EEUU y la construcción de un imperio. Parte I

EEUU y la construcción de un imperio
El otro día escribí a Perry Anderson, protagonista de la que sería mi siguiente entrevista, para preguntarle qué pensaba de los debates que estaban teniendo nuestros candidatos a la presidencia sobre política exterior. Se trataba de una pregunta lógica: Anderson, profesor, intelectual y erudito, acaba de publicar American Foreign Policy and Its Thinkers (algo así como La política exterior de EE.UU. y sus intelectuales), una explicación perfectamente lúcida y coherente de las raíces históricas y de los pensadores que han moldeado la política exterior estadounidense.

“La charla sobre los candidatos me deja sin palabras”, fue la respuesta lacónica de Anderson.

Totalmente comprensible. La mayoría de cosas que tienden a decir –y no excluyo a los candidatos demócratas– no son más que una representación decadente (con fines excepcionales) de una tradición política que, tal y como nos recuerda el libro de Anderson, tuvo en su día una coherente razón de existir. Incluso aunque nos llevara a actuar de forma incoherente e irracional por todo el mundo.

americanforeignpolicy--621x414Nacido en Londres en 1938 (durante la crisis de Múnich, tal y como él mismo destaca), Anderson ha sido una figura muy destacada en la escena intelectual trasatlántica desde que fuera nombrado, con solo 24 años, editor de la (entonces en apuros) New Left Review en 1962. Ocho años más tarde, la NLR lanzaría Verso, una editorial tan única e influyente como el diario.

Anderson ha dirigido, a intervalos, ambos proyectos. Sus propios libros abarcan un amplio espectro. Mis favoritos son Zone of Engagement (1992) y Spectrum (2005), una colección de ensayos que examina a los pensadores más influyentes del siglo XX. A éstos añado ahora este nuevo libro sobre política exterior. Un título que considero indispensable para todo aquel que se tome el asunto en serio.

Anderson, quien ha enseñado política comparada e historia en la UCLA desde 1989, me recibió en su casa de Santa Mónica el verano pasado. Durante la conversación, que duró horas, me impresionó una y otra vez, desde su espartano despacho, con sus amplias referencias y con la claridad con la que puede responder a preguntas muy complejas. Anderson no malgasta palabras cuando cree que no estás en lo cierto, tal y como podrán comprobar los lectores. Pero sus contraargumentos son siempre generosos y muy gratificantes.

La transcripción que ofrecemos a continuación es la primera de tres partes, e incluye algunas preguntas respondidas por correo electrónico. La entrevista está retocada pero de forma muy moderada. La segunda parte se publicará mañana.

La política exterior de EE.UU. y sus intelectuales se publica en un momento muy oportuno, dada la importancia que está adquiriendo ahora el debate sobre la política exterior entre el electorado norteamericano. ¿Cómo describiría su enfoque? ¿Qué distingue a este libro del resto? ¿Cómo deberíamos leerlo?

El libro intenta hacer dos cosas. Por un lado examina la historia de la política exterior norteamericana, de 1900, aproximadamente, hasta la construcción gradual del imperio global de nuestros días. Ésta se vislumbró claramente como una posibilidad durante la Segunda Guerra Mundial, y hoy es ya una realidad que abarca los cinco continentes. Queda claro con sólo echar un vistazo rápido a las bases militares que hay en todo el mundo. La Guerra Fría fue un episodio central en esta trayectoria, pero el libro no trata simplemente de los acuerdos vis-à-vis de EE.UU. con la URSS o China. Intenta tratar por igual las relaciones de América con Europa y Japón, así como del Tercer Mundo. Tratarlas, no como una entidad homogénea, sino como cuatro o cinco zonas que requieren distintas políticas.

La segunda parte del libro es un estudio de la gran estrategia estadounidense. Eso supone analizar las distintas formas que hacen que los consejeros de estado interpreten la posición actual de Estados Unidos en el panorama internacional y hagan recomendaciones de lo que Washington debería hacer al respecto.

