por Eduardo Luque y Bashar Barazi
No es fruto de una extraña conjunción astrológica. No es tampoco resultado del azar. En política se evita esa posibilidad. Vemos con sorpresa hechos que marcarán, ya lo están haciendo, nuevas realidades. La caída de Bajmut el día 20 de mayo coincide día por día, hace un año, con la también derrota ucraniana en Mariúpol. El mensaje ruso a Occidente es claro. Rusia no perderá esta guerra: es por eso que la caída de la ciudad ucraniana se ha hecho coincidir con la reunión del G-7.
Los países occidentales, por su parte, escogieron un lugar emblemático para su reunión: Hiroshima. Biden no pidió perdón por el uso de armas nucleares en 1945. La puesta en escena de la reunión del G-7 es un aviso, nada disimulado, a Rusia y China. EEUU cree su propia propaganda. Su doctrina de defensa incluye el uso del arma nuclear. Piensa que es posible usarla en escenarios limitados como el continente europeo. Hace tiempo que las armas nucleares fueron recategorizadas para usarlas en escenarios de guerra convencional. EEUU se plantea, dada la sumisión de la clase política europea, la posibilidad de una guerra nuclear constreñida al continente y que deje al margen el territorio norteamericano.
No hay esperanza de paz. Moscú no encuentra interlocutor en los EEUU. Occidente persigue la escalada: la OTAN enviará aviones de guerra a Ucrania. La agresiva y caótica declaración del G7 contra Rusia y China señala hasta qué nivel los políticos europeos viven en un auténtico universo paralelo.
Mientras el G7 se reunía, Rusia y China contraprogramaron una reunión de los países del centro de Asia para reforzar sus relaciones económicas y sociales. El discurso de Vladimir Putin en ese momento resaltó que la guerra en Ucrania no acabará sino es con la victoria rusa. Moscú entiende que una derrota en el campo de batalla implicaría la fragmentación del país y fundamentalmente su desaparición como Estado. Como tantas veces hemos dicho, para Moscú es una guerra por su supervivencia.
En estas mismas fechas se produce otro acontecimiento especialmente relevante. El beso entre el presidente sirio Al-Assad y el heredero de Arabia Saudita, Mohammed bin Salman, señala un antes y un después. Si algo sorprende en el restablecimiento de los lazos diplomáticos entre los dos archienemigos de Oriente Medio (Arabia Saudita y Siria) es la velocidad con la que se ha producido. Hace escasamente dos meses se anunciaba el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre los dos países. China había actuado como mediadora en un proceso laborioso y callado y que ahora, pocas semanas después, concluye con la admisión de Siria en la Liga Árabe. Han transcurrido doce años desde la expulsión de Damasco de este organismo.
Es una derrota política para Estados Unidos y sus “aliados”. Occidente fue representada indirectamente en la cumbre por la ministra de Asuntos Exteriores de Alemania Annalena Baerbock. El periplo diplomático, que la llevó a Riad días antes de que Siria fuera recibida en la ciudad costera de Yedda (Arabia Saudita), ha rozado el ridículo. Actuando más como enviada del Presidente norteamericano que como representanta de un país “supuestamente” soberano ha intentado torpedear “in extremis” el acercamiento entre los dos antiguos enemigos.
Los propios medios norteamericanos, la revista Newsweek en concreto, sostienen que la política de Joe Biden hacia Siria ha recibido su mayor golpe por el momento. La vuelta de Al-Assad al ruedo internacional conlleva un nuevo mensaje para EEUU: se ha de poner fin a la presencia de sus tropas en Siria y levantar las sanciones.
Estados Unidos no va a levantar las sanciones integrales impuestas a Damasco al igual que no lo hará la Unión Europea. Es evidente que la política comunitaria va en contra de los propios intereses europeos; pero su dependencia y el servilismo respecto a Washington impide tomar otra dirección. Es importante, en este aspecto, subrayar la transmutación ideológica que ha sufrido la antiguamente denominada «Izquierda verde»; hoy, tras situarse en el poder, adopta las posturas más neoconservadoras del gobierno alemán respecto a la guerra de Ucrania y el conflicto en Siria y Yemen. Los verdes alemanes, como algunos “verdes” europeos, apuestan por la guerra y promueven la carbonización para librarse de la “dependencia” del gas ruso; al mismo tiempo no dudan en comprar petróleo y el gas de ese país utilizando a terceros (en este caso India). Podemos afirmar, sin lugar a dudas, que esas formaciones, como otras en la UE, no son ya ni de izquierdas ni verdes.
Estados Unidos ha entrado en un profundo declive en Oriente Medio tras tres décadas de falsas promesas. Los fallidos Acuerdos de Oslo, las invasiones de Irak y Libia, la guerra en Siria y Yemen han sido un conjunto de decisiones cuyo objetivo era imponer el denominado “caos creativo” en la zona dividiendo, rompiendo y enfrentando a unas comunidades contra otras. Norteamérica hace tiempo que abandonó las tesis de Joseph S. Nye Jr. quien escribía en su “Paradoja del poder norteamericano” que este país utilizaba los golpes “blandos” o los ”duros” en función de su conveniencia. Vemos ahora como la política norteamericana sólo utiliza los segundos y ha obviado los primeros.
