Más recientemente he visto muy claro la necesidad del método de la no- violencia en las relaciones internacionales. Aunque no estaba completamente convencido de la eficacia de la guerra en conflictos entre naciones, presentía que, aunque no podía ser nunca un bien positivo, podían servir como bien negativo para impedir la proliferación y el crecimiento de la fuerza del mal. La guerra, aun siendo horrible, era preferible a la rendición a un sistema totalitario.
Pero ahora creo que la poderosa fuerza destructora de las armas actuales elimina totalmente la posibilidad de que la guerra sirva para conseguir un bien negativo. Si partimos de la base de que la humanidad tiene derecho a sobrevivir, tendremos que encontrar una alternativa a la guerra y a la destrucción. En la era de los vehículos espaciales y proyectiles balísticos dirigidos, la elección está entre la no-violencia y la no-existencia. No soy pacifista doctrinario, pero he abrazado un pacifismo realista que entiende que la posición pacifista es, dadas las circunstancias, el mal menor. No pretendo verme libre de los dilemas morales con que tropieza el no-pacifista cristiano, pero estoy convencido de que la Iglesia no puede permanecer callada mientras la humanidad se enfrenta a la amenaza de la aniquilación nuclear. Si la Iglesia es fiel a su misión, debe pedir que se ponga fin a la carrera de armamentos.
Mis sufrimientos personales me han enseñado a modelar mi pensamiento. Siempre vacilo antes de hacer referencia a estas experiencias por miedo a producir el efecto contrario. Una persona que constantemente llama la atención sobre sus desventuras y sufrimientos corre el peligro de provocarse un complejo de mártir y causar en los demás la impresión de que busca condolencia. Es posible que quien habla de su sacrificio se incline por el egoísmo. Por eso tengo una cierta aprensión a referirme a mis sacrificios personales. Pero en cierta manera me siento justificado por citarlos en este ensayo en razón de la influencia que han ejercido en mi pensamiento.
A causa de la consagración a la lucha por la libertad de mi gente, he conocido pocos días plácidos durante estos últimos años. He estado encarcelado en Alabama y en Georgia doce veces. Dos veces han arrojado bombas contra mi casa. Apenas pasa día sin que mi familia o yo seamos objeto de amenazas de muerte. He sido víctima de un apuñalamiento casi fatal. Así, en un sentido real he sido acosado por las tempestades de la persecución. He de confesar que, a veces, he tenido la impresión de que no podría soportar por más tiempo un fardo tan pesado y me he sentido tentado a retirarme a una vida más tranquila y serena.
Pero cada vez que me asaltaba aquella tentación, algo fortalecía mi decisión. Ahora sé que la carga del Maestro es ligera precisamente porque nosotros aceptamos el yugo.
Mis pruebas personales me han enseñado también el valor del sufrimiento inmerecido. A medida que aumentaban los sufrimientos, me daba cuenta de que existían dos formas de afrontar la situación: o reaccionar con acritud, o intentar transformar el sufrimiento en fuerza creadora. Elegí el segundo camino. Reconociendo la necesidad del sufrimiento, he intentado convertirlo en una virtud. Aunque sólo fuera por salvarme del rencor, he buscado la forma de considerar mis angustias personales como una oportunidad para transformarme y cuidar de la gente involucrada en la trágica situación en que se encuentran. Estos últimos años he vivido en la convicción de que el sufrimiento inmerecido redime. Algunos creen todavía que la Cruz es un obstáculo a superar, otros la consideran una locura; pero yo estoy más convencido que nunca de que es el poder de Dios aplicado a la salvación social e individual.
De manera que, como el apóstol Pablo, puedo decir humildemente, pero con legítimo orgullo: «Llevo en mi corazón las señales del señor Jesús». En los angustiosos momentos de estos últimos años también me he acercado más a Dios. Estoy más convencido que nunca de la realidad de un Dios personal. Es cierto que también creo en su personalidad. Pero antes la idea de un Dios personal era poco más que una categoría metafísica que consideraba teológica y filosóficamente satisfactoria. Ahora es una realidad viviente que se ha hecho válida en las experiencias de la vida diaria. Dios ha sido profundamente real para mí en estos años. En medio de los días solitarios y las noches espantosas, he sentido una voz interior que decía: «Valor, estaré contigo». Cuando las cadenas del miedo y las esposas de la frustración han puesto a prueba mis esfuerzos, he sentido el poder de Dios transformando la fatiga de la desesperanza en la plenitud de la esperanza. Estoy convencido de que el universo está sometido al control de un propósito de amor, y de que, en la lucha por el derecho, el hombre tiene una compañía cósmica.
Detrás de las ásperas apariencias del mundo hay un poder benigno. Decir que este Dios es personal no es convertirlo en un objeto finito junto a los demás objetos, o atribuirle las limitaciones de la personalidad humana; es escoger lo más noble y excelso de nuestra conciencia y afirmar que existe perfectamente en Él. Es cierto que la personalidad humana es limitada, pero como tal personalidad no comporta limitaciones necesarias. Significa simplemente autoconciencia y autodirección. Así pues, en el más puro sentido de la palabra, Dios es un Dios vivo. En Él hay un sentimiento y voluntad del corazón humano; este Dios convida a la plegaria y al mismo tiempo responde.
La última década ha sido verdaderamente apasionante. A pesar de las tensiones e incertidumbres de este periodo, sucede algo verdaderamente significativo. Mueren los viejos sistemas de explotación y opresión; nacen nuevos sistemas de justicia e igualdad. En este sentido real, es una gran época para los que la vivimos. Consiguientemente, no he perdido la esperanza en el futuro.
Admito que el optimismo superficial de ayer es imposible. Admito que nos enfrentamos con una crisis mundial que nos abandona al creciente murmullo del mar inquieto de la vida. Pero todas las crisis tienen sus peligros y sus oportunidades. Tanto puede representar la salvación como la condenación. En un mundo oscuro, confuso, el reino de Dios puede todavía imperar en el corazón de los hombres.