Nuevo libro: Inquietudes del individuo posmoderno

Inquietudes del individuo posmoderno

Transitar por los caminos recientes de la historia, por sus infinitos recovecos, progresos aparentes, y también, retrocesos, no es nada fácil, produce un enorme vértigo, entre otras cosas, porque directa o indirectamente supone desnudarnos ante la ambivalencia de lo que hicimos, ante las inhibiciones de lo que debíamos haber hecho y no hicimos, ante la angustia existencial que sentimos por tener una comprensión clara de lo que está sucediendo y, al mismo tiempo, ante la necesidad de tener que reducir el nivel de incertidumbre, inevitable cuando nos enfrentamos a realidades complejas que nos desafían. Nada nuevo bajo el sol, ya hace muchos años, con aquella afirmación un tanto críptica, Marx nos decía: “lo real, es real porque es la síntesis de múltiples determinaciones…”; idénticamente Max Weber nos advertía cómo la realidad social se nos presenta como un caos aparente al que el investigador pone orden y coherencia. Ambos venían a recordarnos que toda explicación es un intento deliberado de reducir el nivel de desorden aparente con el que se nos presenta la realidad; pero, también, cómo el precio a pagar por ello es el de un reduccionismo interpretativo, el de una esquematización explicativa en la que es más lo que desconocemos que lo que conocemos; y que, consecuentemente, siempre tenemos que coexistir con un cierto grado de indeterminación e indefinición, debido a que irremediablemente estamos condenados a reproducir el inmenso cromatismo de la realidad en unas pocas pinceladas conceptuales que tratan de poner un cierto orden en esa complejidad creciente en la que vivimos.

Idénticamente, cualquier reconstrucción que hagamos de los vaivenes históricos acaecidos, así como de las expectativas a futuro depositadas en el tiempo presente, topa con la necesidad de otorgar un sentido a la dinámica histórica. Nos cuesta mucho esfuerzo desprendernos de ciertos esquemas explicativos, concebir la historia humana en su devenir sin finalidades ni orientaciones anticipadas. La historia reciente del pensamiento nos ha mostrado todos los posibles recorridos de este itinerario; algunos estaban convencidos de que la Historia (con mayúsculas) estaba llamada a superarse bajo la idea de un progreso continuo, al pairo de un optimismo ilustrado y en consonancia con los avances del pensamiento científico, sobre todo, a partir de los siglos XVII-XVIII en adelante; hasta otros, que, aun convencidos de esta idea de progreso, sin embargo, auguraban una evolución más convulsa, remedando los movimientos cíclicos de las grandes civilizaciones: nacimiento, crecimiento, decadencia y ocaso. Para los más audaces, conscientes de que en el espejo de Jano de la Historia esta va expresando sus conquistas y progresos sobre la sinrazón representada por las víctimas de la misma, cualquier apelación a esta visión optimista constituye un despiadado sarcasmo; aquellos han apelado a la razón dialéctica como criterio explicativo que, al margen de su oscuridad aparente, constituía el mejor apoyo para expresar el esfuerzo y desasosiego que nos genera la indeterminación y la sinrazón asociadas a las grandes debacles históricas. Para estos últimos, solo de esta manera es posible alcanzar una cierta racionalidad teleológica a la aparente sinrazón de la Historia. Como dice Adorno, incluso, la racionalidad de los logros y de las conquistas que hemos alcanzado, se han realizado al precio de la sinrazón de tantas víctimas de la historia que han sido sacrificadas para su consecución (Adorno 2019, página 64). De ahí el choque de contrarios: afirmación/negación, defendido por el pensamiento dialéctico, así como su énfasis en la superación como mecanismo de la Historia, había que buscar una herramienta epistemológica que diera cuenta de este anhelo de felicidad que preside todo el proceso histórico.

