La necesidad de la revolución

Hay épocas en la vida de la humanidad, en que la necesidad de una formidable sacudida, de un cataclismo que remueva la sociedad hasta en sus entrañas, se impone sobre todos los puntos a la vez. En estas épocas, todos los hombres de corazón están descontentos del orden de cosas existente, dicen que es preciso el que grandes acontecimientos vengan a romper el hilo de la historia; arrojar a la humanidad de los caminos de corrupción y de rutina, y lanzarla por vías nuevas a lo desconocido, en busca del ideal.

Se siente una necesidad de una revolución inmensa, implacable, que venga, no solo a derrumbar el régimen económico basado sobre la ruda explotación, la especulación y el fraude, la escala política basada en la dominación de unos cuantos, por la astucia, la intriga y la mentira, sino también a agitar la sociedad en la vida intelectual y moral, sacudir el estupor, rehacer las costumbres, llevar al ambiente de pasiones viles y mezquinas del momento el soplo vivificador de las nobles pasiones, de los grandes entusiasmos, de los generosos ideales.

En esas épocas, que la mediocridad ahoga toda inteligencia si no se prosterna ante los pontífices, que la moralidad mezquina del justo medio hace la ley, y la bajeza reina victoriosa; en estas épocas, repetimos, la revolución es una imperiosa necesidad. Los hombres honrados de toda la sociedad invocan la tempestad para que venga a purificar con su hálito de fuego la peste que todo lo invade, a limpiar el enmohecimiento que lo roe todo y arrastrar tras sí, en su furiosa marcha, los escombros del pasado, erigidos en obstáculo, privándonos de aire y luz, y para que dé, en fin, al mundo entero, alientos de vida, de juventud y honradez.

No es solo la cuestión del plan la que se pone en esas épocas, sino una cuestión de progreso, contra la inmovilidad; de desarrollo humano, contra el embrutecimiento; de vida contra la fétida estancación del pantano.

La historia nos conserva el recuerdo de una de esas épocas, la de la decadencia del imperio romano; la humanidad atraviesa hoy una muy parecida.

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Como los romanos de la decadencia, nos hallamos nosotros frente a una transformación profunda, hecha ya en los espíritus, y que solo necesita circunstancias favorables para traducirse á la realidad. Si la revolución se impone en el terreno económico, si es una imperiosa necesidad en el terreno político, se impone más aún en el terreno moral.

Sin lazos morales, sin ciertas obligaciones, que cada miembro de la sociedad se crea con relación a los demás miembros, que pasan luego al estado de costumbres, no hay sociedad posible. Los lazos morales y los hábitos de sociabilidad los hallamos en todos los grupos humanos, y muy desarrollados y rigurosamente puestos en práctica en las tribus primitivas, desechos vivos de lo que fue la humanidad entera en sus orígenes.

Pero la desigualdad de las condiciones la explotación del hombre por el hombre, la dominación de las masas por unos cuantos, han venido a minar y destruir esos preciosos productos de la vida primitiva de las sociedades. La grande industria, basada en la explotación, el comercio fundado sobre el fraude; la dominación de los que se titulan «Gobierno» no puede coexistir con los principios morales, apoyados sobre la solidaridad para todos, que encontramos en medio de las tribus más distantes de nuestra vida moral civilizada. ¿Qué solidaridad puede existir, en efecto, entre el capitalista y el obrero que este explota? ¿Entre el jefe del ejército y el soldado, el gobernante y el gobernado?

Así vemos que la moral primitiva basada sobre el sentimiento de identificación del individuo con todos sus semejantes, ha sido substituida por la moral hipócrita de las religiones. Estas han procurado y procuran legitimar con sofismas la explotación y la esclavitud, y se limitan simplemente a hablar mal de los actos más brutales de otro estado. Su moral mata en el individuo las obligaciones para con sus semejantes y le impone la sumisión y el respeto a un Ser supremo, a una abstracción invisible, cuyo furor puede conjurarse comprando su benevolencia al precio que sus servidores indiquen.

Pero las relaciones cada día más frecuentes, establecen hoy entre los individuos, los grupos, las naciones y continentes, nuevas obligaciones morales para la humanidad; y á medida que las creencias religiosas se desvanecen, el hombre se da cuenta de que para ser feliz debe imponerse deberes, no con un ser desconocido, sino con aquellos con quienes ha de estar en relaciones. Se va ya comprendiendo por los cerebros libres que la felicidad del hombre aislado no es posible, porque solo puede hallarla en la felicidad de todos, en la libertad de la especie humana. Los principios negativos de la moral religiosa: «No robarás, no matarás, etc.», los substituyen los principios positivos, infinitamente más amplios, y ensanchándose más cada día de la moral humana. A la defensa de un Dios que podemos violentar y apaciguar con ofrendas, ha sucedido el sentimiento de solidaridad con cada uno y todos a la vez que dice al hombre: «Si quieres ser feliz, haz a los demás lo que quisieres que te hicieren a ti mismo». Y esta sola afirmación, inducción científica que no tiene nada que ver con las prescripciones religiosas, abre de golpe un horizonte inmenso de perfectibilidad y de mejora de nuestra especie.

