
Iracundo, malhumorado, egoísta, mezquino, misógino… Schopenhauer era capaz de arremeter contra todo y todos, sin miramientos. Pero hubo algo que se le hizo insoportable: que Goethe evitara pronunciarse sobre su obra. El silencio de Goethe, la estupenda novela de Antonio Priante, da cuenta de ello.
—¿En qué medida tu novela puede asociarse a la categoría de novela histórica?
—Yo creo que en ninguna medida. Lo que se llama novela histórica suele reunir unas características de las que esta carece por completo. La principal, machacar al lector con los detalles y ambientes propios de la época en cuestión para que el lector sea muy consciente de que está leyendo algo que ocurre en aquella época y no en esta. El silencio de Goethe trata de las acciones y pasiones de unas personas que vivieron unos años antes que nosotros, eso es todo. En este sentido, todas las novelas son históricas.
—Tampoco es una novela filosófica. Ni una biografía novelada. ¿Cómo la describirías?
—No, no es una novela filosófica; describe la experiencia mental y vital de un hombre que es filósofo, con lo que, de manera ineludible, aparece su filosofía. Tampoco es propiamente una biografía novelada; en todo caso sería una novela que se apoya en una biografía. Pero creo que la descripción más correcta es la que se hace en la contraportada del libro: “un artefacto poético que nos permite sumergirnos en la vida, la personalidad y el pensamiento de uno de los intelectuales más importantes de todos los tiempos”.
—Ya que hablas de artefacto poético, señalemos, para orientar a los posibles lectores, que la novela está armada sobre un soliloquio de Schopenhauer con su perro. ¿Por qué esa elección?
—Yo pretendía que Schopenhauer se explicase por sí mismo en su última noche, sin interlocutores ni testigos. Pero el perrito estaba ahí, no lo podía eliminar. Se trataba entonces de sacarle alguna utilidad. Y así fue. El hecho de dirigirse intermitentemente al perro serviría para aliviar la presunta monotonía de un monólogo estricto. Y además, la presencia del animal me solucionó sobre la marcha un problema que ya había atisbado en el mismo momento de iniciar la obra. Y es que en una novela sobre un filósofo sería extraño que de alguna manera no apareciese su filosofía. Pero resulta que una cosa es evocar los momentos, buenos o malos, de la vida, y otra muy distinta explicarse uno mismo las propias teorías sólo para que el público lector se entere. La solución consistió en dirigirse al fiel Butz para exponerle el núcleo de su filosofía. Por cierto, en forma adaptada al entendimiento perruno, de manera que también quedase al alcance de cualquier bípedo humano, como insinúa malévolamente el personaje.
—¿Te ves capaz de resumir en unas pocas líneas los elementos fundamentales de ese núcleo?
—¡Vaya pregunta! Si ya fue complicado resumirlo en unas pocas páginas, imagínate en unas pocas líneas… Pero lo intento. El mundo, todo lo existente, se presenta bajo dos aspectos. Por un lado es algo que solo está en mi cabeza, es representación, sin que haya medio seguro de saber qué cosa es en sí mismo; por otro lado es ese en sí mismo desconocido y en apariencia inabordable. Pero resulta que sí, que hay un resquicio por donde abordarlo, porque la vivencia propia, los movimientos espontáneos de mi cuerpo no solo están representados en mi cerebro como todo lo demás, sino que los siento de una manera directa como una fuerza que quiere ser, vivir, sobre todo y contra todo. Deduzco entonces que esa fuerza, que el filósofo llama “voluntad”, está no solo en mí, sino en el fondo de todo lo existente. Así que, además de representación, que es el conocimiento de los fenómenos, el mundo es voluntad, que es la fuerza oculta que lo mueve todo. Esa voluntad es ciega e insaciable, no sabe qué persigue (carece de conocimiento, que solo aparece con los animales superiores) ni puede detenerse. El mundo no tiene una finalidad ni un sentido. Es solo voluntad de ser infinita, que se agita sin cesar para dolor de todo lo viviente. Esa voluntad, en su avance imparable, ha producido el ser consciente, que sufre como todo lo demás, aunque en mayor grado precisamente por ser consciente. ¿Y la moral? La moral no puede fundamentarse en un código de normas, que nunca han servido para nada, sino solo en la compasión, es decir, en la sensación de que todos somos lo mismo y víctimas de lo mismo. El remedio: uno provisional es el arte; el definitivo es la negación, la aniquilación de la voluntad de la manera que enseñaba Buda. Y no creo que me pueda permitir una línea más… sin que la cosa empeore.
