El estallido de la crisis financiera del 2008 se desarrolló sobre tres ámbitos diferenciados pero, al mismo tiempo, interconectados. En primer lugar, la crisis socioeconómica con un incremento espectacular del paro y la precariedad laboral, que ya eran de los más elevados de Unión Europea, acompañado por una insostenible oleada de desahucios de familias víctimas de las hipotecas y un incremento exponencial de la desigualdad social. Este agudo malestar eclosionó de forma semiespontánea en el movimiento del 15M (2011) que expresó el descontento de amplias capas sociales, particularmente de una juventud privada de futuro.
En segundo lugar, la crisis político-institucional que cuestionó el sistema partidos caracterizado por el turno bipartidista PP/PSOE, con la aparición de nuevas formaciones políticas principalmente Podemos, que tradujo en términos políticos las reivindicaciones del movimiento de los indignados. Ello en un contexto de continuos escándalos de corrupción que afectaban todos los niveles de la administración del Estado: municipal, autonómico y estatal y a todos los grandes partidos del régimen. La gravedad de esta crisis se mostró con la abdicación preventiva de Juan Carlos I (2014), salpicado por el caso Noos que tocaba de lleno a la familia real. Ello cuando las formaciones tradicionales hicieron caso omiso al profundo malestar social, pero también político, manifestado por los indignados en una muestra de autismo sociológico y ausencia de sentido de Estado.
En tercer lugar, la crisis territorial que adoptó carta de naturaleza con el movimiento independentista catalán tras la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut d’Autonomía (2010).
Crisis económica e institucional
En el transcurso de una década esta triple crisis se ha agudizado hasta extremos insospechados. En el terreno socioeconómico, la pandemia ha supuesto no sólo un incremento del paro y la precariedad, destruyendo los efectos de la leve recuperación económica e incrementando la desigualdad social, sino que ha castigado severamente al turismo, uno de los sectores estratégicos de la estructura productiva del país.
En el ámbito político-institucional se ha profundizado la crisis del sistema de partidos con una elevada fragmentación del arco parlamentario, que ahora también afecta a la derecha. El desembarco de Ciudadanos en la política estatal, como alternativa a un PP corrupto que tiene aún pendiente su ajuste de cuentas con el franquismo y como dique de contención de Podemos, no ha deparado los efectos esperados por los sectores más inteligentes de las élites españolas, en parte por el errático comportamiento de su exlíder Albert Rivera, en parte por su falta de capacidad para modernizar los planteamientos tradicionales de la derecha. Por otro lado, ha desaparecido la excepción española respecto al auge de las extremas derechas nacionalpopulistas europeas y americanas, con el surgimiento y consolidación de Vox. Es más, con el agravante que mientras en los grandes países europeos, las derechas democráticas han elevado un cordón sanitario con la extrema derecha, aquí tanto PP como Cs no han dudado en suscribir pactos de legislatura con Vox que, a menudo, les marca la agenda política.
Una prueba adicional de la profundidad de la crisis político-institucional radica en diversos fenómenos inéditos en la monarquía parlamentaria surgida de los pactos de la Transición. De este modo, por primera vez un presidente de gobierno fue desalojado del poder mediante una moción de censura; se han debido repetir en dos ocasiones las elecciones generales, con Mariano Rajoy y Pedro Sánchez; se aplicó el artículo 155 de la Constitución y se ha roto la lógica bipartidista al formarse un gobierno de coalición PSOE/Unidas Podemos.
Justamente, la mera existencia de este ejecutivo revela la gravedad de la crisis, aunque de modo ambivalente. Por un lado, expresa, tras vencer las feroces resistencias que le quitaban el sueño a Sánchez, una cierta capacidad de integración del sistema que podría funcionar como un factor adicional de legitimidad; pero, por otro, ha desencadenado la brutal oposición no solo del PP, embarcado con Pablo Casado en un giro hacia la extrema derecha, sino de diversos poderes fácticos y mediáticos en un verdadera operación de acoso y derribo cuya expresión más ominosa es el “asedio” al domicilio de Pablo Iglesias e Irene Montero en Galapagar. Para estos sectores, la mera presencia de Podemos en el gobierno supone una amenaza, a pesar del estricto cumplimiento de esta formación con el orden constitucional, al acceder por así decirlo a las entrañas de los aparatos del Estado, lo cual es percibido como una ruptura de los pactos de la Transición.