Solo quienes, como Nietzsche, se han acercado al precipicio y han divisado los límites de la razón/sin razón; solo quienes se han atrevido a abrir la puerta de un nihilismo relativizador de verdades absolutas que instala la irracionalidad como parte constitutiva de la propia realidad humana, y que, alejados de todo dogma, como el loco de Zaratustra, se atreven a sustituir a la vieja divinidad por la voluntad de poder, nos anticipan el posible abismo de este vacío y la necesidad de sentido que late detrás de la búsqueda desesperada de significado histórico. Como dice el propio Nietzsche: “Frente a la voluntad divina (cristianismo), a la racionalidad (idealismo), o frente al instinto de conservación (darwinismo, positivismo), la Voluntad de Poder se reivindica como motor de la vida” (Nietzsche 1983, pág. 26). Consecuentemente, de acuerdo con el filósofo, ya no hay acceso a valores morales, no hay acceso a la verdad, al sentido de la Historia como la expresión del Logos, del Espíritu desplegado en el transcurrir de aquella, solo nos queda el eterno retorno (usando su expresión), un déjà vu, una continua repetición bajo la égida de la razón instrumental cuyo máximo peligro es la desesperación. Puede parecer esto último un tanto apocalíptico y descontextualizado, pero, como veremos más adelante, no está muy lejos de ciertas visiones futuristas.

Dice el dicho popular que la ignorancia suele ser, generalmente, atrevida. Algo de eso pasa cuando se abordan cuestiones como las que nos traen aquí resumidas bajo el título genérico: Inquietudes del individuo posmoderno. Más allá de la oportunidad del momento, es inevitable que uno se interrogue a sí mismo diciendo: –¿qué inquietudes tengo?, –¿a cuáles de mis inquietudes debo prestar atención y a cuáles no?, –¿qué cuestiones son emergentes en el momento actual?, etc. De esta manera, uno se sumerge en una nebulosa de preguntas, de cuestiones que, en unos casos, emergen de forma espontánea, o en otros, de forma más reflexionada; de tal modo que, simbólicamente juntas conforman el itinerario vital en ese viaje a Ítaca de Odiseo en el que las certezas, certidumbres, seguridades (el hogar de Penélope y Telémaco) se mezclan con las dudas, temores e inseguridades, provenientes de los cíclopes, lestrigones y del propio dios Poseidón. De esta forma, como el propio poema expresa: “Cuando emprendas el viaje a Ítaca pide que el camino sea largo, lleno de aventuras, de experiencias”, donde lo importante no es llegar, sino vivir con pasión en una vida llena de aventuras y de incentivos capaz de superar nuestros propios demonios y adversidades para alcanzar las costas de esa isla: Ítaca, donde refugiarnos.

Viene esta metáfora a cuento para expresar que las inquietudes que preocupan al individuo actual, bien en su versión moderna o posmoderna, son parte de su itinerario vital y, en general, expresión fehaciente del nivel de incertidumbre con el que tiene que coexistir; incertidumbre que, desde el punto de vista negativo, es la expresión de su vulnerabilidad en forma riesgo, bien sea este real o percibido; y, desde el punto de vista propositivo, de la asimetría vital experimentada entre sus anhelos e ilusiones y su experiencia de lo real. Pero, como es de sobra conocido, las inquietudes, anhelos e incertidumbres, constituyen un espejo de Jano donde, por una parte, pueden representar una visión patológica de la existencia humana manifestada en situaciones de desasosiego, ansiedad, estrés, preocupaciones y demás; y, sin embargo, por la otra, desde una perspectiva propositiva, pueden constituir recursos movilizadores de la voluntad y del comportamiento humano muy poderosos.

