EL CONSEJO DEL PARTIDO FEDERAL A LA NACION
La cuestión social preocupa todos los ánimos. La religión, la ciencia, la política se afanan por resolverla. No halla ninguna solución; pero nin guna se considera con derecho a relegarla al olvido. Ha empezado en todas partes la lucha por la igualdad, y todo anuncia que ha de ser larga y sangrienta; no hay quien no crea necesario y urgente prevenirla, o cuando menos mode rarla, por más o menos atrevidas reformas.
Sobre cuáles hayan de ser éstas, varían los pareceres. No basta, a nuestro juicio, cerrar la mina y la fábrica a la mujer y al niño, ni indemnizar al que se inutilice en el ejercicio de su industria, ni procurar al trabajador más o menos días de reposo; el mal radica, para nosotros, en la desigualdad de condi ciones, y a corregirla hay que dirigir todos los es – fuerzos.
Favorece la ley por las distintas formas de la usura la acumu lación de la riqueza; e ínterin unos holgando viven en la abun dancia, otros trabajando mueren llenos de privaciones y fatigas. Los desheredados son los más, los favorecidos los menos; mas los favorecidos, con ser los menos, tienen bajo su autoridad y dominio a los desheredados. Crea el trabajo el capital, y sólo el trabajo lo fecunda; y el capital, es, sin embargo, el señor; el trabajo el siervo.
Fundir en una las dos fuerzas y hacer que la riqueza circule por el cuerpo todo de la sociedad, como circula la sangre por el cuerpo todo de la gente sana, ha de ser hoy el objeto de las leyes y el fin del derecho. Para lograrlo proponen muchos la nacionalización, quiénes de la tierra, quiénes de todos los instrumentos de trabajo. Nosotros, al temor de que menoscabe la personalidad del individuo y dificulte por otras vías el mo vimiento económico, añadimos la imposibilidad de establecerla sin respetar los intereses creados, y nos decidimos de pronto por otros medios.
Hay ahora una palanca con que remover el mundo: la amor tización de los capitales. Por ella se liquidan hoy sin esfuerzo cuantiosos créditos, se facilita casa propia a hombres de caudal escaso, se propuso Gladstone hacer a los colonos de Irlanda dueños de la tierra que cultivan y se emancipó no hace mucho tiempo en Rusia a diez millones de siervos. Por ella se podría ex tinguir la deuda pública, carga ya insoportable para los pueblos, y revertir desde luego al Estado los ferrocarriles.
Con generalizar este sistema, repartir a comunidades obreras toda la tierra inculta, expropiar lo que conviniere donde la des vinculación no hubiese producido sus esperados frutos y con vertir la locación en censos redimible a plazos, entendemos que se prepararía y aceleraría considerablemente la solución del problema. Se la aceleraría mucho más, si se redujera la sucesión intestada, se gravaran con fuertes derechos las transmisiones de bienes a título gratuito, se declararan inacumulables todos los cargos, se fomentaran la transformación del salario en participación de beneficios, se persiguiera el ocio y el juego, y se dictaran reglas que significaran y moralizaran las relaciones entre el capital y el trabajo.
Protege el Estado a los productores abriéndoles caminos y poniéndolos por el arancel y la aduana al abrigo de la concu rrencia de otros pueblos; protege a los propietarios dándoles una guardia rural que los defienda y facilitándoles el crédito por el registro de hipotecas; protege a la Iglesia otorgándole al año hasta cuarenta millones de pesetas; protege a sus servi dores señalándoles retiros para cuando viejos, y pensiones de viudedad y de orfandad para después de muertos; ¿es justo que deje en completo abandono sólo a los trabajadores, vícti mas de una doble concurrencia, la de sus amos y la de sí mismos?
Es el Estado el que por sus imprevisoras e interesadas leyes ha abierto anchos fosos entre los capitalistas y los trabajadores; al Estado toca, en primer término, cegarlos por nuevas y más justas leyes. No serán nunca censurables las reformas que para conseguirlo intente. Por atrevidas que sean, no es posible que correspondan jamás a la magnitud del mal que lamentamos.