Incluye en el libro a un grupo de grandes pensadores (Kissinger, por supuesto, pero también Brzezinski, Walter Russell Mead, Robert Kagan…) y a personajes como Francis Fukuyama, a quien yo considero una figura ridícula pero que usted consideró que era digna de análisis. ¿Cómo escogió a esos nombres?

Francis Fukuyama

Francis Fukuyama

He mirado el espectro de pensadores que están dentro y fuera del gobierno y la academia (o de los think-tanks), que hayan orientado de algún modo la política exterior de Estados Unidos desde 2002. Y que tengan cierta originalidad intelectual. Kissinger no es uno de ellos. Sus ideas pertenecen a una época pasada, y sus últimas propuestas son un cliché. Fukuyama, quien detectó cuales serían los efectos de seguir en su puesto y se apartó del aparato estatal de forma bastante temprana, es una mente distinta. Los personajes seleccionados cubren un período que siempre ha estado marcado por el establishment bipartidista.

Usted hace distinción entre la excepcionalidad americana (que se palpa en el ambiente) y el universalismo americano (algo que pocos de nosotros entendemos como algo separado). El primero tiene a Estados Unidos por algo singular (y excepcional), y el segundo sostiene que el mundo está destinado a seguirnos, que los senderos que nosotros iluminamos son el futuro de la humanidad. Usted lo llama “mezcla potencialmente inestable”. ¿Podría explicar mejor esta distinción, y explicar por qué cree que es inestable?

Es inestable porque la primera puede existir sin la segunda. Hay, por supuesto, un vínculo ideológico entre las dos, una idea casi religiosa, muy específica de Estados Unidos: La idea de la Providencia. Eso es, de la Divina Providencia. En su libro Time No Longerhay hay una cita con una expresión increíble, que dice: “Cuando uno entra en el debate, no hay ninguna duda de que la mano de la Providencia ha formado parte de la nación, y puede encontrarse en Washington, en Lincoln o en Roosevelt”. Esta declaración se escribió a mediados de los noventa, y no por ningún predicador de televisión, sino por Seymour Martin Lipset, catedrático de Harvard y Stanford, presidente de la American Sociological y la American Political Science Association. Un demócrata único.

¿Cuál es la fuerza de esta idea? La creencia de que Dios ha señalado a Estados Unidos como una nación escogida, una idea que fácilmente se convierte en convicción y que implica vivir con esa idea de poseer una misión, tener un objetivo. Una misión que vendría a ser llevar los beneficios de Dios al mundo.

George H. W. Bush, Barack Obama, George W. Bush, Bill Clinton y Jimmy Carter, presidentes de EEUU

George H. W. Bush, Barack Obama, George W. Bush, Bill Clinton y Jimmy Carter, presidentes de EEUU

Presidente tras presidente, desde Truman a Bush o Obama, pasando por Kennedy, reiteramos los mismos símbolos: “Dios nos ha dado esto, Dios no ha dado aquello”. Y con este sentido único de libertad y prosperidad se nos ha conferido una especie de “llamada universal” que nos lleva a esparcir esos beneficios al resto del mundo. ¿Cuál es el título del relato contemporáneo más ambicioso sobre las estructuras subyacentes de la política exterior de Estados Unidos? Special Providence (Providencia Especial), de Walter Russel Mead (2001).

Pero mientras un universalismo (podríamos decir mesiánico) sigue esa excepcionalidad providencial, eso no es una consecuencia inevitable del mismo. En Time No Longer, usted mismo mismo arma un gran ataque a la idea de excepcionalidad pero (y podemos divergir en esto), si me pregunta cuál es el elemento más poderoso en la concepción de la imagen propia de una nación, le diré que la menos peligrosa es la excepcionalidad. Esto puede parecer paradójico, pero históricamente la idea de la excepcionalidad ha permitido que haya una alternativa, una alternativa que supone una idea mucho más modesta: si el país es diferente de todos los demás, no debería meterse con el resto. Es el argumento del discurso de despedida de George Washington [de 1796].

Un siglo después, esta posición se conoció como el aislacionismo y, como el imperio americano no hacía otra cosa que consolidarse, la idea se fue transformando invariablemente como una concepción cerrada, miope y egoísta. Cosa que, a menudo, se podía conectar con esa sensación de que la república estaba en peligro, y que se debían de abordar los males internos.