Visto desde la perspectiva del Sujeto, la naturaleza de los tipos de inquietudes que le asaltan a este, muestra cómo aquellas no se originan ni se desarrollan únicamente en el ámbito de la mera subjetividad. Sí, es verdad, normalmente las inquietudes son acicates del sujeto que, de forma latente o expresa, condicionan el comportamiento humano en una u otra dirección y que, a veces, pueden inhibirlo, sobre todo cuando tienen un carácter patológico y se manifiestan en forma de preocupaciones, estados de ansiedad y demás; pero, como ya se ha dicho, al mismo tiempo, las inquietudes constituyen un profundo acicate volitivo, ya que impulsan cambios y modificaciones comportamentales que nos llevan a experimentar y a salir de nuestra esfera de confort. Como afirma el psicólogo social Guillermo Fouce: “la zona de confort evita el riesgo para no tener que recorrer caminos inexplorados” (El País, 2019).

En resumen, hablar de las inquietudes del individuo posmoderno es adentrarse en el proceloso mar de la subjetividad, en los innumerables matices del cromatismo humano atrapado entre dos fuerzas que tensan la vida en direcciones contrarias, pero que, al mismo tiempo, constituyen el punto nodal donde el Yo se junta con el Nosotros; es decir, donde la subjetividad se trasciende a sí misma en un movimiento constante de superación que demanda salir de la mismidad para alcanzar nuevas metas y nuevos desafíos. Todo aquello que nos preocupa, que nos inquieta, que nos atrae…, está fuera de nosotros y requiere un movimiento de ruptura interior y de salida de uno mismo. Y, es que, la vida semeja en cierta manera al Péndulo de Foucault, capaz de oscilar libremente en un plano vectorial atraído por dos fuerzas hasta cierto punto contradictorias: seguridad y libertad. La primera nos devuelve a las rutinas conocidas, es la vuelta al hogar donde está Penélope; la segunda, nos lleva por caminos inexplorados, llenos de vicisitudes y de aventuras, necesarios por otra parte, porque la novedad es un potente imán que nos desafía a la búsqueda de nuevos horizontes. De este modo, en este nuevo escenario todo nos tensiona, nos lleva al límite, desde el momento en que lo que aparece a nuestra vista no puede ser entendido por la mera extrapolación mimética del pasado. Todo aparece bajo una luz nueva que nos abre a un inmenso mar lleno de nuevas posibilidades, pero, donde las corrientes de fondo nos zarandean y donde nos impulsan inmensas olas de novedad ante las que los viejos puertos, dársenas, en las que refugiarnos y que están representados por nuestros tradicionales modos de ver, por nuestras ideologías superadas, o por nuestros tradicionales hábitos de vida, ya no nos mantienen a salvo de los cambios. Con la irrupción de la tecnología todo está en discusión: la demografía, donde se ha producido un cambio de ciento ochenta grados en las expectativas y modos de vida, hasta el punto que han cambiado todas las nociones conocidas, tanto cuantitativa (juventud, vejez…) como cualitativamente (sexo, estado civil…); las relaciones, sujetas a un proceso de debilitamiento progresivo y que en la actualidad están proyectándose en un espacio virtual en el que hay un abismo entre el contacto e implicación; por no hablar del trabajo, inmerso en un proceso de sustitución y de eliminación progresivo como consecuencia de los coletazos de la robotización creciente que está afectando tanto a las condiciones laborales como a su inserción organizacional; por no hablar del ocio, ámbito de reciente incorporación, que está convirtiéndose en una cuestión central desde el punto de vista de su significado y función, en una sociedad donde el individuo se ve enfrentado a una obsolescencia sistémica programada a edades cada vez más tempranas y donde es absolutamente necesario avivar un sinfín de resortes emocionales para dar a la vida un sentido acorde con las expectativas creadas en una sociedad en la que el trabajo ha dejado de ser el principal factor de integración.