—Una vez dicho esto, el presunto lector sin conocimientos en el campo de la filosofía puede llegar a pensar que tu novela es farragosa y abstrusa, y sin embargo es todo lo contrario, es amena e incluso divertida. Me pregunto cómo es posible conseguir eso.
—Yo también me lo pregunto, en el caso de que lo haya conseguido. Y por lo que leo y oigo por ahí parece que sí. Pero, en el fondo, la cosa es muy sencilla. Y no hablo ahora de mi caso, sino en general. Tomemos una explicación filosófica o científica o técnica. Lo normal es que resulte algo abstrusa o incluso farragosa, excepto para los entendidos o muy interesados en el tema. A lo máximo a que puede aspirar el expositor es a que sea comprensible. Y es que esa explicación es producto de una racionalidad estricta aplicada al tema, como debe ser. O sea, la radiografía de un cadáver. Ahora, tomemos ese mismo tema o explicación e insertémoslo en una obra de arte escrita, insuflándole el alma que toda obra de arte posee en su conjunto. Veremos entonces cómo el cadáver se anima, cobra vida y se convierte en algo ameno, interesante y hasta divertido, como la vida misma. Esto, aclaro, solo lo puede conseguir una verdadera obra de arte. Y no digo más.
—Cambio de tercio. ¿Cómo era, como persona, Schopenhauer?
—Resulta complicado para mí contestar a esta pregunta. Cuando hablamos del carácter de una persona lo hacemos viéndola desde fuera, basándonos en su aspecto, actos, palabras, atractivo o rechazo… siempre desde fuera. Pero resulta que yo conozco a Schopenhauer desde dentro, y es que, si no fuese así, si no hubiese hecho el trabajo de sumergirme en el carácter y la personalidad del filósofo, la novela de que hablamos no sería lo que es. Y desde dentro uno puede explicárselo todo, quiero decir que uno mismo nunca se ve tan extraño, perverso o pintoresco como puede ser visto desde fuera, pues siempre tiene a mano algún recurso exculpatorio (autojustificaciones, coartadas..). Pero, bueno, volviendo al plano normal, he de decir que, de acuerdo con los testimonios de la época, Arthur Schopenhauer era un individuo impresentable. Iracundo, malhumorado, egoísta, mezquino, misógino, elitista en el sentido de que solo le merecían respeto las personas con altas cualidades intelectuales o artísticas. Es su madre precisamente quien nos ofrece un catálogo de los defectos del joven de veintiséis años cuando tiene que expulsarlo de su casa de Weimar, en la célebre carta que empieza: “La puerta que con tanta violencia estrellaste ayer, después de comportarte tan indignamente con tu madre, se ha cerrado para siempre entre tú y yo…” En su ancianidad esos rasgos extremos de su carácter se suavizaron, en lo que quizá influyó el tardío reconocimiento público que le fue llegando en los últimos años. De todos modos, hay que tener en cuenta que el recurso autoexculpatorio de Schopenhauer era de muy altos vuelos: había entregado su vida a la búsqueda de la verdad para alivio y consuelo de la humanidad sufriente; todo lo demás debía supeditarse a este fin o carecía en absoluto de importancia.
—Hay quien señala que era un águila para los negocios…
—Creo que eso es una exageración, propia de quienes tienen una visión simplista de las cosas, por ejemplo, que filosofía y visión financiera son incompatibles, y entonces se sorprenden y lo magnifican admirándose de que un filósofo sea un “águila” para los negocios. La verdad es que Schopenhauer no era tonto para ninguno de los aspectos prácticos de la vida y, además, hijo de gran comerciante, había iniciado estudios mercantiles. De su sagacidad en el tema dio muestras cuando, a diferencia de madre y hermana, consiguió salvar todo su capital depositado en una banca que había quebrado, hecho que se menciona en la novela. En cambio, en otra ocasión perdió mucho dinero en inversiones desafortunadas en acciones o bonos de un país extranjero, no lo recuerdo bien. Pero hay que tener siempre presente que su interés económico, incluso su tacañería, tenía para él una justificación muy clara: conservar el capital heredado del padre, que constituía la base material que le permitía filosofar sin sujeción a ningún tipo de condicionamiento, con total libertad e independencia.
—La forma de ser de Goethe era diametralmente opuesta a la de Schopenhauer. ¿Qué les llevó a solidificar su amistad?