Los jornaleros todos piden hoy que se les reduzcan las horas de trabajo: creemos de razón que se les atienda. El trabajo excesivo agota prematuramente las fuerzas y embrutece. Impide el cultivo de la inteligencia y la expansión del sentimiento; priva al hombre de los más puros y santos goces de la vida. A ocho horas por día quieren que se lo reduzca, y a ocho horas consideramos conveniente que lo rebaje el Estado en todas sus obras y servicios, ya los haga por administración, ya por contrata. A eso camina Inglaterra, con ser el portaestandarte del individualismo. En los establecimientos del Estado y en las minas podría desde luego hacerse esta reforma.
Otras muchas proponemos en el adjunto programa, y otras más habríamos propuesto si no hubiéramos tomado la resolu ción de limitarlas a las que están o estuvieren realizadas en algún pueblo de la tierra.
Nosotros, no solamente no dudamos de que la cuestión so cial exista; estamos firmemente convencidos de que será el grito de guerra del siglo XX como lo ha sido del siglo XIX la cuestión política: admitiremos cuan to en nuestra opinión pueda contribuir a decidirla sin sangre.
Los trabajadores pueden hacer no poco porque este bello ideal se cumpla. Han de organizarse, no confusamente, sino por artes y grupos de arte. No de otra manera podrán, por ejemplo, encargarse de las muchas obras y servicios del Estado, a que no pueden menos de concurrir diversas industrias. No de otra manera podrán tampoco adquirir el crédito de que para estos servicios y obras necesitan.
Se engañan si creen ociosa esta organización e inútiles estas parciales reformas porque han de conseguir de un golpe y por meros actos de fuerza la igualdad que persiguen. Jamás se veri ficaron de este modo las grandes revoluciones. Tienen las socie dades, aun las fundadas en la injusticia, increíbles medios de resistencia, y, cuando salen vencedoras de peligros que amena zaron su vida, se entregan a horribles venganzas. Vencido en Brindis Spartaco, se siguió sin piedad el alcance a sus dispersas tropas, y se crucificó a seis mil esclavos en el camino de Capua a Roma.
Facilita nuestro sistema político la decisión de muchas cues tiones. Federales hoy como siempre, dividimos en regiones la Península, y las reconocemos autónomas y capaces de reformar su derecho. Podrán bajo nuestro sistema por sus propias leyes, Galicia resolver el problema de los foros y remediar los males de la extremada dislaceración de su territorio; Andalucía anular añejas usurpaciones y dividir sus latifundios; Cataluña poner término a la agitación producida por la rabassa morta.
Autónomos en su vida interior reconocemos además a los Municipios, y por los Municipios principalmente cabrá garantizar la vida de los ciudadanos. Autónomas las regiones, harán indudablemente rápidos pro gresos. Libres de la ingerencia del Estado, dueñas de su legis lación, árbitros de su suerte, es natural que, recobrando la energía de otros tiempos, vigoricen su administración, abran nuevos manantiales de riqueza y saquen de sus antiguos moldes el dere cho. Lo que no ha sabido hacer el Estado, es posible que ellas lo realicen: dar de mano a las vetustas leyes de Roma, predomi nio de patriciado sobre la plebe y origen de la guerra social en que vivimos.
Somos republicanos; pero republicanos que no concebimos sin la au – tonomía de las regiones y los Municipios la República. Deseamos sus – tituir el régimen parlamentario por el represen tativo; pero bajo la condición de que las regiones estén cons tituidas sobre firmes y seguras bases. No sería de otra manera la República sino un vano nombre, ni lograríamos librarla de los riesgos de la dictadura. En el adjunto programa determinamos las atribuciones de cada una de las entidades políticas que reco nocemos: no cabrá ya, creemos, ni acusarnos de vaguedad, ni decir que dejamos reducido a la impotencia el Estado.
No es nuevo este programa; no es sino el desarrollo del que siempre tu vimos. Nos hemos consagrado a definido y desenvol verlo, pecando más de abundantes que de sobrios, ya para res tituir a su primitiva pureza los principios que pudo oscurecer algún tanto la unión republicana, ya para que se vea que no nos dejamos, como otros partidos, llevar de turbias corrientes.