Para finalizar, simplemente una nota relativa al título de la obra: Inquietudes del individuo posmoderno. El libro que se presenta no pretende ser una reflexión acabada sobre una época convulsa que aproximadamente se extiende desde el último tercio del siglo XX hasta nuestros días. ¿Qué es lo que ha pasado en este tiempo? Muchas cosas, entre otras, que se trata de un período profundamente convulso y acelerado en el que gran parte de nuestras certezas y seguridades se han ido por el sumidero. Me explico. El período posterior a la Segunda Guerra Mundial ha sido uno de los períodos de mayor estabilidad en el mundo occidental, a pesar de las tensiones inherentes a la división en bloques. Esta estabilidad creó el ¿espejismo? de que los sistemas democráticos liberales corregidos, por el influjo de la socialdemocracia emergente en ese momento, iban a constituirse en un paradigma de carácter universal; hasta el punto de que el futuro únicamente consistiría en un perfeccionamiento de este modelo cuya validez estaba al margen de las discusiones, máxime cuando a mediados de los 80 asistimos al derrumbe generalizado del bloque soviético. Sin embargo, la revolución conservadora que se inició a finales de los 70, liderada por Thatcher y Reagan, bajo los auspicios del pensamiento de Milton Friedman y compañía, que lideraron lo que posteriormente se conoció como Escuela de Chicago y que tuvo su máximo reconocimiento internacional a la altura de 1976, año en el que el citado economista fue galardonado con el equivalente al Premio Nobel por sus aportaciones a la Teoría Monetaria, supuso la antesala de un período en el que cambió definitivamente la faz del capitalismo vigente hasta entonces. Una pléyade de discípulos de Friedman que coparon todos los puestos de la administración fueron determinantes en los procesos de desregulación posteriores, hasta el punto de que lo que venía siendo un proceso pausado de erosión del keynesianismo de la época, a partir de ese momento, se convirtió en un tsunami que modificó de arriba abajo las reglas de la actividad económica dominantes. Como ya es de sobra conocido, desregulación, financiarización y digitalización de la economía es una tríada que ha transformado de arriba abajo la naturaleza de la actividad económica y ha afectado a todos los ámbitos de la sociedad; modificando sustancialmente nuestras creencias relativas al papel del Estado y su acción, y erosionando la confianza en los sistemas democráticos como garantes de una acción pública equilibrada.

Desde este escenario de transformaciones es desde donde hay que entender el cambio en el pensamiento social. Es por ello que en este libro se recogen las aportaciones de dos autores: Gilles Lipovetsky y Zygmunt Bauman que, desde nuestro punto de vista, han sido exponentes notables de las modificaciones en los modos y maneras de pensar habidos en esta época; y que por su longevidad, trascendencia e importancia, recogen los cambios en los esquemas axiológicos, expectativas y proyectos vitales de la sociedad, al pairo de los nuevos horizontes abiertos por las modificaciones ocurridas en las condiciones de vida en este período caracterizado por la presencia de un capitalismo digital avanzado. A nadie se le oculta que modernidad, posmodernidad, no son sino expresiones lingüísticas que muestran el movimiento inercial de una sociedad que evoluciona a través de cambios puntuales en los modos y maneras de ver, en consonancia con una transformación paralela de la realidad material y social; de una realidad que no se conforma con adherirse a una lectura reduccionista basada en el deber ser y que lo relativiza en beneficio de una concepción de la experiencia humana que va abriéndose paso a medida que las posibilidades abiertas por la ciencia en todos los frentes impulsan a aquella a extremos inimaginables tan solo unas pocas décadas atrás. Es por ello, que modernidad, posmodernidad, no se presentan como épocas diferenciadas que expresan diáfanamente un antes y un después, sino como cambios en matices, como nuevos cromatismos que enriquecen una experiencia: la humana, que va abriéndose paralelamente a las posibilidades abiertas por el nuevo escenario que la ciencia permite: la vida se alarga, mejora la calidad de vida, el tiempo de ocio es tan importante como el dedicado al negocio, etcétera. Todo invita a una nueva forma de ver la realidad. Es por esto que las fronteras se hacen difusas y a veces generan preguntas que expresan confusión: ¿estamos en la posmodernidad?, si es así, ¿cómo hemos llegado? Hasta hace poco tiempo pensábamos únicamente en la modernidad y ahora parece que ya la hemos sobrepasado: pos, el prefijo que denota que hemos dejado atrás un espacio/tiempo ya superado. Es en este momento cuando nos preguntamos: –¿cómo ha sido posible, si apenas nos hemos enterado? Preguntas como estas u otras que pudiéramos hacernos, apuntan a una cuestión fundamental: al problema de la construcción de la identidad en un mundo cambiante y a la capacidad para adaptarla rápidamente a la velocidad impuesta por los cambios vigentes. Pero, en relación a la construcción de la identidad, como dice el filósofo Velleman al referirse a cómo construimos nuestro Yo, núcleo central de la misma:

