13 de junio de 1873
Señores Diputados, el miércoles os prometí que hoy viernes presentaría el programa del nuevo Gobierno; vengo a cumplir la palabra que os tengo dada.
Grande es la tarea que habéis echado sobre nuestros hombros; tarea sin duda superior a nuestras fuerzas. La voluntad, sin embargo, puede mucho, y nosotros tenemos una voluntad firme y decidida para conjurar los peligros de la situación presente. ¡Qué de dificultades rodean al actual Gobierno! ¡Qué de dificultades rodean a estas mismas Cortes, de las cuales el Gobierno emana! Volved los ojos a vuestro alrededor, y os encontraréis casi solos. Los antiguos partidos monárquicos se retrajeron y no quisieron tomar parte en las pasadas elecciones.
Ya sabéis lo que significa en España el retraimiento; la conspiración primero; más tarde la guerra. Yo estoy en que la República tiene fuerza bastante para desconcertar las maquinaciones de todos sus enemigos; pero con una condición: con la de que no perdamos el tiempo en cuestiones estériles; de que no nos dividamos, de que estemos unidos como un solo hombre, de que aceleremos la constitución de la República española. Si nos dividimos en bandos, si consumimos nuestras fuerzas en cuestiones estériles, no os quejéis de los conspiradores; los primeros conspiradores seréis vosotros. (Bien, bien.)
Antes de venir al Parlamento había ya presumido que el partido republicano se dividiría en fracciones; pero no pude jamás calcular que se dividiera antes que se discutieran las altas cuestiones políticas o las económicas, que son tan graves como las políticas.
No comprendo, francamente, que cuando no hemos tocado todavía ninguna cuestión importante, cuando no hemos examinado ninguna de las bases sobre que hemos de asentar la constitución definitiva de la República, estemos ya divididos y haya cierto encarnizamiento entre los unos y los otros, como si se tratara, no de hijos de una misma familia, si no de grandes o implacables enemigos.
A juzgar por las pasadas sesiones, cualquiera hubiera dicho, no que estaban de una parte los republicanos más o menos templados, y de la otra los más o menos ardientes, sino que de una parte estaban los carlistas y de la otra los federales.
Hay necesidad de que volvamos sobre nosotros mismos, y comprendiendo la gravedad de la situación, hagamos un esfuerzo para que ésta cese. Mañana no falten quizá motivos para que haya centro, derecha e izquierda; pero aun entonces, preciso es que los republicanos sepamos tratarnos los unos a los otros con la consideración que nos debemos. Y ya que nos dividimos, sea por cuestiones de principios o de conducta, jamás por meras cuestiones de personas.
El Gobierno se propone hacer todo lo posible para que esto suceda; y al efecto entiende que hay que satisfacer las necesidades que todos sentimos y realizar las reformas a que todos aspiramos.
Tenemos, señores Diputados, una verdadera guerra civil: la tenemos en las provincias del Norte y del Oriente, y aunque de menos importancia, en algunas provincias del centro; se trata de una guerra tenaz y persistente, que lleva más de un año de existencia, tiene su dirección, cuenta con una verdadera organización administrativa, recauda contribuciones y presenta un Estado en frente del Estado; de una guerra que asola nuestros campos, rom pe nuestros puentes, interrumpe nuestras vías férreas, corta los telégrafos y nos incomunica en cierto modo con el resto de Europa.
La primera necesidad, la más universalmente sentida, es poner término a esa guerra. (Bien, bien.)
¿Qué debemos hacer para conseguirlo? Ante todo, contener la indisciplina del ejército, sin la cual es completamente imposible destruir las facciones. Para contener esa indisciplina, es preciso castigar con mano fuerte no sólo a los soldados que se insubordinen, sino también a los Je fes y Oficiales que no sepan morir en sus puestos para contener la insubordinación de sus tropas. (Bien, bien. Varias voces: A los jefes.
Otras voces: A todos.)