Somos lo que siempre fuimos: demócratas y revolucionarios. No importa que nos digan que somos los aparecidos de gene raciones que pasaron. No admitimos límites ni para el pensa miento ni para la conciencia. Porque no las admitimos, queremos, como hemos querido siempre, eliminar del Estado toda Iglesia; hacer lo que han hecho en América el Canadá, los Estados Unidos y Méjico, y están haciendo en In glaterra en la mayor parte de sus colonias y en sus propias islas. Hay para nosotros en España dos necesidades que reclaman satisfacción urgente: la enseñanza y las obras públicas. A una y otras destinamos los cuarenta millones del culto y el clero. Todas las religiones halla rán en nosotros igual respeto; pero a todas exigimos que vivan de las limosnas de sus fieles. El importe de los bienes que la Iglesia tuvo, sobradamente satisfecho queda con los millones que le hemos entregado desde la disolución de las comunidades religiosas y la supresión de diezmos. En cambio hacemos ciuda danos a los sacerdotes de todos los cultos: no los eximimos de ningún deber, ni los privamos de ningún derecho.
Ni ¿por qué habríamos de transigir en lo que se refiere al origen y las condiciones de los Poderes públicos? Omnis potestas a populo: tal es nuestro principio. Sustituimos al de la soberanía nacional el de la soberanía del pueblo, sustitución origen de toda una revolución política.
Queremos, por otro lado, que los Poderes sean todos reales y tengan bien definidas sus órbitas. No existe hoy sino un Poder: el Ejecutivo. Aun el Legislativo es ilusorio. No son verdadero Poder unas Cortes que no pueden reunirse por derecho propio, y en cuanto se cierran no influyen, ni poco ni mucho, en la polí tica del reino. No lo son unas Cortes que el rey convoca, sus pende y mata sin que se le pueda exigir responsabilidad de nin gún género. No lo son unas Cortes que ni siquiera son árbitros de la suerte de los Gobiernos; y si alguna vez logran detenerlos, es por un obstruccionismo que, generalizado, sería la muerte del sistema. Que no lo son tampoco los tribunales, no creemos nece sario decirlo. No vivimos bajo un régimen parlamentario, ni bajo un régimen puramente representativo, sino bajo un régi men bastardo. Urge reorganizarlo, y a reorganizarlo tendemos en el adjunto programa.
No hablaremos de nuestras reformas administrativas, de suyo comprensibles. En el orden económico el problema parece reducido a la nivelación de los presupuestos, y para conseguirla, a la rebaja de los gastos y al aumento de los tributos. Se rebaja los gastos inconsideradamente, y de tal manera se multiplica los tributos, que apenas cabe dar un paso sin que se sienta en los hombros la mano del Fisco. No obedece a criterio alguno nuestro sistema tributario: la riqueza paga al nacer, al trasformarse, al circular, al consumirse: aquí proporcional, allí pro – gresivamente. Se ignora, o por lo menos se afecta ignorar, que el régimen fiscal es el timón de las naciones, y por un simple impuesto se lleva frecuentemente a la ruina importantes indus trias. ¿Qué es, además, ver que se busca la economía en lo pe queño y se mantiene en lo grande el des pilfarro, se suprime lo necesario y se respeta lo superfluo?
Nosotros queremos a la vez la nivelación y la transformación de los presupuestos: aplicar a las verdaderas necesidades del país el importe de los tributos, unificados paulatinamente y abo lir, desde luego, el de Con – sumos, que, sobre ser gravosísimo para el pobre, hace de cada pueblo una aduana; establecer en toda la tributación el sistema progresivo, indispensable para contener la desnivelación de fortunas; organizar las contribuciones de modo que no bajen como ahora, declinadas de productor en pro ductor, a las últimas clases del pueblo.
Queremos, como antes indicamos, amortizable toda la deuda pública, mas sólo por el procedimiento de los bancos territo riales; pasamos porque se arriende la cobranza de las contribu ciones; no creemos que se pueda prescindir de la deuda flotante, pero la limitamos a anticipos sobre los ingresos del ejercicio corriente.
Aun a la política internacional hemos querido extender nuestro programa. Somos enemigos irreconciliables de la guerra. No que remos conquistar ni que se nos conquiste. En el trabajo y no en las armas entendemos que estriban el bienestar y la grandeza de las naciones. Nos hizo famosos el espíritu invasor, pero también indolentes y pobres. Sería no escarmentar ni aun en cabeza propia, volver a la vida aventurera. Si realmente aspiramos a civilizar gentes aún sumidas en la barbarie, no tampoco por la fuerza, sino por el comercio y las buenas relaciones hemos de ganarlas. Con júbilo y con amor nos acogieron los primeros americanos que descubrimos. Sólo cuando nos supieron rapaces y violentos nos odiaron y volvieron contra nosotros sus armas.