La palabra “Yo” no denota ninguna entidad, sino que más bien expresa una manera reflexiva bajo la que partes o aspectos de una persona se presentan a su propia historia […] esta es la historia de una Narrativa (con mayúscula) de un itinerario vital que va incorporando elementos alógenos, de tal forma que aquella (la identidad) se expresa como una aspiración a la coherencia de elementos, por definición, contradictorios” (Velleman, 2014, pág. 13-14).

¿Qué quiere decir el autor? Primero, que la identidad, es decir, la construcción de la personalidad es un proceso reflexivo, autorreferencial, a partir de las interrelaciones con el entorno; segundo, que vamos construyendo la vida en función de cómo nos situamos ante el mundo, en la medida en que vamos incorporando continuamente valores, comportamientos, actitudes, provenientes del mundo exterior en función de los desafíos que este nos presenta; en tercer lugar, que es un itinerario en el que mantener la coherencia y la cordura (construir la narrativa) significa mudar continuamente de piel, hasta el punto de que, en ocasiones, cuando miramos atrás apenas nos reconocemos. Solemos pensar en relación al pasado: y, ¿ese era yo?, ¿eso era lo que pensaba?… Es por ello que normalmente, en aras a presentarnos públicamente cuando rememoramos épocas pasadas, recurrimos a un reduccionismo interpretativo de las mismas, donde es más lo que dejamos fuera del tintero que lo que hay dentro.

Desde esta perspectiva, modernidad, posmodernidad, son dos términos que evocan cómo la evolución del tiempo no es inocua en la construcción de la personalidad. Ambos términos parecen decirnos que no podemos entender el mundo en el que vivimos si no somos capaces de entender su significado y dirección. Es como si la mera clasificación quisiera desvelarnos su sentido oculto, aquello a lo que apunta, al hecho de que por encima de taxonomías existe una dirección a la que tenemos que acercarnos, que nada de lo sucedido históricamente es en balde. Esto no es algo particular que nos sucede a nosotros, desde comienzos de la reflexión existe el convencimiento más o menos explícito de lo que los clásicos denominaban el Sentido de la Historia. Es más, a lo largo del tiempo pasado, dos direcciones parecen haber destacado en esta comprensión: una, ascendente, según la cual la Historia no es ni más ni menos que un reflejo, a pesar de los retrocesos puntuales, de un proceso de emancipación humana, de una racionalidad que se despliega continuamente (de aquí la idea de progreso); la segunda, más dubitativa, entiende la Historia como un proceso cíclico que remeda a la Naturaleza, donde toda realidad (civilización) que nace, por muy importante que sea, está sujeta a su decadencia, a su ocaso y a ser sustituida por otra emergente (Oswald Spengler, Arnold Toynbee…). Para la primera, la Historia (con mayúscula) es concebida como un proceso de perfeccionamiento continuo, lineal, donde todo ayer queda subsumido en un presente que está llamado a ser superado; para la segunda, la vida es entendida en su finitud, en su inevitable decadencia y ocaso, como requisitos previos para alumbrar una realidad exnovo. La primera visión, responde a un continuum lineal donde el hoy será superado por el mañana; la segunda es propia del pensamiento dialéctico en su triple impulso: tesis, antítesis y síntesis; remeda a la vida, donde crecimiento, decadencia y ocaso, están unidos. En cualquier caso, como ya se ha dicho, ambas coinciden en la idea del perfeccionamiento continuo del Ser Humano, una acentúa la continuidad, la otra la discontinuidad, pero ambas coinciden en desechar cualquier atisbo de regresión y de simplificación.