Quéjanse esos jefes y oficiales de que en las cosas de la guerra hay cierta arbitrariedad, gran falta de justicia; y debemos hacer que la justicia reine en el ejército, como en todos los ramos de la administración pública. (Bien, bien.)
Los hombres que se baten contra nuestros enemigos, merecen recompensa, pídanla o no los interesados, propónganla o no sus jefes. Así, una de las primeras medidas que adoptaremos es que todos los jefes y oficiales que lleven más de un año en campaña y se hayan batido lealmente contra los insurrectos, obtengan una recompensa, si no han obtenido otra gracia del Gobierno.
Por otra parte, es preciso evitar para lo sucesivo que los as censos se den al favor o por antojo de los Ministros. Deben darse en juicio contradictorio, y al efecto establecer tribunales de honor en los diversos cuerpos del ejército. (Aplausos.) Lograre mos de esta manera, no sólo que haya completa justicia en las armas, sino también que el ejército comprenda que debe ser el ejército, no de tal o cual partido, sino de la Nación española. (Prolongados aplausos.)
Estamos dispuestos a llevar la justicia hasta tal punto, que hasta se revisen las hojas de servicio. (Nuevos y nutridos aplausos.)
No basta, sin embargo, señores, que pensemos en el ejército de hoy; conviene pensar además en las dificultades de mañana. Todos vosotros sabéis que están para cumplir 18.000 soldados. y que hay necesidad de que los repongamos con arreglo a la nueva ley de reemplazo, según la cual han cambiado completamente las condiciones del ejército. Según ésta, ha de haber un ejército activo, compuesto sólo de voluntarios, y una reserva en que deben entrar todos los mozos de 20 años. Desde el Ministerio de Gobernación, al que pertenece este ramo, he trabajado por acelerar el alistamiento, que está ya hecho y casi ultimado en todos los pueblos de España, y dentro de breves días todos los hombres útiles para la reserva ingresarán en los respectivos cuadros. Hay absoluta necesidad de que se organice la reserva, y se la organice perfectamente, para que tengamos me dios de terminar la guerra.
Pero, ¿bastará esto? Entiendo, señores, que cuando se trata de un país en guerra, no es posible aplicar a la guerra las leyes y las garantías de la paz. (Bien, muy bien.) No sé de ningún pueblo culto, no sé de ningún pueblo libre, donde a la guerra se hayan dejado de aplicar las leyes de la guerra. (Aplausos.) Nosotros vendremos aquí a pediros lealmente medidas extra ordinarias. (Nuevos aplausos.)
Todo esto, señores, trae consigo grandes dificultades: calculad cuánto no deben haber aumentado el presupuesto las muchas necesidades de la guerra civil. El presupuesto de la guerra de hoy, en efecto, es grande; exige cada día grandes gastos el continuo movimiento de las tropas.
De otro lado, ya sabéis que por leyes de la anterior Asamblea el soldado cobra doble haber del que antes cobraba. Agregad a esto que hemos debido armar batallones de francos y movilizar voluntarios. Calculad cuáles no habrán sido nuestras dificultades, cuando además hemos encontrado exhaustas las arcas del Tesoro, y los parques sin armas.
Esto nos trae como por la mano a la cuestión de Hacienda. Al llegar a la cuestión de Hacienda, apenas tiene uno valor para decir lo que debe. Con pensar que al fin del mes de junio el déficit del Tesoro llegará a 546 millones de pesetas, o sea, a 2.200 millones de reales: con saber que los vencimientos del mismo mes importan 153 millones de pesetas, y no tenemos re cursos más que por la suma de 32 millones, resultando por tanto un déficit de 121 millones, fácilmente comprenderéis cuán grave y difícil es la situación de la Hacienda.
¿Qué podemos hacer nosotros? No podemos ni siquiera presentaros el presupuesto del año económico de 1873 a 1874, porque ¿qué presupuesto hemos de hacer, sin que sepamos cuáles son las funciones propias del Estado, las de la provincia y las del municipio? ¿No comprendéis que la organización del presupuesto dependerá de la forma de la República, es decir, de las atribuciones que reservéis al centro federal?