La pandemia ha puesto de manifiesto una vez más que el sistema político del país tiene un serio problema con la derecha española. Ello no sólo, como hemos apuntado, debido a su connivencia con Vox, sino por una estrategia de oposición frontal y radical contra el gobierno progresista de coalición, incluso cuando la situación de alarma sanitaria y social parecería propiciar una suerte de tregua a fin de combatirlas. Esta estrategia de acoso y derribo se ha puesto de manifiesto en su negativa a renovar los máximos órganos del poder judicial lo cual ha reactivado las recurrentes críticas sobre la politización de la justicia y la precariedad de la separación poderes en nuestra arquitectura institucional
En este punto, se revela, como han señalado diversos analistas, la concepción patrimonial del Estado de la derecha que no duda en emplear todos los recursos -legales o ilegales- para derribar al gobierno, como ha mostrado el caso kitchen y las maquinaciones del comisario Villarejo y la “policía patriótica” auspiciada por el ex ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, presuntamente con el aval de Rajoy.
Además, en el curso de esta estrategia de confrontación sin concesiones contra el ejecutivo de coalición progresista, cuyo estandarte es el gobierno de la Comunidad Autónoma de Madrid, se muestra el grave problema de la derecha con la memoria histórica del país y la pervivencia de los hilos de continuidad con el franquismo. De este modo, hemos asistido a su oposición a la exhumación del dictador del Valle de los Caídos, episodios tan lamentables como la retirada de las placas con los nombres de los casi tres mil fusilados por el franquismo en el cementerio de la Almudena de Madrid o el apoyo de PP y Cs a la moción de Vox para sacar del nomenclátor de la capital a líderes socialistas como Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto.
Jaque el rey
Quizás el aspecto más significativo de la crisis institucional sea el relativo a la situación del Corona. La fuga del rey emérito, tras una cadena de escándalos sexuales y de corrupción, al régimen dictatorial de Emiratos Árabes Unidos ha provocado un enorme desprestigio de la institución. Precisamente en una figura que había estado mimada por los medios de comunicación como uno de los artífices de la democracia, obviando su designación por Franco, y como un rey “campechano” que se sentía más cómodo con los gobiernos del PSOE que con los del PP.
Más allá de la eficacia de su abdicación preventiva, la institución monárquica ha quedado seriamente tocada, no solo por los escándalos, sino, como diría Hannah Arendt, por la creciente sensación de inutilidad. La denuncia del ministro comunista de consumo Alberto Garzón sobre las maniobras en la oscuridad del monarca con el PP y los sectores reaccionarios del poder judicial a raíz de su ausencia en la entrega de despachos judiciales en Barcelona, agravan la crisis de la institución; a pesar de los denodados intentos del PSOE para preservarla. Una prueba adicional de la gravedad de la situación radica en la campaña de las derechas en defensa de la monarquía y las acusaciones injustificadas al PSOE de no protegerla adecuadamente. Ello contiene un serio peligro para su continuidad en la medida que una institución concebida para representar al conjunto de la nación, su continuidad histórica y su unidad territorial, puede quedar circunscrita a solo la parte derecha de la misma y sin aquellos territorios con lenguas no castellanas.
Exacerbación de las tensiones territoriales
En una década la crisis territorial, concentrada en el movimiento independentista catalán, alcanzó su paroxismo en otoño de 2017 con la celebración del referéndum del 1 de octubre, la proclamación unilateral de independencia y la aplicación del artículo 155 de la Constitución, seguida por el encarcelamiento o la huida al extranjero de sus líderes.
Ciertamente, ahora no existe en el horizonte la perspectiva de otro intento de culminar en el corto plazo la secesión. Sin embargo, a pesar de las fuertes discrepancias internas entre las dos fuerzas mayoritarias del movimiento independentista, ha cristalizado entre un sector muy importante de las clases medias catalanohablantes la aspiración a la independencia junto a la desvinculación emocional y en ocasiones el odio a todo lo que provenga de España. El movimiento independentista es el resultado de una larga deriva del catalanismo político, especialmente durante los gobiernos de Jordi Pujol, y resulta un elemento estructural de la sociedad catalana el cual, por decirlo así, ha venido para quedarse al menos durante una generación. Esto con el elevado coste de provocar una profunda fractura en la sociedad catalana y de constituir uno de los factores fundamentales para explicar el auge de la extrema derecha y del nacionalismo reaccionario en España. La situación adquiere mayor complejidad a tenor de la necesidad del gobierno PSOE/UP del apoyo de formaciones como ERC o Bildu para conformar mayorías parlamentarias, lo cual opera como acicate a las soflamas ultranacionalistas de la derecha española. De este modo se genera un infernal círculo vicioso nacionalitario de imprevisibles consecuencias.