Sin embargo, el mundo de la realidad física no dice lo mismo. Así por ejemplo, si nos atenemos a lo que estipula la ley de la termodinámica al referirse al estado de la materia, dice así: “en todo sistema cerrado, la materia utilizable se degrada irrevocablemente en materia no utilizable” (Georgescu-Roegen, 1996, página 39), y, aunque se trate de ámbitos distintos, ¿por qué no suponer que esto mismo puede pasar en el ámbito de la sociedad, tal y como algunos indicadores sociales parecen atestiguarlo? Como expresa magistralmente Theodor W. Adorno, siguiendo a Hegel, el sentido de la historia no es algo objetivo que la historia refleja en el Ser de las cosas, sino que se presenta al individuo siempre como algo ciego, heterónomo y potencialmente destructor (Adorno, 2019). Dicho de otra forma, los holocaustos del siglo XX han mostrado entre otras cosas, que no hay garantía de progreso indefinido de antemano, que lo mismo que la materia se degrada inevitablemente, la realidad social está sujeta a regresiones históricas, hacia estados más simples, donde la amenaza de destrucción pende, como la espada de Damocles, sobre la existencia humana.

Pues bien, este movimiento discontinuo al que nos referimos se ha visto nuevamente alterado con la aparición del transhumanismo. La convergencia de diversas disciplinas científicas impulsadas por el incremento exponencial de la capacidad de cálculo y de procesamiento de información, ha afectado a todos los ámbitos de la existencia, con especial incidencia en aquellos relacionados con el mundo de la vida. Una pléyade de disciplinas: ingeniería genética, biología celular y molecular, nanotecnologías, biomedicina, genética…, se han visto potenciadas exponencialmente debido a la computación cuántica que ha permitido observar y medir fenómenos que hasta hace muy poco tiempo se creían que estaba fuera del alcance de la ciencia. La mapificación del genoma humano completada en el año 2003 y realizada por el equipo dirigido por Francis Collins, constituyó un paradigma que marcó un antes y un después en el devenir de la ciencia. Supuso la evidenciación pública del cambio de escala en el que entraba la humanidad en relación a la capacidad de computación y de cálculo que está en la base de lo que en la actualidad se denomina machine learning, y que traducido podría entenderse como la capacidad de autoaprendizaje de las máquinas que constituye el soporte de procesamiento de toda esta ingente 4ª revolución representada por lo que comúnmente se conoce como Big Data.

Haciéndose eco de este salto cualitativo de la ciencia que ha supuesto la transversalidad del poder de computación en las disciplinas que tienen que ver con la investigación científica relacionada con problemática humana en todos sus aspectos, el transhumanismo, aunque se remonta a mediados del siglo XX, ha emergido con fuerza recientemente formulándose como un nuevo paradigma que ha puesto patas arriba las convenciones tradicionales relativas al individuo como a la sociedad. Tradicionalmente, las ciencias humanas en sus diferentes versiones, se han reservado para sí el monopolio de la interpretación del Individuo, estableciendo, bien de forma expresa, bien de forma más sutil, un foso de separación respecto a las ciencias naturales o experimentales. Todos los debates en el ámbito de las ciencias sociales relativos al estatuto epistemológico de estas, en el fondo, eran deudoras de esta necesidad; todo dependía de la orilla en la que se estaba: positivismo, idealismo…; en cualquier caso, por parte de las ciencias sociales, se trataba de marcar territorio, de afirmar la peculiaridad del individuo como animal interpretativo que es y de la sociedad creada por él. Pues bien, como mostramos en las páginas correspondientes, la razón analítica, experimental, apoyada en los avances científicos mencionados, ha socavado estas creencias y ha supuesto un torpedo en la línea de flotación respecto a esta peculiaridad epistemológica reclamada insistentemente por parte de las ciencias sociales, desafiando determinados paradigmas que, en la actualidad, han supuesto una auténtica revolución del pensamiento. A pesar del aire naif con el que se presenta el transhumanismo, a pesar de su optimismo generalizado y del tono un tanto divulgativo e infantil que a veces adoptan sus propuestas: eliminación del sufrimiento, inmortalidad, superpoderes y demás, lo cierto es que, como se ha dicho, ha abierto una grieta de enormes proporciones en la concepción tradicional del Individuo, provocando además una enorme crisis en las ciencias sociales.