No podemos presentaros un plan de hacienda, ínterin no esté formulada la Constitución política. Lo que sí podemos y estamos resueltos a hacer, es desbrozar el camino al futuro Ministro de Hacienda, es resolver hasta donde podamos la cuestión de la deuda flotante, la cual, ya que no desaparezca, cosa de todo punto imposible, haremos al menos que se la organice, para que, después de la Constitución política, pueda abordarse y resolverse el problema de la Hacienda.
Entonces será cuando podamos lograr la nivelación del presupuesto; que no cabe nivelar presupuestos donde el Ministro de Hacienda vive agobiado de continuo por los vencimientos del Tesoro; donde tiene que hacer frente a una deuda flotante enor me, y apenas tiene tiempo para ir buscando el dinero bastante a cubrir las grandes atenciones del día.
Entretanto, castigaremos severamente los diferentes presupuestos de los Ministerios, y reduciremos los gastos a su mínima expresión, para que se vea que en situación tan apurada hacemos los mayores sacrificios para aligerar la carga de los pueblos.
Todos vosotros sabéis que los republicanos tenemos un sistema tributario nuestro y empeñada la palabra de realizarlo; pero ¿es posible que pensemos en reducir las rentas, cuando ni aun con todas las existentes podemos cubrir las atenciones del Estado? ¿No comprendéis que, si esto hiciéramos, la necesidad, que es casi siempre superior a las leyes, vendría pronto a restablecer las rentas en el ser y estado que antes tenían?
¿Qué su cedió con la contribución de consumos? La habéis abolido en 1854, y las Cortes Constituyentes en 1855 se vieron obligadas a establecerla; la habéis abolido en 1868 y las Cortes en 1870 tu vieron que autorizar a los pueblos para establecerla como arbitrio municipal.
Esto os prueba que cuando la necesidad de las cosas exige que una contribución exista, aunque vosotros la declaréis abolida, renace; y para que esto no suceda, lo más conveniente es empezar por reducir los gastos con arreglo al estado de la riqueza pública.
Sólo entonces serán duraderas las reformas, que es a lo que aspiramos y consagramos nuestras tareas.
Debemos entrar además en otra índole de reformas.
Las Cortes de 1869 proclamaron la absoluta libertad de cultos, y la consecuencia lógica, la consecuencia obligada de esta libertad es la independencia completa de la Iglesia y del Estado. (Bien, bien.) Desde el momento en que en un pueblo hay absoluta libertad de cultos, las Iglesias todas pasan a ser meras asociaciones, sujetas a las leyes generales del Estado. En esto, por cierto, no ganará solamente el Estado, sino también la Iglesia. La Iglesia hoy, a pesar de sus alardes de independencia, no puede leer en España una bula de su Pontífice sin el pase del Estado, ni nombrar por sí misma a sus Obispos, ni establecer las enseñanzas que la convienen; al paso que después de esta reforma será
completamente libre para regirse como quiera, sin necesidad de que el Estado intervenga en sus actos.
Cierto que el Estado no la dará entonces las subvenciones que antes; pero la Iglesia encontrará, de seguro, en la caridad de sus creyentes los medios necesarios para hacer frente a sus obligaciones. Y si llegara un día en que esta Iglesia se rebelará contra el Estado; si llegase un día en que abusara de la independencia que tratamos de darla; como habría perdido el carácter que hoy tiene, y no sería más que una asociación como otra cualquiera, tendríamos el derecho de coger al más alto de los poderes y colocarle en el banquillo como el último de los culpables.
(Aplausos.)
Otra de las reformas que necesitamos con urgencia, es la de la enseñanza.
En las anteriores Cortes ya los republicanos quisimos establecer la enseñanza gratuita y obligatoria. Encontramos graves dificultades, porque se nos decía que no se puede obligar a un padre a que enseñe a sus hijos. ¡Vano sofisma que es bien fácil destruir! ¿Pues qué, todas las leyes del mundo no obligan a los padres a que alimenten a sus hijos? Les imponen esta obligación a los padres y a los abuelos, y cuando éstos faltan, la imponen a las madres.
