Una vez que fracasa un golpe, se intenta otro.
Después de la retirada de la ley marcial en Corea del Sur –el Presidente Yoon Suk-yeol no pudo superar el obstáculo de la dimisión del Ministro de Defensa, que le quitó el apoyo del ejército–,nos encontramos ante el golpe «legal» preparado por el Tribunal Constitucional rumano, que anuló los resultados de la primera vuelta de las elecciones presidenciales y las aplazó para una fecha posterior.
Como se sabe, en la primera vuelta el candidato Georgescu salió primero y las encuestas lo dieron por vencedor en la segunda vuelta (63% contra 37% de la otra candidata Elena Lasconi). Georgescu no está alineado con las posiciones de la OTAN y esto representa un problema.
Las motivaciones del Tribunal Constitucional rumano son dignas del mejor cabaret: el candidato Georgescu se habría beneficiado de una campaña de Tik-Tok que «se parecía» (sic) a las tácticas rusas.
En esencia, la sospecha de una posible influencia extranjera marginal sería suficiente para anular las elecciones.
(Para un país como Italia, que ha votado desde 1948 hasta hoy siempre bajo una colosal presión internacional, desde Washington hasta el BCE, con este criterio todas las elecciones podrían ser invalidadas, sin excepción.)
¿Qué tienen en común estas regurgitaciones autoritarias?
Es muy sencillo. Se trata de un autoritarismo oficialmente puesto al servicio de los liberales.
Naturalmente, el cortocircuito es sólo aparente.
Desde que el liberalismo se convirtió en la columna vertebral de la política europea en el siglo XIX, siempre ha jugado la carta de la apelación a la libertad democrática cuando tenía que defenderse de la perspectiva del estatismo, y la carta de la represión paternalista cuando el demos no votaba. Una manera de agradar a los jefes del navío.
Lo que estos temblores autoritarios indican es la condición de peligrosa fragilidad en la que se encuentra la narrativa democrática liberal, que a pesar de sus enormes esfuerzos por manipular la opinión pública ya no es capaz de persuadir –no siempre– a la mayoría de la población de que las generosas palizas propinadas son para su bien. El juego de gobernar la opinión pública en una democracia formal siempre es arriesgado.
En el siglo XIX, durante mucho tiempo se creyó que sólo el sufragio universal sería capaz de establecer regímenes que funcionaran en interés del pueblo. Por lo tanto, desde la consecución del sufragio universal, todo el esfuerzo de las clases dominantes liberales siempre ha estado dirigido a convencer a la mayoría de que los constantes sacrificios de la mayoría, para mantener el privilegio de unos pocos, eran lo único correcto.
Qué estrategia narrativa se puede utilizar para lograr este resultado, lo único imprescindible, puede variar. Pero en general el resultado se logra persuadiendo a la mayoría de que acecha una amenaza mucho peor que el privilegio oligárquico, y que los únicos capaces de defender al país de esa amenaza son precisamente los miembros de la élite liberal.
Cuanto menos se afianza esta narrativa, más clara se vuelve la naturaleza de las democracias liberales: el verdadero poder reside en la esfera «liberal», es decir, en la propiedad a gran escala, donde la «democracia» es sólo la variable dependiente, utilizable como cobertura ideológica hasta que pueda ser manipulada, pero libremente subordinada tan pronto como resulte refractaria a los deseos de las elites.
Fuente: L’AntiDiplomatico
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