—Bueno, no creo que se pueda decir que entre los dos hubiese una amistad sólida. Lo que hubo fue una especie de reconocimiento mutuo basado en la consideración de los méritos del otro. La admiración que Schopenhauer sentía por Goethe, al que consideraba la representación máxima del hombre y del artista, era absoluta, y sin embargo no le impidió ponerle de manifiesto sus discrepancias teóricas. Goethe, por su parte, reconocía las virtudes intelectuales y sobre todo literarias del filósofo, pero no podía sentirse de acuerdo con él. Toda su vida había aspirado a alcanzar una armonía, que en tantas ocasiones había peligrado, como en la época de Werther. No podía permitir que, en la cima de su serenidad clásica, unos jovenzuelos, ya en el campo de la literatura (Novalis, Kleist, Hoffmann, etc.), ya en el del pensamiento, la pusiesen en peligro.
—Siguiendo con filósofos: Schopenhauer tachó a Hegel de ser un necio charlatán, asqueroso, repulsivo e ignorante. ¿Por qué?
—Yo creo que esto, más que con las diferencias ideológicas, tiene que ver con el carácter especial de Schopenhauer al que antes hemos aludido. A ver, cualquier filósofo, artista, profesor de lo que sea, persona en general, tiene determinada idea de cuál es la verdad, el camino correcto, y en consecuencia la convicción de que los demás, los que la contradicen, están equivocados o son unos embusteros. Pero normalmente no manifiesta su desacuerdo con acompañamiento de insultos y descalificaciones, sino de forma más o menos educada. El problema es que Schopenhauer era un mal educado, o una persona sincera a rajatabla, aspectos muy emparentados, que pensaba que la defensa de la verdad y la lucha contra la falsedad y la mentira lo justificaban todo. A esto hay que añadir el enorme sentimiento de frustración que le creaba la contemplación de la fama alcanzada por el “infame” Hegel, mientras que obras de auténtico valor –la suya en especial– permanecían en la oscuridad. De todos modos, Hegel no pudo sentirse ofendido por las andanadas de insultos que le lanzaba nuestro filósofo, ya que es casi seguro que no se enteró, pues mientras vivió (hasta 1831), Schopenhauer no pasó de ser un perfecto desconocido cuyas palabras, buenas o malas, no llegaban a ninguna parte.
—Regresando a la literatura… Por edad habría que incluirte entre los autores que se consolidaron en el tardofranquismo, aunque seas algo más joven que ellos. Pienso en Marsé, los Goytisolo, Benet, García Hortelano, etc. Me pregunto en qué medida te sientes afín, estilísticamente hablando, a esa gran generación de escritores.
—Primero, aunque siempre he escrito, durante el tardofranquismo aún no había publicado nada, y ni siquiera había escrito nada que me resultase convincente. Segundo, con esos señores que citas no me siento en absoluto afín ni estilísticamente ni creo que en ningún otro aspecto. Con el único que he disfrutado un poco ha sido con Marsé; los Goytisolo novelistas no los he leído; de García Hortelano leí una novela que, en cuanto el estilo precisamente, no me gustó nada; con Benet no he podido pasar de unas cuantas páginas. De todos modos, no creo que sea yo quien deba contestar una pregunta como ésta. Si ya es problemático para un crítico encuadrar a un autor en un grupo o tendencia, imagina lo que será tener que hacerlo uno mismo. Pero, ya puestos, te diré que con quien de verdad me siento afín, dejando aparte, o no, lo estilístico, es con escritores como Ernesto Sábato (El túnel), Max Frisch (No soy Stiller) y, si no es osadía, con el gran Thomas Mann, con el entrañable Stefan Zweig y, por citar algún español, con Ramón Sender o con Pío Baroja. Ya sé que eso no respeta ningún esquema generacional, pero lo que no sé es por qué habría de respetarlo.
—Para acabar, ¿qué estás escribiendo ahora?
—Si por “estar escribiendo” se entiende estar ocupado en la construcción de una novela o de otro tipo de obra de gran envergadura, la verdad es que no estoy escribiendo nada. Y sin embargo, no dejo de escribir. Cosas para mi Blog y reflexiones para mi uso particular que quizá, con el tiempo, puedan tener alguna aplicación. La verdad es que, desde hace un tiempo, me cuesta imaginarme embarcado de nuevo en la construcción de una novela. Y es que mis novelas no se basan solo en la observación, la imaginación y la memoria, que es lo habitual y cómodo, sino que requieren un largo trabajo previo de investigación y profundización del personaje y del ambiente. De todos modos, hay una figura que no deja de rondarme por la cabeza, y quién sabe. Y sería una novedad en mi novelística, porque se trata de
una mujer. Pero, lo dicho, aunque ahora no estoy escribiendo nada, no dejo de escribir. Un escritor siempre escribe; construir obras complejas es otra historia. Y ya no digamos publicar. Aunque ahora, en manos de la editorial Piel de Zapa, es posible que esta última historia tenga un final feliz.
Entrevista realizada por Miguel Riera y publicada en el nº 335 de El Viejo Topo, diciembre de 2015