
Yemen ha entrado en el séptimo año de guerra con una gran paradoja. Un bloqueo por tierra, mar y aire ha conseguido que Yemen sufra la peor crisis humanitaria del planeta, pero no ha impedido que los huzíes hayan ganado la iniciativa militar; son ellos quienes deciden dónde se pelea. Por eso extraña que Tim Lenderking, el encargado por Joe Biden de negociar la paz, no exija levantar el bloqueo de inmediato. Afectaría poco al curso de la guerra pero salvaría la vida de miles de niños y mujeres amenazados de hambruna.
Después de 2.193 días de guerra y 22.701 bombardeos aéreos (fuente: Yemen Data Project) el gobierno de facto en Sanaa es capaz de atacar con drones y misiles bases militares e instalaciones petroleras en la profundidad de Arabia Saudí, mientras sus soldados y milicias cercan la ciudad de Marib, la capital petrolera, el último reducto que le queda al ejército de la coalición liderada por Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos en el norte del Yemen.
La guerra ha llegado a una situación que pocos imaginaban cuando empezó. Mohammed bin Salman, el príncipe heredero saudí, dijo entonces que no iba a durar más de unas semanas. Los daños causados por sus bombas los repararía con creces invirtiendo cuando sus soldados acabaran su trabajo. La economía de Arabia Saudí es casi 40 veces la de Yemen. Ahora, seis años después, apenas tiene el dinero que se había comprometido a pagar a las organizaciones humanitarias para paliar la catástrofe que está causando.
Pocos pensaban que unos pobres y atrasados hombres tribales y gente ordinaria de las ciudades fueran capaces de resistir exitosamente al ejército mejor armado de la región, asesorado por militares de Estados Unidos y Gran Bretaña; y hacerlo de tal forma que está a punto de expulsarlo del norte del Yemen, donde vive el 80% de la población yemení. La victoria de la resistencia popular contra un poderoso ejército agresor no cabía en el relato del neocolonialismo neoliberal.
En septiembre del 2019 las empresas de comunicación no quisieron aceptar que los huzíes habían atacado las refinerías de Aramco, la petrolera saudí, en Abqaiq y Khurais, las más importantes de Arabia Saudí. Los periodistas cuestionaban que un país pobre y atrasado pudiera llevar a cabo un ataque tan sofisticado. Casi dos años después nadie cuestiona que hayan sido los huzíes quienes han atacado depósitos petroleros en Ryad, una refinería de última generación en Jizan y otras instalaciones de Aramco en Ras Tanura.
Ahmed Abdulkareem, un periodista yemení que cubre la batalla por Marib, describe uno de los enfrentamientos de esta manera:
“De un lado los últimos modelos de aviones de guerra y armas hechas por Raytheon y BAE; combatientes de diverso background, incluyendo al-Qaeda e ISIS; egipcios; expertos americanos y británicos; y una extensa red de agentes de inteligencia de todo el mundo monitoreándolo todo. Del otro lado jóvenes partisanos con kalashnikovs y metralletas; algunas veces artillería o misiles montados detrás de una vieja camioneta pickup; y cargas de explosivos, usualmente RPGs de la vieja Unión Soviética. Ellos avanzan bajo duros ataques aéreos y bombas a través de un terreno rugoso, usualmente en sandalias pero a veces descalzos. Algunos están empujados por el patriotismo, algunos tienen un sentido de obligación religiosa; pero una mayoría están guiados por alguna trágica historia”.
El Presidente Obama y el entonces vicepresidente Biden aceptaron la propuesta de la guerra de Mohammed bin Salman y Mohammed bin Zayed a pesar de que Yemen no había hecho nada contra Estados Unidos, ni era una amenaza a su seguridad. Seis años después, Biden, ahora como Presidente, con un Yemen devastado, empieza a saber que la riqueza por si sola no es una garantía para ganar una guerra; lo debería haber sabido ya por Vietnam y Camboya.
La guerra de Yemen ha convertido a Estados Unidos en cómplice de lo que Naciones Unidas llama la mayor catástrofe humanitaria del planeta en las últimas décadas. David Beasley, el director del Programa Mundial de Alimentos, ha dicho que 400 mil niños pueden morir de hambre en los próximos meses si no se para la hambruna amenazante. Una realidad que golpea brutalmente en la cara y ridiculiza la nueva política internacional de paladín de los derechos humanos de Antony Blinken, el nuevo Secretario de Estado, con la que Joe Biden quiere recuperar el liderazgo mundial.
La CNN emitió en marzo un reportaje de Nima Elbagir –una de las escasas periodistas que ha logrado entrar en Yemen, lo hizo sin papeles después de esperar inútilmente durante ocho meses una visa del gobierno reconocido internacionalmente– en el que se ven impactantes imágenes de niños muriendo de hambre en un hospital, petroleros contratados privadamente esperando entrar a puerto a descargar y una línea de camiones humanitarios en la carretera llenos de comida sin poder moverse por falta de gasolina.
Biden necesita acabar la guerra si quiere tener algo de credibilidad (no hablemos de moral) en sus discusiones con Rusia o China sobre los derechos humanos. Por eso llama la atención que Tim Lenderking, su enviado especial, no exija a la coalición levantar inmediatamente y sin condiciones el bloqueo incluso si no hay un alto el fuego, conociendo los informes de las organizaciones humanitarias de Naciones Unidas.
La catastrófica situación humanitaria exige acabar la guerra y entrar en negociaciones. Pero hasta ahora Ryad, en sus propuestas, sigue usando el hambre y el sufrimiento de la población civil como un arma. El acceso a comida, gasolina y evacuación médica desde el aeropuerto de Sanaa no se pueden condicionar a un alto el fuego u otras propuestas hechas por cualquiera de las partes combatientes. Son derechos humanos que están obligados a respetar sin condiciones.
Los huzíes fueron empujados a la guerra, según ha contado Jamal Benomar, el enviado entonces de Naciones Unidas en Yemen en un artículo publicado en The Guardian el pasado 26 de marzo, después de que el gobierno de Hadi les cerrara las puertas a compartir el poder nacional. Hadi quería excluirlos del poder para reestructurar el viejo régimen, contra el que se habían alzado los yemeníes en una revolución, una vez sacrificado el ex-Presidente Saleh. Por eso es fantasioso que después de resistir seis años de guerra, siendo más fuertes que antes, teniendo la iniciativa militar, con Hadi viviendo en un hotel de Ryad, se siga con la misma política de no negociar una salida política reconociendo a los huzíes como un decisivo actor de cualquier régimen político que prospere allí. Yemen puede estar devastado, pero la dignidad de su pueblo sigue en pie.