismo de la «ortodoxia» marxista del joven Lukács es manifiesta. Su segunda formación filosófica, basada en Hegel, puede haber pesado lo suyo. Pero el mismo rodeo hegeliano fue en parte un expediente de época para rehacerse un marxismo revolucionario. Togliatti, contemporáneo de Lukács, contestó una vez a la crítica de idealismo hecha al comunismo suyo, de Gramsci, Terracini, etc. en los años 20 diciendo que él, Gramsci y los demás, habían llegado al marxismo igual que Marx: a través de un idealismo objetivo más o menos hegeliano, mucho en el caso de Lukács y en el de Togliatti, que tradujo a Hegel; poco en el caso de Gramsci. Frente al Marx «científico puro» de la socialdemocracia Lukács busca a través de Hegel el Marx «gran dialéctico» de la revolución: «Nada de Marx como ‘destacado científico’, como economista y sociólogo. Ya entonces» —escribe Lukács en 1955, en Mi camino hacia Marx, refiriéndose a los años 20— «barrunté al pensador abarcante, al gran dialéctico».
Para el joven Lukács, «el método de Marx es la dialéctica revolucionaria» (Táctica y ética, 1919, en IP 20)2. Y como la «ortodoxia» marxista es según él respeto del método, resulta que toda la ortodoxia marxista es simplemente dialéctica revolucionaria. En Historia y consciencia de clase, cuatro años más tarde, el tema principal es el mismo: «La dialéctica materialista es una dialéctica revolucionaria» (HCC 2). Los textos más significativos de Lukács a este respecto indican que, contra lo que suele creerse, acaso estuvo antes, como queda insinuado, la voluntad revolucionaria que la inmersión en Hegel. Este texto, por ejemplo: «La claridad acerca de esta función [revolucionaria] de la teoría es al mismo tiempo el camino que lleva al conocimiento de su naturaleza teorética, el método de la dialéctica» (HCC 3). Aquí es la consciencia revolucionaria la propedéutica de la dialéctica, y no al revés.
La identificación del proletariado como sujeto de la revolución y la definición de la ortodoxia marxista como dialéctica revolucionaria tienen una consecuencia que el joven Lukács no vaciló en explicitar radicalmente: «Todo proletario es, por su pertenencia a la clase, marxista ortodoxo» (IP 38). «La esencia metódica del materialismo histórico no puede separarse de la actividad «práctico-crítica» del proletariado: ambas son momentos del mismo proceso de desarrollo de la sociedad. Y por eso tampoco el conocimiento de la realidad facilitado por el método dialéctico puede separarse del punto de vista de clase del proletariado. El planteamiento «austro-marxista» de la separación metódica entre la «pura» ciencia del marxismo y el socialismo es un pseudoproblema, como todas las cuestiones análogas. Pues el método marxista, la dialéctica materialista como conocimiento de la realidad, no se consigue más que desde el punto de vista de clase, desde el punto de vista de la lucha del proletariado» (HCC 24).
Aunque se ha indicado alguna vez —los dellavolpianos lo hacen a veces con intención crítica—, quizás no se ha subrayado suficientemente el mérito propiamente científico de esa insistencia del joven Lukács en diferenciar el marxismo de la ciencia común, en versión moderna burguesa o antigua. Lukács ha valorado más que el mismo Lenin —al menos, por escrito— la «fuente y parte integrante del marxismo» que menos se suele subrayar: el movimiento obrero. «No es ninguna coincidencia casual» — escribió aún Lukács en 1954, en su ensayo Sobre el desarrollo filosófico del joven Marx—«el que la clarificación y consolidación de la concepción socialista del mundo del joven Marx coincida en el tiempo con la primera aparición revolucionaria del proletariado alemán, con la insurrección de los tejedores de Silesia de 1844» (IP 508).
De todos los marxistas de la subjetividad o «de la práctica» (incluido Lenin), el joven Lukács es el más preparado filosóficamente —por su buen conocimiento de la matriz filosófica del marxismo— para explicitar el carácter esencialmente práctico y de clase del pensamiento de Marx.