Normalmente no aplicamos el concepto de «excepcionalidad» de la misma forma a Estados Unidos que a Japón, aunque, si alguna nación del mundo asegura ser totalmente única, ésta es Japón. Pero la reclamación ha producido un aislamiento como impulso nacional, tanto en el período Tokugawa [1603—1868, un período de reclusión forzada muy perceptible] como después de la guerra. ¿Respaldaría eso su tesis?

Franz Schurmann Credit

Franz Schurmann

Exacto. Históricamente, la excepcionalidad ha generado una auto-regulación, una lógica cerrada que se ha combinado con una vanidad expansionista gigantesca en relatos como el del “Mundo Libre” americano. En el caso de Estados Unidos, las dos facetas de la excepcionalidad y el universalismo permanecieron distintas como impulsos aislacionistas e intervencionistas, respectivamente. Algunas veces se combinaron o complementaron y algunas divergieron, sobre todo durante la Segunda Guerra Mundial. Y luego se fusionaron. El pensador que mejor escribió sobre todo esto fue Franz Schurmann, quien publicó su Logic of World Power durante la guerra del Vietnam. Argumentó que cada una de las concepciones tenía una base regional y política distinta: el electorado del aislacionismo es la pequeña empresa y las comunidades agrícolas del medio oeste americano, y los intervencionistas serían la banca y las élites de la costa este. A menudo ha habido conflictos entre los dos, sobre todo hasta finales de los años treinta del siglo pasado. Pero durante la Segunda Guerra Mundial se juntaron en una síntesis que él atribuyó (de forma muy prematura) a FDR [Franklin D. Roosevelt]. Y así se ha mantenido desde entonces. La figura emblemática de dicho cambio fue [Arthur H.] Vandenberg, senador republicano por Michigan [1928—51], quien se mantuvo crítico con el aislacionismo incluso después de Pearl Harbor, pero que, al finalizar la guerra, se convirtió en un gran defensor del nuevo consenso imperialista.

Hoy día el debate principal parece haber construido dos alternativas muy marcadas: O existe un compromiso, o hay aislamiento. En esta construcción, el compromiso es militar; si no estamos comprometidos militarmente, es que somos aislacionistas. Creo que esta es una concepción muy equivocada de las cosas. Hay muchas vías de comprometerse con el mundo que no tienen nada que ver con esta reafirmación militar constante.

Es verdad. Pero el compromiso, en este caso, no se refiere sólo al acuerdo militar, sino también a una demostración de poder mucho más amplia. Uno de los pensadores con los que he discutido de mi libro es Robert Art, teórico del poder militar y de su importancia política en Estados Unidos. Y él argumenta sobre que lo que nosotros llamamos compromiso selectivo (no universal). Lo que es inusual de su teoría es que, en su búsqueda para diferenciar entre los compromisos que los EE.UU deberían o no seleccionar, considera de forma muy seria (pero no despectiva) qué sería interpretado hoy como alternativas aislacionistas. Y lo hace sabiendo que quizá termina con una posición bastante convencional.

Si aceptamos que EE.UU. está en medio de una crisis, ¿cuánto cree que durará? Como ciudadano americano acostumbro a pensar que no se puede lograr ningún cambio significativo a no ser que alteremos nuestras más profundas concepciones de nosotros mismos y de nuestro lugar con respecto a los demás. Le planteo esta pregunta con cierta inquietud, ya que un cambio de mentalidad, de conciencia, es un proyecto generacional. Nuestro liderazgo no está ni remotamente inclinado a pensar en todo esto. Estoy sugiriendo una dimensión psicológica a nuestro dilema, y sé que puede pensar que le doy demasiada importancia a eso.

