Mientras pagaba mi condena leía y escribía. «Trocha de Ébano» es el título de un opúsculo que reúne una serie de relatos que escribí sobre mi trashumancia guerrillera en la vertiente del Pacifico colombiano. El narrativo, a simple vista, aparenta ser un cuadro hiperrealista sobre la cotidianidad de las comunidades negras esparcidas sobre las riberas de los ríos Patía, Micay e Iscuandé. Fue en los ranchos levantados con palma chonta, yaripa y bijao, en donde descubrí la miseria es su estado más puro y despiadado. Una pobreza que traía consigo sufrimiento. Transcurrían los ochenta. La rebelión negra que por estos días sacude al Pacifico colombiano indica que la situación de los lugareños, treinta años después, ha empeorado.
Recuerdo que en un caserío cercano al río Desplayado nos recibió un hombre sin camisa que calzaba unas botas pantaneras tachonada de remiendos y un machete de veinticuatro pulgadas colgado a la cintura. Era al mismo tiempo presidente de la Junta de Acción Comunal, pastor religioso y dueño del único tenderete de la región. En una precaria estatantería sólo se observaban un par de latas de sardinas, algo de harina y café y una caja de Alka-Seltzer. El hombre preguntó qué si entre nosotros venía algún medico. No, le respondí, pero llevamos algo para la fiebre y el paludismo.
Tendido sobre un esterilla de guadua había un hombre viejo, arropado hasta el cuello con una manta sucia, fustigado por los escalofríos. Temblaba. Tenia las pupilas amarillentas. Era presa del paludismo. Preparé una jeringa. Sobre sus nalgas lánguidas, negras, huesudas, apliqué una inyección de Novalgina para aminorarle la fiebre. Le entregué al hombre sin camisa unas píldoras de cloroquina y primaquina para que tratara al viejo. Luego nos sentamos a conversar alrededor de un fogón de piedras mientras pelábamos y comíamos chontaduros con sal. Horas después abandonamos el rancho para dirigirnos al caserío de Fenicia. Entre la tupida vegetación selvática, terciada de riachuelos de aguas diáfanas, divisamos sobre una piedra el cuerpo estático de la pequeña, exuberante y mortal rana amarilla (Phyllobates Terribilis), dueña del veneno más letal del planeta.
«Ébanos vivos», era el humillante nombre que daban los mercaderes a los negros durante la trata de esclavos. En Colombia, la manumisión de los esclavos ocurrió en el siglo 19. Parte de la elite política que ha gobernado al país, como los Valencia en el Cauca, descienden de familias esclavistas que con una mano escribían poemas o ensayos sobre la libertad y con la otra alzaban el látigo para castigar a sus esclavos o someterlos al cepo. El anden Pacifico de Colombia, habitado mayoritariamente por afrodescendientes, ha sido para la dirigencia política tradicional un riquísimo territorio para explotar, una arca pública para saquear y una plaza para ejercer el sucio negocio de la compra venta de votos. En esa expoliación han participado todos los que han gobernado a Colombia con la complicidad de los políticos locales.