La concepción del proletariado del joven Lukács habría podido chocar con la de Lenin, más marxiana y más kautskiana. Una noción tan arbitrariamente idealista como la de «consciencia atribuida» o «imputada», centro de Historia y consciencia de clase, tiene que haber irritado a Lenin, no sólo a Zinoviev. El joven Lukács entiende por ella que lo decisivo para estimar la consciencia de clase de un proletariado es la que se le debería atribuir en razón de la situación histórica, y no la consciencia empíricamente observada entre los obreros. Pero el hecho es, que, acaso inconsecuentemente con su visión metafísica de la historia, el joven Lukács coincide cautamente con Lenin en considerar decisiva la función educadora del partido. En el ensayo de 1920 La misión moral del partido comunista escribía ya, como Lenin mismo, al que entonces conocía insuficientemente: «Tras haber sido el educador del proletariado para la revolución, el partido comunista tiene que convertirse en educador de la humanidad para la libertad y la autodisciplina. Pero no conseguirá cumplir esa misión más que si ejerce su obra educativa desde el principio sobre sus miembros».
El idealismo del joven Lukács tiene, pues, la justificación de un intento, aunque hipertrofiado, de practicar la operación leninista: revalorizar el elemento subjetivo del marxismo frente al objetivismo y al cientificismo de la socialdemocracia. En el epílogo de 1957 a Mi camino hacia Marx Lukács ha aludido a esa motivación de su idealismo juvenil, comparándola con la de Lenin: «A comienzos del período del imperialismo, Lenin ha desarrollado la importancia del factor subjetivo más allá de las doctrinas de los clásicos» (IP 652). Queda el hecho de que, cualquiera que fuera la motivación, el resultado era efectivamente un idealismo, tan poco consistente como cualquier otro para guiar la práctica revolucionaria. Como ha dicho autocríticamente Lukács en 1967, su pensamiento juvenil negaba en la práctica la naturaleza (HCC XVIII), desconocía que el trabajo es una categoría imprescindible en el análisis de la realidad social (HCC XVIII) y disipaba la realidad política con implicaciones tan peligrosas como la reducción, en Táctica y ética, de «la fuerza del estado burgués» a «la creencia del proletariado en esa fuerza» (IP 36). Pero lo más grave es que llegaba inevitablemente —aunque en el caso de Lukács ese resultado natural del idealismo sea, dadas sus motivaciones, paradójico— a la anulación real de la práctica en la hipertrofia idealista e intelectualista de la teoría. En Historia y consciencia de clase el joven Lukács reprochaba al Engels del Anti-Dühring el no atenerse estrictamente a Hegel para definir lo metafísico, o sea, el no definir precisamente como metafísico el pensamiento contemplativo que deja inmutado su objeto. La consideración metafísica, prosigue, «es siempre y sólo contemplativa, no se hace práctica, mientras que para el método dialéctico el problema central es la transformación de la realidad. Si no se tiene en cuenta esa función central de la teoría, se hace del todo problemática la excelencia» de la dialéctica (HCC 4). Desde luego que Lukács no estaría pensando explícitamente en una dialéctica como la hegeliana, que transforma el objeto porque éste es en sustancia mental. Pero la contaminación idealista es evidente ya por el mero hecho de que en el contexto de la idea de «transformación» de la realidad falta la idea de práctica material.
La consiguiente disipación de la práctica misma era demasiado contradictoria con la motivación revolucionaria del propio Lukács. Por eso las críticas de Lenin y Zinoviev debieron de caer en terreno ya agrietado, bien dispuesto, pues, para que arraigara la semilla.
Hacia 1924 empieza el «tercer período», según lo ha llamado Lukács, de su marxismo. El primero fue el de la mera curiosidad de estudiante, como en el caso de Gramsci, y vio a Marx como «científico destacado», a la vez respetado y atacado por los maestros académicos; el segundo la lectura hegeliana de Marx, a la que se ha hecho referencia hasta ahora; el tercero es el de la lectura leninista de Marx, que se anuncia en el hermoso ensayo de Lukács sobre Lenin. El mecanismo desencadenador de este «tercer período» de la ortodoxia marxista de Lukács no se reduce, sin embargo, a la lectura de Lenin. Otra vez opera, con la misma fecundidad de siempre, la primera «fuente y parte integrante del marxismo»: «Sólo la fusión con el movimiento obrero revolucionario, fruto de una práctica de años» —ha escrito Lukács en 1955 (Mi camino hacia Marx, IP 328)— «y la posibilidad de estudiar las obras de Lenin […] abrieron el tercer período de mi ocupación con Marx».