Usted me pregunta si creo que los estadounidenses están atravesando una crisis. Mi respuesta sería que no están pasando por el tipo de crisis necesaria para que haya el cambio de conciencia, de mentalidad, que usted desearía. Lo describe como un proyecto generacional y, sí, uno podría decir que, en las generaciones más jóvenes, la ideología del status quo no está tan arraigada. Y es verdad que, en ciertas capas, está incluso debilitada. Eso representa un cambio muy importante, pero es generacional, más que de toda la sociedad. Y no es irreversible. Si miramos a la mayoría, incluyendo, por supuesto, a la clase media-alta, veremos que se aplica la imagen que usted utiliza para describir el propósito de su último libro. Usted reclama que hay que “hacer sonar las cadenas entre las estacas del mito y la historia de los cien años que consideramos que representa el siglo americano. Este es el estilo penetrante que los estadounidenses pueden ahora oír y reconocer. Nosotros ni lo hemos hecho sonar ni lo hemos escuchado aún.” Eso es muy cierto, por desgracia. Lo más que se puede decir es que, entre las generaciones más nuevas, esas cadenas se están debilitando un poco.

Intento distinguir entre las naciones fuertes y las poderosas, considerando a las primeras flexibles y receptivas a los acontecimientos y las segundas siendo frágiles e inestables. ¿Es esta una manera útil de juzgar la América del siglo XXI, poderosa pero de dudosa solidez real? Si es así, ¿no implicaría algún cambio en el moldeamiento de la mentalidad americana?

Eso depende del grado de inestabilidad que notes en el país. En general, los cambios en la conciencia de la gente se producen cuando hay una alteración importante en las condiciones materiales de vida. Si una depresión económica muy profunda o un desastre ecológico extremo golpean a una sociedad, todo es posible. Es entonces cuando, de repente, esos pensamientos y acciones que antes eran inconcebibles se convierten en posibles y naturales. Esa no es la situación de la América actual.

Hasán Rouhaní, presidente de la República Islámica de Irán

Hasán Rouhaní, presidente de la República Islámica de Irán

¿En este contexto, se puede negociar un acuerdo con Irán? No veo otra solución que no sea avanzar, cambiar de enfoque. ¿Qué cree que hizo que la administración Obama persiguiera este pacto? (Dejando de lado, por supuesto, ese deseo de “legado” que siempre tiene el candidato que está a punto de terminar su mandato).

El acuerdo con Irán es una victoria americana, pero no un cambio en la política exterior de EEUU. La presión económica sobre Irán se remonta a la época de Carter, cuando los EEUU congelaron el valor exterior del país después del derrocamiento del Sha, y también durante la administración Clinton, cuando se impusieron una serie de sanciones. La administración Bush aumentó la presión asegurando que había una generalización de las sanciones por parte de la ONU en 2006, y la administración Obama ha cosechado ese efecto.

 En la última década, el objetivo ha sido siempre el mismo: proteger el monopolio nuclear de Israel en la región sin correr el riesgo de un posible bombardeo israelí sobre Irán (lo que encendería una oleada de ira popular en Oriente Medio demasiado grande). Siempre ha sido probable, tal y como apunto en mi libro, que el régimen clerical de Teherán cediera ante el bloqueo, si ese era el precio de la supervivencia. De hecho, el acuerdo incluye una cláusula de vencimiento para así salvar un poco su imagen, pero la realidad es que se tata claramente de una rendición de Irán.

Puedes ver lo poco que significa una alteración en las operaciones en la región cuando ves lo que la administración de Obama está haciendo en Yemen, dónde está ayudando a la total destrucción del país que está llevando a cabo Arabia Saudita. Y todo, para intentar frustrar los planes imaginarios de Irán.

Este tema irrita a mucha gente, y me incluyo. Por un lado, las acciones que subyacen en el imperio americano son materiales: la expansión del capital y la proyección del poder a través de sus representantes políticos. La mitología americana impregna esas concepciones. Y por otra parte, el tema de la seguridad tiene una larga historia entre los estadounidenses, es prácticamente una obsesión, una paranoia que se remonta al siglo XVIII. No creo que esos dos planteamientos sean excluyentes, pero estaría interesado en saber cómo se reconcilian esos dos pilares en la política exterior.