Como se puede obligar a los padres a que alimenten a los hijos, se les puede obligar a que les den enseñanza. El hombre ¿se alimenta acaso sólo de pan? ¿No necesita del alimento material, del intelectual y del moral, atendida su triple naturaleza? Estamos decididos a hacer todo lo posible para establecer la enseñanza gratuita y obligatoria.
Pasando ya de la Península a nuestras provincias de América, debo deciros que, si queremos conservar la integridad del territorio, entendemos que no se le puede conservar con el actual régimen. (Aplausos.)
Nos hemos encerrado aquí en un círculo vicioso; no podemos llevar a nuestras provincias de América las libertades que tenemos en la Península, porque se creería que obedecíamos a la presión de los insurrectos, y los insurrectos por su parte dicen que no pueden deponer las armas porque la Patria les niega las libertades concedidas a los peninsulares, libertades que son inherentes a la personalidad humana. Por este camino no es posible lleguen a ninguna parte. Hemos sostenido que las libertades individuales son anteriores y superiores a toda ley escrita y forman parte de nuestra propia personalidad; y donde quiera que haya hombres sometidos a nuestras leyes, allí debemos aplicar nuestras libertades.
¿Cómo queréis, señores Diputados, que haya paz en nuestras provincias de América bajo el régimen actual? ¿Ignoráis acaso que los naturales de nuestras provincias americanas se educan los más, bien en las Universidades de los Estados Unidos, bien en las de España? Vienen a es tas Universidades, respiran el aire de la libertad, se impregnan de nuestros sentimientos, participan de nuestras luchas, ¿y queréis luego que, al volver a sus hogares, vean con calma que allí domina un régimen completamente distinto?
Debemos llevar también a cabo la obra de la abolición de la esclavitud.
La esclavitud es ahora más dura para los cubanos que antes, porque tienen el ejemplo de Puerto Rico, donde se han emancipado 40.000 esclavos.
De las reformas políticas vengamos a las sociales. Supongo, señores Diputados, que os habréis fijado en el carácter de las revoluciones políticas; todas entrañan una revolución económica. Son las revoluciones políticas en su fondo, una guerra de clases; es decir, un esfuerzo de las clases inferiores para subir al nivel de las superiores. ¿Qué ha sido esa larga serie de luchas políticas que consumió las fuerzas de la República romana durante siete siglos? No fue más que la guerra de la plebe contra el patriciado; no fue más que el deseo de la plebe de elevar su condición al nivel de la de los patricios. ¿Qué ha sido durante la Edad Media esa larga lucha de las Comunidades, que ha traído perturbada durante dos siglos toda Europa? No ha sido más que la guerra de las clases medias contra las aristocráticas; es decir, el deseo de las clases medias de elevarse al nivel de la nobleza. Esta revolución tuvo su crisis suprema en 1789, y desde entonces toma vida el cuarto estado. Las clases jornaleras tienen hoy el mismo instinto, los mismos deseos, las mismas aspiraciones que tuvieron la clases medias.
Y bien, nosotros no podemos resolver todos los grandes problemas que esto trae consigo; pero ¿quién duda que podemos hacer algo en este sentido? ¿Quién duda que podemos cuando menos realizar las reformas verificadas en otros pueblos que por cierto no pueden ser calificados de utópicos, ni decir que se dejan arrastrar por la fuerza de las teorías?
Ninguno de vosotros ignora lo que pasa hoy en Europa; entre jornaleros y capitalistas hay una lucha que se verifica de diversas maneras, pero que se revela principalmente por las huelgas, medio esencialmente perturbador, que trae consigo grandes alarmas; medio que no hace más que complicar el problema, puesto que dificultando la producción, disminuye la riqueza y se revuelve en contra de los mismos que la emplean. ¿No hemos de poder convertir esta lucha en otra más legal y pacífica?