Este tercer período es el del clasicismo de Lukács. Su fundamento es una contradicción muy interesante que tal vez podría servir para caracterizar toda una época del movimiento comunista. Hay, por de pronto, en el Lukács de maduración de la segunda mitad de los años veinte, la decepción por el incumplimiento de las previsiones de revolución mundial. Al efecto de esa decepción hay que sumar la crítica por Lenin del izquierdismo que Lukács había profesado en el período anterior y el fracaso completo de «Blum» —nombre conspirativo de Lukács en la clandestinidad— en su intento de influir en la política de su partido. (Esta última decepción fue tan grande que, según él mismo ha contado más o menos ingenuamente —más bien menos que más, creo yo— le convenció de que era un incapaz como político y le hizo abandonar para siempre toda lucha por la definición de la política de su partido.) Pero, por otro lado, la consolidación del poder stalinista —Lukács creyó siempre en la razón histórica de Stalin, pese a su enérgico antistalinismo en materia de organización del poder socialista— le devolvió un optimismo histórico seguro, aunque cauteloso (pues contaba con plazos bastante largos) y le inspiró como tarea de su vida el «lanzar un puente» entre el pasado cultural y el futuro comunista. Esta tarea «pontifical» caracteriza la «ortodoxia marxista» del Lukács de 1930-1970, el Lukács de los grandes estudios literarios, del Joven Hegel de la Estética y de la Ontología del ser social. Todas esas grandes producciones del Lukács clásico quieren ser puentes, son intentos de abrir camino sistemáticamente —o sea, desde casi todas las vertientes de la consciencia— hacia el futuro. El lenguaje de Lukács se hace entonces académico, a menudo pesadamente académico, en consonancia con la tarea «pontifical». El Lukács clásico es un polihístor, un escritor casi enciclopédico, pero principalmente historiador, que intenta dar toda una visión de la realidad, integrada en la historia, para facilitar comprensión del presente por el pasado y por el futuro. Su modelo es a veces el viejo Goethe imperturbable y algo sardónico, y siempre el Marx maduro de los años 1860: «se ha de considerar la afirmación de Marx —tan sólo existe una ciencia única coherente de la historia, que abarca desde la astronomía hasta la llamada sociología— como hecho fundamental del ser» (C 27)3.
La crisis del stalinismo fue también una crisis de Lukács. Según ha contado varias veces, Lukács se había acostumbrado a llevar sordamente adelante un forcejeo tenaz contra la política cultural staliniana y zdanoviana; pero el nervio, la energía para esa pugna le venía precisamente de la profunda convicción del acierto de las decisiones básicas que constituyen el stalinismo: estatalización en un solo país, política de alianzas, rigor administrativo, conformismo científico-cultural en atención paternalista al atraso de las masas gobernadas tradicionalmente. Las tomas de posición de Lukács contra Trotski (con respeto) y contra Bujárin (con injusto desprecio incluso en lo personal) son elocuentes. Esa convicción empieza a resquebrajarse (pero sin hundirse nunca) en 1948, año en el cual, con la cristalización de la guerra fría, Lukács ve amenazada de hundimiento su esperanza en un desarrollo progresivo de la alianza antifascista de la guerra y piensa que el movimiento comunista repite los errores de 1920, esto es, su propio error (de Lukács) de extremismo. (Esta es la hora de Rákosi y Geroe en Hungría.) En el marco de las dificultades de los países de base nocapitalista de la Europa del este, la crisis del stalinismo de Lukács culmina en la catástrofe húngara de 1956. Lukács es entonces, a título provisional, ministro del primer gobierno Nagy y vive, como es sabido, la tragedia sangrienta de aquel grupo: él fue uno de sus pocos supervivientes de nombre famoso. La crisis madura en Lukács, y éste, con su coherencia habitual, la trabaja en profundidad.
En realidad, Lukács había visto muy pronto el riesgo de lo que luego sería la vía stalinista, predibujado ya en tiempos de Lenin. En 1919 había escrito en La función de la moral en la producción comunista: «El proletariado se aplica la dictadura a sí mismo. Esta medida es necesaria en interés de la supervivencia del proletariado cuando faltan el recto conocimiento y la voluntaria orientación por los intereses de clase. Pero no hay que esconderse que este camino oculta muchos peligros para el futuro» (IP 79, subrayado M. S.).