 Sí, ha habido una obsesión con la seguridad desde tiempos inmemorables en este país (diría incluso que es un tema aborigen). Y esto puedes delinearlo como un hilo independiente en la historia de cómo Estados Unidos se ha relacionado con el exterior. Por supuesto, lo que pasó desde la Guerra Fría a la ‘guerra del terror global’ fue una instrumentalización despiadada de esa ansiedad, y fue con fines expansivos, más que defensivos. Al principio de la Guerra Fría había la Ley de Seguridad Nacional, y se creó el Consejo de Seguridad Nacional. Hoy también tenemos la  Agencia de Seguridad Nacional. La ‘seguridad’ se ha convertido en un eufemismo, una tapadera para ‘engrandecimiento’.

Los Estados Unidos ocupan la mayor parte de un continente separado por dos océanos inmensos, territorio que nadie en la historia moderna ha tenido ninguna intención de invadir, a diferencia de cualquier otro estado importante en el mundo. La mayoría tienen fronteras terrestres con potencias rivales, o están separados de sus enemigos únicamente por mares estrechos. Los EEUU están protegidos por una geográfica única, muy privilegiada. Pero entonces, si su expansión en el extranjero no puede ser atribuida a los imperativos de la seguridad, ¿qué la ha motivado?

Un importante grupo de intelectuales e historiadores de la escuela de Wisconsin [incluyendo al ya fallecido William Appleman Williams, entre muchos otros] argumenta que el secreto de la expansión americana se ha apoyado desde un principio en la búsqueda constante de un capital nativo que permitiera expandir los mercados de forma continua. Eso produjo una presión en las fronteras interiores para después ir hacia el Pacífico, la Costa Oeste, Asia, América Latina y, finalmente, el resto del mundo. Todo bajo la una ideología llamada de “Puertas Abiertas”.

Un par de muy buenos profesores, Melvyn Leffler y Wilson Miscamble (uno liberal y el otro conservador), han identificado mi posición en esta tradición, agotándome con la creencia de que la política exterior de Estados Unidos no es nada más que una consecuencia de los deseos de negocio estadounidenses. Eso es un error. Mi argumento es más bien que, debido al enorme tamaño y a la autosuficiencia de la economía estadounidense, el material a disposición de EEUU excedió a las demandas del mercado nacional americano.

Esto se ve perfectamente en la Primera Guerra Mundial. Los banqueros de la costa Este y los fabricantes de armas hicieron muy bien en suministrar material a las fuerzas de la Entente, pero no había ninguna justificación económica significativa para que Estados Unidos entrara en la guerra. Los EE.UU. vieron que podían inclinar la balanza a favor de las fórmulas de imperialismo británica y francesa, en contraposición a las de Alemania y Austria. Tenían poco que perder y mucho que ganar, así que entraron.

Esta misma brecha entre el alcance de los negocios estadounidenses y el poder del estado explican la hegemonía de los Estados Unidos en el mundo capitalista posterior a la Segunda Guerra Mundial. Las historias corrientes endulzan la generosidad de EE.UU. con el Plan Marshall que recibieron Alemania y Japón [los programas de reconstrucción de después de 1945]. Pero el requisito clave era reconstruir esos antiguos enemigos como economías capitalistas fuertes que actuaran como freno del comunismo, incluso si esto significaba no aplicar una política de “Puertas Abiertas” tan fácilmente como en otros países.

Por razones estratégicas, los japoneses podían recrear una economía muy proteccionista, y el capital norteamericano tenía limitaciones. Pero la prioridad era defender la integridad global del capitalismo como sistema ante la amenaza del socialismo, y no era tan importante que hubiera un retorno económico claro para las empresas americanas. La importancia de ese retorno no fue nunca ignorada, por supuesto, pero tuvieron que esperar su tiempo. Hoy la colaboración transpacífica ya coquetea con abrir esos mercados japoneses y asiáticos que tanto tiempo han estado cerrados.

En mayo de 1963 Fidel Castro visitó la URSS y estuvo en el desfile del Primero de Mayo en la Plaza Roja junto a Jrushov

En mayo de 1963 Fidel Castro visitó la URSS y estuvo en el desfile del Primero de Mayo en la Plaza Roja junto a Jrushov

Me gustaría volver a los orígenes de la Guerra Fría, ya que creo que no iremos a ninguna parte a no ser que nos enfrentemos a los fantasmas de esa época. Usted le dedica palabras contundentes a las razones de Stalin de evitar la confrontación a partir de 1945, y a los motivos de Washington de no hacerlo. ¿Debemos atribuir el estallido de la Guerra Fría a los EEUU?