Además del enquistamiento del movimiento independentista en Catalunya, la crisis del coronavirus ha mostrado las debilidades del Estado Autonómico. En efecto, si éste ha propiciado elevadas cotas de autogobierno frente a las tradiciones centralistas del pasado, también ha favorecido la consolidación de oligarquías regionales que evocan una suerte de neocaciquismo, así como una especie de nacionalismo de emulación que algunos casos adquiere características grotescas. También la pandemia ha mostrado la debilidad de los mecanismos de coordinación entre las administraciones autonómicas y la central que serían impensables en el marco competencial de una arquitectura federal donde los poderes de los diferentes niveles territoriales del Estado están claramente definidos, frente a las ambigüedades y duplicaciones del Estado de las Autonomías, una suerte de híbrido entre los Estados centralistas y los federales.
Inciertas perspectivas
Un sistema político o un régimen, si se prefiere, podría continuar su degradación durante un largo periodo mientras no exista una alternativa que lo sustituya. Esta alternativa únicamente puede surgir una reforma interna o desde el exterior mediante una ruptura que puede ser pacífica como ocurrió con el advenimiento de la Segunda República o violenta como en la revolución francesa o rusa.
La extremada dificultad normativa para reformar la Constitución de 1978, unida al enrocamiento de la derecha contraria a cualquier tipo de reforma constitucional dificultan por no decir imposibilitan esta vía reformista. De hecho, el único intento serio de abordar una reforma constitucional de cierto calado, protagonizado por José Luís Rodríguez Zapatero, fracasó estrepitosamente debido al obstruccionismo del PP.
Tampoco se vislumbran perspectivas para la segunda opción; es decir, una regeneración externa que fundaría un nuevo régimen republicano. Para ello sería preciso no solo una gran corriente de opinión favorable al cambio, sino también la existencia de unas fuerzas políticas que se planteasen estratégicamente ese objetivo, como sucedió con el Pacto de San Sebastián entre socialistas, republicanos españoles y catalanes. Actualmente no parecen darse esas condiciones. Ello no resulta viable con las formaciones independentistas catalanas, vascas o gallegas partidarias de un cambio de régimen pero con el imponderable que su propuesta pasa por la desmembración territorial del país, lo cual imposibilita los pactos a este nivel con otras fuerzas de ámbito estatal. Entre las izquierdas españolas, Unidas Podemos da la impresión de haber abandonado sus veleidades rupturistas y se orienta hacia una política reformista desde el interior de las instituciones de la monarquía parlamentaria.
En cualquiera de los tres supuestos: mantenimiento de la monarquía parlamentaria en un proceso de lenta pero constante descomposición, reforma o ruptura, el PSOE juega un papel central. Este partido funciona como la espina dorsal del régimen al cual le proporciona legitimidad democrática y que ha gobernado el país cuando éste ha debido a enfrentarse a grandes crisis de Estado como ocurrió tras el 23F, tras los atentados islamistas en Madrid, recientemente como recambio a un PP corroído por la corrupción y la inoperancia para actuar con solvencia frente al independentismo catalán o ahora, inesperadamente, como gestor de la pandemia. De hecho, si la dirección del PSOE emprendiese un giro republicano los días de la monarquía estarían contados.
Ciertamente, a luz de lo expuesto, las perspectivas no invitan al optimismo. Excepto si se produjese una improbable movilización ciudadana al estilo del 15M se vislumbraría alguna posibilidad de regeneración de la monarquía parlamentaria o de refundación en clave republicana y federal como alternativa a las incrustaciones franquistas del actual régimen político y a las agudas tensiones territoriales. Sin embargo, ahora todo parece apuntar a la continuidad de la degradación de las instituciones del régimen. Ello a expensas de las incertidumbres provocadas por el previsible y terrible impacto de una brutal crisis económica sobre un tejido social sumamente deteriorado y con la amenaza de una extrema derecha envalentonada que pretende capitalizar todos los malestares.