Esas palabras se verificaban trágicamente en 1956, y desde entonces se agudizaba la sensibilidad autocrítica de Lukács. En Lukács, como en cualquier comunista inteligente, crítica del stalinismo es autocrítica, porque no es sensato creerse insolidario de treinta años del propio pasado político, aunque uno tenga sólo veinte. Señaladamente, Lukács ha indicado la raíz de la «deformación teórica» staliniana en la mala relación de la teoría con la práctica: «[…] el gran salto que se produjo desde Lenin hasta Stalin consistió justamente en que en la filosofía stalinista —si se me permite la expresión— correspondió el papel principal a la resolución táctica de la política práctica de cada caso, de suerte que la teoría moral quedó degradada a la condición de guarnición, de superestructura, de embellecimiento, no teniendo ya ninguna influencia sobre la resolución táctica» (C 206).
La decisión de tomarse en serio la autocrítica del stalinismo le valió pronto el ataque de la filosofía académica. El n.° 10 de Voprosy filosofa de 1958 publicaba un editorial del que procede este párrafo: «Como muestra la creciente crítica a los trabajos de Lukács, éste ha adoptado desde hace mucho tiempo una posición oportunista, pequeño-burguesa. Ha disimulado la contraposición existente entre la ideología burguesa y la socialista, y ha disminuido el papel que corresponde a la clase obrera y a su concepción del mundo en la lucha por la democracia y el socialismo; ha intentado ocultar la contradicción principal del presente —la contradicción entre el socialismo y el capitalismo, entre la clase obrera y la burguesía— pronunciando abstractos discursos sobre una contradicción entre la democracia y la antidemocracia «en general»» (IP 775).
Como se podrá ver por textos que se aducirán, el conjunto del ataque es una insidia. Pero tiene más pretexto que otras calumnias de los expertos académicos de Voprosy filosofa. Parece, en efecto, como si, desde la estabilización relativa del capitalismo en Europa en los años 20, la crítica de Lenin a su izquierdismo juvenil y la experiencia del triunfo del nazismo mientras la III Internacional convocaba, entre los congresos V y VII, a la lucha contra la socialdemocracia, Lukács estuviera traumatizado por el temor a errores catastróficos. Hay que decir que la burocratización de los poderes de origen socialista no podía animarle mucho a superar posiciones defensivas aliancistas del tipo «frente democrático», etc. Por este camino construye Lukács después de la segunda Guerra Mundial su básica línea de democratismo coexistencialista, que tiene su expresión típica en el discurso La concepción aristocrática del mundo y la democrática, muy anterior a Jruschov, pues es de 1947. Se trata para Lukács de evitar lo que llama «la repetición histórico-universal del error básico de los años veinte», el aislamiento del movimiento obrero revolucionario (la frase entrecomillada es de 1957, IP 652). Junto con la crisis del stalinismo, los forcejeos sin solución del movimiento comunista en los países de capitalismo avanzado redondean para Lukács un cuadro que le sume en profundo pesimismo político. Los plazos largos aceptados con el modelo stalinista se le convierten ahora en plazos larguísimos. Esta posición se expresa claramente en las Conversaciones de 1966:
Lukács analiza el capitalismo actual, la llamada «sociedad de consumo» del capitalismo monopolista e imperialista, como resultado de la generalización del modo de producción capitalista a toda la producción de bienes de consumo y a los servicios. El análisis es muy ortodoxo en su planteamiento: parte de la creciente importancia de la plusvalía relativa determinada por la ulterior ampliación relativa de la cuota del capital cons tante en la composición orgánica del capital: «[…] esta transformación del capitalismo consistente en el papel predominante jugado por la plusvalía relativa crea una situación nueva, en la que el movimiento obrero, el movimiento revolucionario, está condenado a recomenzar; situación» —añade tras ese negro diagnóstico y a la vista de ciertos sectarismos neoizquierdistas— «en la que presenciamos un renacimiento, en formas muy deformadas y cómicas, de ideologías que aparentemente están superadas hace mucho tiempo, como, por ejemplo, el antimaquinismo de finales del siglo XVIII» (C 82). «Tenemos que tener consciencia clara de que se trata de un nuevo comienzo o —si se me permite la analogía— de que no nos encontramos ahora en los años veinte del siglo xx, sino en cierto modo en los comienzos del siglo XIX, tras la revolución francesa, cuando comenzaba a formarse lentamente el movimiento obrero» (C 82). «[…] Yo no compararía la [situación] histórica [actual] con la de Marx y Engels, pues no debe olvidar usted que cuando aparecieron en escena Marx y Engels ya se daban grandes huelgas en Francia y estaba el movimiento cartista en Inglaterra» (C 155). Y más dramáticamente todavía: «Creo que esta noción [de nuevo comienzo] es muy importante para los teóricos, pues la desesperación cunde muy velozmente cuando la enunciación de determinadas verdades halla sólo un eco mínimo» (C 82). El último de esos textos revela el punto débil —junto a su dosis de verdad— de esa posición: pues dejando aparte el olvido de cosas tan importantes como la revolución china, no es verdad que el socialismo despierte hoy poco eco en los países capitalistas. Donde despierta poco es en los países burocráticos de la Europa oriental. En el oscuro y excesivo pesimismo del último Lukács actúa mucho más el desprestigio del socialismo por culpa de su deformación burocrática derechista en el poder que la realidad del capitalismo monopolista de la segunda mitad del siglo XX. Ese pesimismo le confirma en su línea «democraticista»: «Me parece ilusorio esperar que surja hoy día en cualquier lugar de Occidente un partido socialista radical. De lo que se trata es de crear un movimiento que mantenga constantemente en el orden del día esas cuestiones, que movilice capas cada vez más amplias para la lucha contra la manipulación» (C 120). Y le hace pensar en ritmos históricos muy lentos: «Mi opinión es que tenemos que abandonar radicalmente toda ilusión respecto a la posibilidad de lograr en breve plazo [la] ruptura» (C. 122).