Todo lo que concierne al Individuo está en revisión. Sin pretender elaborar una teoría acabada, una especie de teoría ad hoc, la razón analítica descendiendo hasta la estructura bioquímica del ser humano ha modificado las interpretaciones tradicionales de las ciencias sociales relativas a los fundamentos de las motivaciones, comportamientos y, por extensión, de los valores que lo sustentan; idénticamente, propugnando la sustitución del hombre darwiniano por otro poshumano, ha alterado las bases filosóficas sobre las que se fundamenta la identidad humana. Lo mismo podríamos decir de aquello que afecta al nivel superior: a la sociedad. Entender cómo se producen las relaciones, en qué medida la disposición genética y la red neural no constituyen sino el fundamento de unos modelos comportamentales que pueden ser alterados bioquímicamente, ha modificado la comprensión de la sociedad. Por eso, en la actualidad toda la concepción humana está patas arriba, preguntándonos: ¿qué queda de la irreductibilidad del individuo cuando este puede modificarse enteramente? O, como cree el transhumanismo, la sociedad con su infinita capacidad para proporcionar información (internet de las cosas)se transforma en una inmensa base de datos (big data) a procesar por entidades independientes machine learning, que nos permite conocer en detalle hasta los extremos más íntimos del comportamiento humano, alejándonos de esta manera de las especulaciones tradicionales a las que las ciencias humanas son tan proclives. Todo está en revisión.

Obviamente, como es fácil suponerse, se trata de cuestiones que desbordan a quien esto escribe, no obstante, la idea central de este libro es poner de manifiesto este movimiento tectónico en el que soterradamente, a pesar de la reivindicación del Sujeto y del énfasis discursivo de su centralidad, tal y como los autores de la posmodernidad insisten, se aprecia un arrinconamiento progresivo de Aquel, manifestado principalmente por la pérdida de relevancia de su dimensión pública en el mejor sentido de la palabra; es decir, de todo aquello que suponga la presencia ciudadana en todo tipo de acuerdos consensuados basados en la discusión pública. Esta retirada, en unos casos se justifica sobre la base de argumentos presentados como imponderables cuasinaturales de corte tecnocrático que agostan la discusión público-democrática, y que basan su supuesta superioridad bajo la premisa de una neutralidad cognitiva que obvia cualquier tipo de discusión, presentándola como nociva y conflictiva; y, en otros, sobre la base de determinismos pseudocientíficos (algorítmicos) que se presentan bajo la égida de una superioridad basada en el anonimato y elección técnico-racional que, por otras vías, producen el mismo resultado: el arrinconamiento de la política y de las instituciones que la representan. En ambos casos el resultado es el mismo: una retirada del Sujeto expresada en una desafección creciente hacia los sistemas democráticos tradicionales. Como se afirma reiteradamente en este libro, modernidad, posmodernidad, transhumanismo, no son sino etapas de un viaje que finaliza en el oscurecimiento del sujeto participativo, del individuo político, del ciudadano de la polis, sumergiéndolo en una minoría de edad permanente.

Fuente: Presentación del libro Inquietudes del individuo posmoderno (Viejo Topo, 2022).

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