Sustituyamos a las huelgas por los jurados mixtos, compuestos de obreros y fabricantes, para resolver todos los problemas relativos a las condiciones del trabajo. Estos jurados han nacido espontáneamente en nuestro pueblo; los tenemos establecidos en diversos puntos; no tenemos más que sancionar la obra de la espontaneidad social.
Debemos también velar porque los niños no sean víctimas, ya de la codicia, ya de la miseria de sus padres; debemos evitar que se atrofien y enerven en los talleres por entrar en ellos antes de la edad necesaria para sobrellevar tan rudas tareas. Hemos de dictar condiciones para los niños que entren en las fábricas, y sobre todo, hacer que el trabajo no impida su des arrollo intelectual, que por desgracia es muy escaso en las clases jornaleras.
Ningún país del mundo puede estar interesado en que su raza degenere; todos los países del mundo están, por lo contrario, interesados en que las razas conserven y aun aumenten su pujanza y sus bríos, para que los hombres sean ciudadanos útiles y miembros activos de la gran familia humana. y esto no es posible alcanzarlo sin leyes que defiendan a los niños contra los abusos de sus padres.
Queremos realizar además otro pensamiento que abrigaba ya el anterior Gabinete. A nuestro parecer, es necesario cambiar, en beneficio de las clases jornaleras, la forma de venta de los bienes nacionales. Ya cuando se trató de venderlos en 1836, hubo una voz autorizada que manifestó la necesidad de que estos bienes se cedieran, no a título de venta, sino a censo.
Si entonces se hubiera creído al que esto decía, ¡cuán distinta no sería hoy la situación de la Nación española! ¡Cuántos millares de propietarios no habría hoy completamente identificados con la revolución, que la hubieran defendido a toda costa, así como hoy están, por desgracia, apegados a las antiguas tradiciones y a las antiguas ideas, siendo auxiliares y cómplices de la rebelión de don Carlos! Si entonces se hubieran dado las tierras a censo, si se las hubiera puesto al alcance de las últimas clases sociales, esas clases jornaleras serían hoy la base y el sostén de la obra revolucionaria, mientras que hoy en los campos son sus más decididos enemigos.
Pensamos, por tanto, cambiar la forma de enajenación de esos bienes, haciendo que en vez de vendérselos, se los dé a censo reservativo, con facultad en los jornaleros para ir redimiendo el censo por pequeñas partes, a fin de que pronto sean propietarios de sus tierras en pleno alodio.
Pudiera hablaros, señores Diputados, de otras muchas reformas; pero creo que bastan las dichas para el tiempo que podemos emplear en realizarlas.
¿Qué podremos hacer sobre esto desde el momento en que entremos en la discusión de la Constitución política de la República?
Fáltame ahora solamente deciros que es necesario que aceleréis la obra de esa Constitución; que es necesario que no perdáis momento; que debéis nombrar, si es posible, hoy mismo la comisión que ha de redactar el proyecto y la que debe demarcar los futuros Estados federales.
Sólo constituyendo rápidamente la República; sólo dando a conocer que la República no es un peligro; sólo haciendo comprender a todo el mundo que la Federación no compromete la unidad nacional, peligro que algunos temen y otros afectan temer; sólo así conseguiremos que los pueblos de Europa tengan el respeto debido a la República española y empiecen por reconocerla.
Caminamos a este fin, y no perdonaremos medio para alcanzarlo lo más pronto posible. Nuestro único objetivo es que todos los pueblos entiendan que no sólo no somos un peligro para los demás, sino que no lo somos ni aun para nosotros mismos.
Y si vosotros, recordando las palabras que os he dirigido, por más que salgan de labios desautorizados, en vez de consumiros en luchas estériles entráis en cuestiones de verdadera importancia para la vida de la Nación, yo os lo aseguro, se salvará la República, por grandes y poderosos que sean sus enemigos. (Aplausos.)
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