 Podemos ver el inicio de la Guerra Fría desde dos perspectivas. Una es la de los acontecimientos puntuales. Aquí, tiene usted mucha razón en designar el punto de inicio ideológico en el discurso que pronunció Truman en Grecia en 1947, donde ya designa como un “susto infernal” para los votantes el aceptar la ayuda militar a la monarquía griega.

 Pero sin embargo, en términos de política, el acto crítico que prepara el escenario para la confrontación con Moscú es el de la negativa estadounidense a dar apoyo a las reparaciones de guerra en Rusia (el país había quedado destruido durante los ataques alemanes). Una tercera parte de las zonas más desarrolladas fueron devastadas durante la guerra, tanto su industria como sus ciudades destrozadas… Mientras, los estadounidenses no sufrieron ni un rasguño en su casa de muñecas. Por el contrario, para ellos supuso un enorme crecimiento económico. No hubo ningún tema del que Stalin hablara con más insistencia durante las negociaciones entre los aliados que ese, el de las reparaciones de guerra. Pero una vez la lucha hubo terminado, los EEUU incumplieron sus promesas establecidas en los tiempos de la guerra y vetaron las reparaciones de la parte más grande de Alemania porque no querían reforzar la Unión Soviética (y sí querían reconstruir el Ruhr como una base industrial bajo control occidental. Una apuesta que perseguía la creación de lo que posteriormente se convertirá en la República Federal Alemana).

¿Puede poner Hiroshima y Nagasaki en este contexto?

 Claro. Antes de eso vino la decisión de Truman de lanzar las bombas sobre Japón. Por supuesto, lo hizo para acortar la guerra, y en parte también porque el Pentágono quería probar las nuevas armas. Pero hubo también otra razón de peso para querer destruir Hiroshima y Nagasaki. Era urgente asegurar la rendición de Japón antes de que el Ejército Rojo pudiera llegar al país. Se temía que Moscú pudiera insistir en tener una presencia destacada en la ocupación del país nipón. Ya que no podían evitarlo en Alemania, los EE.UU. estaban muy convencidos de no dejar entrar a los rusos a Japón. Así que, si miramos los acontecimientos, podemos decir que los puntos iniciales fueron el uso de las bombas atómicas en Japón y el rechazo a las reparaciones de Alemania. En este sentido, aquellos que argumentan que la Guerra Fría fue una iniciativa de Estados Unidos (el historiador sueco Anders Stephanson, quien ha estudiado a fondo el tema, lo llama un “Proyecto Americano”), tienen justificación para creerlo.

Esos son sus “acontecimientos puntuales”.

Exactamente. Por otra parte, si miramos los orígenes estructurales de la Guerra Fría, vemos la incompatibilidad radical que había entre el capitalismo americano y el comunismo soviético. Eran formas distintas de economía, sociedad y política. Los historiadores más revisionistas señalan (para mí, con propiedad) que Stalin, tras la guerra, tenía una actitud defensiva, y la determinación de erigir un muro de protección en Europa del Este para evitar que una situación como la invasión nazi de Rusia se repitiera. Pero, por todo lo demás, se dice que era plenamente consciente de la debilidad soviética y de la superioridad americana.

Y todo eso es cierto, pero a la vez Stalin se mantuvo como un comunista que creía firmemente que la misión final de la clase trabajadora mundial era derrocar al capitalismo, en todas partes. Su postura inmediata siempre era a la defensiva, pero a largo plazo sus expectativas eran ofensivas. En ese sentido, las políticas de Estados Unidos hacia la Unión Soviética no eran necesariamente agresivas, tal y como mantienen los revisionistas, y sí muy racionales. Pero los dos sistemas eran enemigos mortales.

Patrick L. Smith entrevista al profesor e intelectual Perry Anderson.

Traducción de Anna Galdon