Tú no sabes del horror de los llantos solitarios.
Pedro Garfias
Estamos en verano y dicen que es el verano el tiempo de la vida. Yo no lo sé. Antes los veranos tenían la textura feliz de los regresos, del autobús de línea atravesando las montañas como un fitzcarraldo de andar por casa, del abrazo a quienes se habían quedado en el pueblo para que las casas no acabaran siendo solamente la guarida del lobo. Ese “antes”, como todos los “antes”, podía tener sentido en el momento en que las cosas estaban sucediendo así y no de otra manera diferente. Pero cuando se lo saca a relucir tantos años después, lo que hacemos es caer directamente en la nostalgia, en ese embellecimiento absurdo del pasado. Los veranos de antes ya son otra cosa. El autobús de línea es un trasto inútil arrinconado en las cocheras del olvido. Las montañas arden cada dos por tres a manos del descuido institucional y la criminalidad medioambiental trufada con intereses económicos lo mismo de canallas. El abrazo entre quienes se fueron y quienes se quedaron para que no se borraran las huellas de lo común se salda con un emoticono en el WhatsApp que anuncia simplemente la hora de llegada. Los veranos son ahora mismo las tenebrosas estadísticas semanales de la DGT y la foto familiar de la Monarquía anunciando sus vacaciones después de un intenso año de trabajo y de una encomiable dedicación a la noble tarea de hacernos felices. Este verano no sé cómo será lo de la DGT (ojalá que no del todo malo), pero lo de la Monarquía es una vez más el milagro del mudo que recupera el habla y cuando escuchas lo que dice te entran ganas de espetarle casi con violencia: ¿por qué no te callas?
La Monarquía española tenía que estar más callada que ninguna otra. La tradición monárquica se fue caminito del exilio en 1931 y la recuperó el dictador Franco Bahamonde para dejar bien claro que lo que dios ató no lo puede desatar el diablo. Es verdad que luego la famosa Constitución del 78 camufló esa herencia para evitar un referéndum que decidiera entre Monarquía o República, y también es casi ridículamente verdad que de repente este país nuestro, a ratos tan extraño, se viera abrazando a los borbones como si hubieran estado comiendo sopas con nosotros toda la última historia de nuestras vidas. Solo nos faltaba el 23-F para que sentásemos a nuestra mesa al rey y aceptar que se zampara tranquilamente hasta la ración de postre que en justicia de menú compartido nos correspondía. Poco a poco se fueron descubriendo las flaquezas humanas de la Monarquía y donde antes estuvo dios sellando las atribuciones y la fama de su máximo representante en nuestra tierra empezaron a aparecer huellas de elefante y mordidas a su antojo en los bienes escriturados a nombre de la ciudadanía, una ciudadanía (o sea, ustedes y yo) que asistía más que harta (pero nunca suficientemente harta) a los caprichos y corrupciones de una institución que cada vez se parecía más a la Casa Usher de Edgar Allan Poe. Por eso, cuando la cosa pintaba mal para la Monarquía, hubo que cambiar con urgencia la foto de la familia real y transmutarla en otra. Claro, lo único que cambiaba en la foto eran las personas. Pero lo de más adentro, lo que significaba esa foto de verdad, no cambiaba nada. Lo que dios ató no lo iba a desatar nadie y menos el diablo. La nueva Monarquía surgía para remendar los tropezones de la vieja. Eso era lo que se proponía, desde los poderes más o menos bien llamados fácticos, con aquella abdicación exprés de Juan Carlos I y el nombramiento igualmente exprés de Felipe VI para sucederle. En aquellos días de 2014 hubo un rebrote del republicanismo. Los sueños de Carpanta, confundiendo la hambruna del franquismo con un pollo volando delante de sus narices, volvían a ser nuestros. Pero pronto el pollo se alejó de nuestro olfato y volvimos a quedarnos con la esperanza republicana en stand by.
El nuevo monarca siguió su andadura y el milagro del mudo que recupera el habla, con lo bien que estaba calladito, volvió a hacer estragos en la siempre tan difícil y compleja convivencia ciudadana. El 3 de octubre de 2017 saltó a la televisión para echar leña al fuego en medio del sufriente conflicto catalán y de nada sirvieron las protestas de tantísima gente que censuraba las palabras del monarca tomando partido por una de las partes. Aquel fuego no pasó a mayores, pero no se olvidó. Para nada se olvidó aquella soterrada soflama atizando las brasas del debate como un contendiente más en el conflicto. Por eso, precisamente, ha vuelto aquella infeliz comparecencia a los días de un verano que ya no es como los de antes. La política de pactos para formar gobierno en España no ha dado buenos frutos. Este artículo no va de repartir responsabilidades entre unos, otros y los de mas allá. Este artículo va de un rey que debería de ser árbitro en medio de cualquier discusión política y, como ya hizo aquel infausto 3 de octubre de hace casi dos años, ha vuelto a montar un cristo de campeonato. Como quien no quiere la cosa, se ha salido de la mudez que imponen las fotografías para decir que hay que encontrar una solución a eso de formar gobierno antes de ir a nuevas elecciones. O sea, que sí, que el rey ni está mudo ni desnudo. Tenemos un rey que interviene en el debate público atizando ese debate en vez de estar callado o de ejercer, como mucho, un arbitraje justo en un panorama político tan desdichadamente volcado en la inclemencia. Y a esa locuacidad tan desgraciada se han sumado enseguida los que siempre se suman a aventar las primeras chispas del incendio. Una alternativa para la investidura que no sea Pedro Sánchez, eso dicen desde el PP en una operación surrealista que a buen seguro pueden aplaudir, con más o menos matices, sus colegas de derechas. Un recambio exprés en la posible investidura como el que llevó a Felipe VI a la jefatura del Estado.
Armar la marimorena no entra en el sueldo de ese rey. Expandir un malestar a ratos insufrible entre quienes no pueden con su alma porque ya no caben en sus vidas más llanto, ni más dolor, ni más rabia inconsolable, es una temeridad que nadie, y mucho menos el rey como jefe del Estado, debería permitirse. Y, sin embargo, eso es lo que ha hecho, como en aquel 3 de octubre de 2017, el rey Felipe VI después de haber salido de la mudez que impone –o debería de imponer– la imagen estática de una fotografía tomada durante sus muy bien pagadas vacaciones de verano. Ya dije que los veranos no son lo que eran antes. Pero hay algo que pervive en sus entrañas sin que sea necesario atarlos a la nostalgia. Ese algo son las noches en calma, cuando la última luz se esconde tras los montes y el río suena con la levedad anticipada de un sueño que nadie nos puede robar así como así, porque le dé la real gana. Debería saber el rey que en su sueldo no va la palabra cuando nadie se la pide sino el silencio. Si leyera a mi admirado y sabio José Manuel Caballero Bonald bien que lo sabría el ilustre veraneante: “Más que la percepción de la palabra importa el silencio que ocupa”. Pues eso: ¿por qué no se calla?
Artículo publicado originalmente en infolibre
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