Hay que criticar al veterano Lukács de la década de 1960 por la insuficiente fundamentación de ese pesimismo, fruto de la generalización indebida de dos experiencias: el empobrecimiento del socialismo en el este de Europa y la circunstancial ofensiva ideológica y propagandística del capitalismo kennediano, que en los países capitalistas provocó bajas, a menudo valiosas y honradas subjetivamente, en las organizaciones obreras. Pero no se le puede reprochar ni haber dado en lo que él mismo llamó críticamente «las excitadas y megalomaníacas lamentaciones de una pseudorrebelión de intelectuales» (IP 511) ni tampoco, como hizo Voprosy filosofa, que perdiera de vista la perspectiva del comunismo. Por lo pronto, el democratismo de Lukács no busca una democracia cualquiera, sino «una democratización general en sentido comunista», como dice en la carta a Alberto Carocci (IP 677). En el mismo discurso de 1947 que sirve de pretexto a la calumnia de Voprosy filosofa había escrito Lukács, precisando su programa de democracia: «Sé que todavía hoy muchos creen en el valor de una restauración de la vieja democracia formal. […] ésta reproduciría inevitablemente la vieja crisis y, con ella, la fuerza de atracción de masas de la ideología reaccionaria» (IP 429).
La última perspectiva de Lukács es la perspectiva comunista del hombre nuevo, el tema antropológico que es su legado último a sus discípulos y que éstos, como Agnes Heller, están desarrollando. Pese al infundado pesimismo de los larguísimos plazos, Lukács ha propuesto en su vejez la perspectiva de una orientación propiamente comunista del trabajo de un nuevo —mejor sería decir renovado— movimiento obrero revolucionario: «La perspectiva de un nuevo tipo humano puede desencadenar un entusiasmo a escala internacional. La mera perspectiva de la elevación del nivel de vida —cuya significación práctica dentro de los países socialistas estoy muy lejos de menospreciar— es seguro que no lo logrará. Nadie se convierte al socialismo por obra de la perspectiva de poseer un automóvil, sobre todo si ya lo posee dentro del sistema capitalista» (C 208).
Se pueden cerrar estas líneas de homenaje conme morativo con un texto de las Conversaciones de 1966 que el movimiento obrero debería situar por encima de cualquier consideración táctica; es un texto de auténtica ortodoxia marxista: «el establecer la reforma del hombre como objetivo central significaría una nueva fase del marxismo […]. Este aspecto del marxismo ha de pasar ahora a primer término, mas no de una manera propagandística huera, sino sobre la base del análisis del capitalismo actual, con lo cual puede llegar a encontrarse una base para la lucha contra la actual alienación» (C 78).
NOTAS
1. HCC: Georg Lukács, Historia y Consciencia de clase, trad. castellana, Grijalbo, México, 1969.
2. IP: Georg Lukács, Schriften tur Ideologie und Politik, Neuwied, Luchterhand, 1967,
3. C: Holz, Kofler, Abendroth, Conversaciones con Lukács, trad. castellana, Alianza Editorial, Madrid, 1969.
Fuente: Texto escrito en julio de 1971 y publicado en la revista Realidad, nº 24, diciembre de 1972. Incluido en el libro Panfletos y Materiales, I, Sobre Marx y marxismo, 1983
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