Un manifiesto es siempre, por definición, esquemático y propositivo. El Manifiesto Comunista también lo es. Cuando describe, en su relato del drama histórico de la lucha de clases, está, al mismo tiempo, interpretando, afirmando un punto de vista acerca de la historia toda. En este caso se trata del mundo, sobre todo del mundo del capitalismo, visto desde abajo. Y cuando propone, un manifiesto tiene que hacerlo mediante tesis o afirmaciones muy taxativas, sin ambigüedades, sin oscuridades. Un manifiesto no es un tratado ni un ensayo; no es el lugar para el matiz filosófico ni para la precisión científica. Un manifiesto no es tampoco un programa detallado de lo que tal o cual corriente o partido se propone hacer mañana mismo. Un manifiesto tiene que resumir la argumentación de la propia tendencia a lo esencial; es un programa fundamental, por así decirlo.
Y, en este sentido, lo que ha hecho duradero al Manifiesto Comunista, lo que le ha permitido envejecer bien, es la gracia con que sus autores supieron integrar el matiz filosófico acerca de la historia y la vocación científica del economista sociólogo que, por ende, pone su sa ber al servicio de otros, de los más. En la lucha entre burgueses y proletarios el Manifiesto toma partido. Sus autores saben que la verdad es la verdad dígala Agamenón o su porquero. Pero saben también que el moderno porquero de Agamenón seguirá inquieto, desasosegado, después de escuchar de labios de su amo, de su burgués, las viejas palabras lógicas sobre la verdad: «de acuerdo». Seguirá inquieto porque el porquero de Agamenón, que quiere liberarse, tiene ya su cultura, está adquiriendo su propia cultura: ha sido informado de que la verdad no es sólo cosa de palabras, sino también de hechos, de haceres y quehaceres, de voluntades y realizaciones: verumfactum.
Esto último es una clave para entender bien el texto. El Manifiesto no se limita a describir: califica, da nombre a las cosas.
Cuando Marx y Engels dicen tan contundentemente, por ejemplo, que «los obreros no tienen patria», no están haciendo sociología; no están describiendo la situación del proletariado; no están diciendo algo que se derive de tal o cual encuesta sociológica recientemente realizada. Están polemizando con quienes reprochaban y reprochan a los comunistas el querer abolir la patria, la nacionalidad. Marx y Engels sabían, cómo no, de los sentimientos nacionales de los trabajadores de la época, y ellos mismos, que vivieron en varios países de Europa, se han afirmado también, en ocasiones –como todo hijo de vecino con sentimientos– frente a otros, como alemanes que eran. Pero, como al mismo tiempo conocían bien la uniformización de las condiciones de vida a que conducen la concentración de capitales y el mercado mundial, tenían que considerar un insulto a la razón la manipulación de los sentimientos nacionales por los de arriba en nombre de las patrias respectivas. De modo que quien lea aquella afirmación del Manifiesto como si fuera la conclusión de una encuesta sociológica o no quiere entender, porque le ciega la pasión, o no se ha enterado de nada. Para su mejor comprensión aquella controvertida frase se podría traducir ahora así: los obreros no tienen patria porque los que mandan ni siquiera se la han dado o se la han quitado ya.
Pues, como escribió el poeta:
Un país sólo no es una patria, una patria es, amigos, una país con justicia.
Cuando, por poner otro ejemplo, Marx y Engels hablan, en el Manifiesto, de la burguesía como clase social tampoco se limitan a describir: califican. Pero no insultan por eso al adversario, ni le quitan valor, ni le desprecian. Al contrario: construyen el relato de la configuración histórica de la cultura burguesa como un canto imponente a sus conquistas: técnicas, económicas, civilizadoras. La forma en que se ha construido ese canto, contrapunteando, una y otra vez, pasado y presente, economía y moralidad –sentimiento y cálculo, exaltación de la técnica y conciencia de la deshumanización– es lo mejor del Manifiesto comunista, su cumbre. Porque ahí, efectivamente, es donde sentimos que estamos: en las gélidas aguas del cálculo egoísta, en la división del alma entre técnica y moralidad, entre progreso técnico y desvalorización del sentimiento.
Y si este canto acaba siendo, en el Manifiesto, un réquiem por la cultura burguesa no es sólo debido a la simpatía que sus autores sienten por la otra clase, por la clase de los que no tienen nada. Lo es también por otras razones que ahí están solo apuntadas pero que cuentan mucho. Es porque la sociedad burguesa crea demasiada civilización (demasiados medios, demasiada industria, demasiado comercio); cosa que, antes o después, tiene que conducir a la crisis económica y cultural. Y es porque Marx y Engels, que eran personas ilustradas, herederas del humanismo renacentista, pero con una punta romántica, no desean, no quieren, la otra posible conclusión de la lucha de clases que su formación historiográfica les sugiere en esas circunstancias: la destrucción mutua de las clases en lucha. No la desean precisamente porque saben historia, porque conocen la historia de Europa: porque saben que eso trae consigo la barbarie. No quieren una igualación sin cultura, una tabla rasa, una nivelación sin méritos, un comunismo sin necesidades. Quieren enlazar con el ideal del buen gobierno renacentista e ilustrado.
He dicho que el Manifiesto califica, da nombre a las cosas. Hay que precisar que nombra las cosas como se ven éstas desde abajo, como las veían en 1847 los que vivían de sus manos, del trabajo asalariado. Dar nombre a las cosas es fundamental para ser alguien. En el amor no eres nadie sin oír tu nombre en los labios de la persona amada. En las cosas de la política y de la lucha social no eres nadie si aceptas el nombre que dan a la cosa, a su cosa, los que mandan. La lucha por nombrar correctamente y con precisión es el primer acto de la lucha de clases con consciencia. Marx y Engels sabían esto.
La prostitución del nombre de su cosa, el comunismo moderno, no es ya responsabilidad de Marx y Engels. Mucha gente piensa que sí e ironiza ahora sobre que Marx debería pedir perdón a los trabajadores. Yo pienso que no. Diré por qué para acabar. Las tradiciones, como las familias, crean vínculos muy fuertes entre las gentes que viven en ellas. La existencia de estos vínculos fuertes tiene casi siempre como consecuencia el olvido de quién es cada cual en esa tradición: las gentes se quedan sólo con el apellido de la familia, que es lo que se transmite, y pierden el nombre propio. Esto ha ocurrido también en la historia del comunismo. Pero de la misma manera que es injusto culpabilizar a los hijos que llevan un mismo apellido de delitos cometidos por sus padres, o viceversa, así también sería una injusticia histórica cargar a los autores del Manifiesto Comunista con los errores y delitos de los que siguieron utilizando, con buena o mala voluntad, su apellido.
Seamos sensatos por una vez. A nadie se le ocurriría hoy en día echar sobre los hombros de Jesús de Nazaret la responsabilidad de los delitos cometidos a lo largo de la historia por todos aquellos que llevaron el apellido de cristianos, desde Torquemada al General Pinochet pasando por el General Franco. Y, con toda seguridad, tildaríamos de sectario a quien pretendiera establecer una relación causal entre el Sermón de la Montaña y la Inquisición romana o española.
En hablando de ideas y de hechos, y de movimientos colectivos, y de creencias compartidas no hay que quedar se en el apellido familiar o con el vago eco del ismo correspondiente. Volvamos a preguntar por el nombre propio de cada uno.
A cada cual lo suyo, pues. Por lo menos mientras llega aquello de «a cada cual según sus necesidades; de cada cual según sus capacidades».
Fuente: Apartado VI del prólogo de Francisco Fernández Buey al Manifiesto Comunista de Marx y Engels