Lógicos y justos, no hemos de incurrir nunca en la contra dicción de considerar sagrado el suelo de la patria propia, y no poner reparo en violar el de la patria ajena. No autorizan para nosotros a violarla ni la continuidad de territorios, ni la iden tidad de raza, ni la afinidad de lenguas, ni la superioridad de civilización, ni más o menos significativas tradiciones.
Hay un orden de intereses internacionales: claramente lo de muestran los muchos tratados que de nación a nación se han hecho: tratados de límites, tratados para el empalme de caminos, tratados postales, tratados de telégrafos, tratados de navegación y de comercio, tratados de propiedad literaria y artística, tratados de extradición, tratados para el cumplimiento de exhortos y sen tencias, tratados consulares, etc. Todo orden de intereses implica para nosotros la creación de un poder que los gobierne y los dirija; y a la creación de ese poder aspiramos, a la creación de un poder que a la vez dirima las discordias que entre las nacio – nes surjan, evite la guerra y haga lo posible el general desarme.
Aun a la constitución de la humanidad en un todo orgánico queremos contribuir con nuestras escasas fuerzas.
Por de pronto desearíamos que Portugal se prestara a ser una de las regiones de la Península. Nada perdería bajo nuestro sistema. Sería tan autónoma como hoy en su vida interior, y se regiría por su constitución y sus leyes. Sólo en su vida de relación estaría subordinada a un poder central que ella habría creado con las demás regiones.
No nos ofenderíamos si no se prestase a tanto. La favoreceríamos en sus de seos de constituir la confederación latina, y estaríamos desde luego pron tos a declarar válidos los contratos que en su territorio se celebrasen, las sentencias que por sus tribunales se profiriesen y los títulos académicos que por su Gobierno se librasen. Aun a la celebración de un nuevo zollverein nos hallaría dispuestos.
Mas es hora ya de poner fin a tan largo manifiesto. El alza de los cambios, la carencia de oro, la depreciación de la plata, el entorpecimiento de nuestras relaciones mercantiles con otros pueblos, son quizá los menores males que nos afligen. El mal mayor es la atonía en que hemos caído.
Nada nos apasiona ni nos conmueve. Sobrellevamos casi sin protesta la lluvia de tributos con que periódicamente se nos ago bia; nos dejamos llevar impasibles de déficit en déficit y de em préstito en empréstito. Connaturalizados con los vicios públicos, sentamos ya entre las adebalas el cohecho y el soborno, oímos in diferentes hablar de desfalcos y latrocinios, Y no nos escandaliza mos de que el juego invada cafés, casinos, hipódromos, frontones.
Apenas si nos interesan ya las luchas del Parlamento; apenas si nos preocupa la reacción religiosa; apenas si nos sentimos con fuerza para de tenernos en cuestiones que exijan seria aten ción y prolijo examen. Es – tamos convencidos todos de la bastardía y de la esterilidad del actual régimen; pero contribuimos todos a sostenerlo, faltos de energía y de es peranza.
Cortes y prensa se resienten de tan lamentable atonía. Pasó la hora de las grandes luchas y de las acaloradas polémicas. Consumen negocios baladíes la elocuencia, el vigor, el ingenio. La apostasía no altera ya la bilis de nadie; la aplaude el que la aprovecha y no la estigmatiza el que la sufre.
Gana la atonía aun a los partidos republicanos. Esperanzas fallidas, transacciones, hijas tal vez de nobles deseos, falta de ideales claros y definidos van entibiando el ardor que en otros días tuvieron. Aun los trabajadores pierden de su anterior em puje. Los enervan divisiones profundas, crímenes a los que son aje nos y su incomprensible separación de la política militante, que los priva de voz y voto en los Parlamentos y las Corporaciones populares. Incomprensible, decimos, porque no es así como obran los trabajadores del resto de Europa. Pugnan por conseguir el derecho de sufragio los de Austria y Bélgica, y tienen ya numerosa representación en las Cámaras los de la vecina República y los del Imperio germánico. En la Cámara de los Comunes han logrado penetrar los de Inglaterra.
Si por este programa acertaremos a vencer algún tanto la general atonía, por muy honrados y muy dichosos nos tendría mos. Imítennos los demás partidos; ha llegado la hora de que cada cual diga lo que siente y piense. Ferat anusquisque scrip tum in fronte quid de Republica sentiat.
Fuente: Pi y Margall: Federalismo y República