Otro gran derrotado es el régimen de Israel. A sus problemas internos se le suma ahora el problema político que representa el reconocimiento de Al-Assad como un actor importante en Oriente Medio. Fue en 2020 cuando Israel, que se sentía fuerte y estaba firmemente respaldado por Estados Unidos, firmó los “Acuerdos de Abraham” con Emiratos Árabes y algunos otros estados de Oriente Medio. Tel Aviv pretendía expandir la influencia israelí en el mundo árabe aislando a Irán. Los “Acuerdos de Abraham” finalmente no se han implementado. Arabia Saudita no está dispuesta en este momento a promocionar este acercamiento con el régimen de Israel. Es un gran revés para la política de ese país. Lo aísla del proceso de paz que se está desarrollando en Oriente Medio y donde Tel Aviv tiene cada vez menos capacidad de influencia. Para complicar aún más la situación de Estados Unidos en la zona China ha ofrecido sus servicios a Israel y Palestina para desarrollar un plan de paz realista. Es una opción necesaria aunque no sea viable en este momento. El problema de Israel, como ya hemos enunciado en otras ocasiones, es la división de la sociedad por la mitad en una confrontación en términos de una batalla de suma cero, con un sistema político en parálisis permanente y sin que ninguno de los dos lados de la ecuación consiga una mayoría estable en el Parlamento. Israel está sumido en un enfrentamiento civil de bajo nivel. Lo que fue en su momento una limpieza étnica apoyada por las potencias occidentales sobre la población palestina ahora se ha convertido en un proceso de segregación interna entre los propios judíos. Una chispa puede incendiar el polvorín social.
Asistimos a cambios políticos impensables. Riad, en otro giro que provoca enormes recelos en Washington, se está moviendo para normalizar sus vínculos con Hamás y Hezbolah. Estas milicias resisten a Israel y están consideradas por los Estados Unidos como “grupos terroristas”. Riad contrarresta a Washington en todo Oriente Medio, y la intervención china cambia la lógica subyacente en la zona. Irán deja de ser vista como el enemigo común de todos los ”estados árabes sunitas”. La agresividad y la torpeza política de Tel Aviv están echando más sal a la herida. El mes pasado, cuando las fuerzas militares asaltaron la mezquita de Al-Aqsa, los Emiratos Árabes Unidos (signatario de los acuerdos de Abraham) pospusieron los acuerdos de defensa con Israel que estaban a punto de firmar. Por otra parte el ataque a la ciudad palestina de Huwara por parte de los colonos Israelíes y las declaraciones del ministro de Finanzas Bezalel Smotrich (que pedían que se limpiara la ciudad de palestinos para “borrarla de la faz de la tierra”) aísla a Israel de sus vecinos. Israel se está quedando sin opciones: o continúa en esta situación, que conduce a una guerra fratricida, o bien gira hacia el “nuevo” proceso de paz liderado por China. Es una opción que socavaría, aún más, la posición de Estados Unidos en todo Oriente Medio.
El gran beneficiario de la situación es Irán. Su política (durante décadas) de apoyo a Siria, Irak, Yemen y a la causa palestina les ha granjeado una sólida reputación en la zona. Las buenas relaciones con Turquía, la otra gran potencia regional, permite al país persa ayudar en el proceso de normalización entre Siria y Turquía. Siria es enormemente reacia en este momento a ir más allá. Al -Assad se siente fuerte y será Erdogan, si vuelve a ganar, quien tendrá que ceder posiciones en la negociación para mantener el apoyo ruso. La intervención de Irán se demostró muy valiosa y ayudó a limar los graves roces que tuvo Erdogan en 2015 con Moscú.
En este momento el triunfo de Erdogan en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales turcas afianzaría la posibilidad de una mayor implicación entre Ankara, Teherán, Moscú y Pekín. El contencioso de Siria (que se libra entre las tropas de ocupación turcas y el ejército sirio en el norte del país) se solventará aislando aún más a las tropas norteamericanas de ocupación en suelo sirio. Los acuerdos económicos con Moscú sumados al maltrato al que los Estados Unidos obsequian a sus socios (en este caso Turquía) apuntan a que la política a medio plazo del nuevo gobierno Erdogan se oriente aún más hacia el eje Rusia-China. Su integración como socio en el grupo de países de los BRICS está muy avanzada. Las tensiones con Washington se acentuarán; la ley para contrarrestar a los adversarios de Estados Unidos a través de sanciones (Ley CAATS por sus siglas en inglés) conducirá casi ineludiblemente a que Estados Unidos sancione a Ankara, puesto que ha comprado armas a los enemigos de Washington (en este caso, los sistemas antimisiles S-400 rusos).
Oriente Medio vive un proceso de reconfiguración acelerado. Ninguna de las coaliciones anteriores es intocable. Y los nuevos lazos entre naciones que se están gestando podrán llegar a parecernos absolutamente sorprendentes según las consideraciones actuales.