La necesidad de rehacer nuestras relaciones sobre ese principio tan sencillo y sublime, se hace sentir más cada día; pero nada o muy poco, al menos, puede hacerse por este camino, mientras que la explotación y la esclavitud, la hipocresía y el sofisma continúen siendo la base de nuestra organización social.

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Mil ejemplos podríamos citar en apoyo de nuestra tesis, pero nos limitamos á uno sólo, al más terrible, al de nuestros hijos. ¿Qué hacemos de ellos en la sociedad actual?

El respeto a la infancia es una de las mejores cualidades que se han desarrollado en la humanidad a medida que hada su penosa marcha del estado salvaje a su actual estado. ¿Cuántas veces no hemos visto al hombre más depravado desarmado por la risa inocente de un niño? Pues bien; hasta este respeto desaparece de entre nosotros, y los niños son hoy carne de máquina en nuestra sociedad, si no son juguetes para satisfacer las más bestiales pasiones.

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Todos podemos ver las largas y penosas jornadas que los niños hacen en fábricas, campos y talleres; así se les mata físicamente, pero aun esto es poco. La sociedad lleva su infamia hasta matarlos moralmente.

Reduciendo la enseñanza a un aprendizaje rutinario que no da ninguna aplicación a las jóvenes y nobles pasiones y a la necesidad de ideales que la mayor parte de los niños sienten a cierta edad, la sociedad hace que toda naturaleza independiente, poética o altiva, tome odio a la escuela, se encierre en sí misma y vaya, lejos de la verdad y el bien, a procurarse una satisfacción a sus pasiones. Unos buscan en la novela la poesía que les ha faltado en la vida y se atiborran de esa literatura inmunda, fabricada por la burguesía a quince o veinte céntimos entrega, y a poca predisposición que tengan hacia el extravío, acaban como el joven Lemaitre, por abrir el vientre o cortar el cuello a otros niños con el propósito deliberado de hacerse «asesino célebre». Los otros se dan a una vida execrable, y solo los niños del «justo medio», los que no tienen pasiones ni entusiasmos, ni sentimientos de independencia, llegan sin accidentes al fin apetecido.

Estos dan a la sociedad su contingente de burgueses honrados con mezquina moralidad, que no roban, es cierto, el sombrero a los pasantes, pero que saquean «con decencia» a sus clientes; que carecen de pasiones, pero hacen ocultamente visitas a sus amigas para desembarazarse de la grasa monótona que el buen puchero crea y, arrastrándose con hipocresía por el cieno, invocan el santo nombre de la justicia cuando cualquiera intenta tocar sus riquezas. Eso los niños. En cuanto a las niñas, la burguesía las corrompe desde la más tierna edad. Lecturas absurdas, muñecas coquetamente vestidas, costumbres y ejemplos edificantes de madres «honradas», nada le faltará a la niña para que en su día sepa venderse a quien más dé. Además, estas criaturas siembran la gangreana a su alrededor; las hijas del obrero ¿no miran con envidia a los doce años? Pero si la niña es inteligente y apasionada apreciará muy pronto en su justo valor esta moral de doble fondo que se sintetiza con la frase siguiente: «Ama a tus semejantes, pero estáfalos cuanto te sea posible».

«Sé virtuoso, pero hasta cierto punto»; y ahogada en esta atmósfera de baja moralidad, no hallando en la vida nada hermoso, sublime y atractivo que respire verdadera pasión, se arroja con la cabeza gacha en los brazos del primero que salga con tal de que le satisfaga sus apetitos de vanidad y lujo.

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Meditad estos hechos, reflexionad sobre las causas que los producen y decidnos si tenemos razón para afirmar que se necesita una revolución formidable para arrancar de nuestra sociedad el mal, hasta en sus más hondas raíces, porque mientras las causas de la gangrena existan nada podrá curarse.

Mientras tengamos una casta de holgazanes que vivan de nuestro trabajo, so pretexto de que son necesarios para dirigirnos, estos holgazanes serán siempre un foco pestilente para la moral pública. El hombre grandul y embrutecido, que se pasa la vida buscando nuevos placeres y en quien todo sentimiento de solidaridad para con los demás está muerto por los principios mismos de su existencia, y al contrario, los sentimientos del más asqueroso egoísmo se nutren con la práctica de su propia vida, ese hombre pecará siempre de la más grosera sensualidad, envileciendo cuanto toque. Con un saco de escudos y sus instintos de bruto, prostituirá niños, mujeres, arte, teatro, prensa; venderá su país y a quienes lo defiendan: cobarde para matar él mismo, asesinará lo mejor y más sano de su patria, por seres como él corrompidos, el día que vea en peligro su bolsa, único manantial de sus alegrías y felicidades.

Fuente: Biblioteca Anarquista.

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