Mélenchon: la lucha por la autonomía

El candidato de la Francia Insumisa dio la sorpresa y a punto estuvo de pasar a la segunda vuelta. Todo habría sido distinto. En la primera se configuraron tres grandes espacios: el liberal de Macron, el populista de derechas de Marine Le Pen y el nacional-popular republicano de Jean Luc Mélenchon. Nada más terminar las elecciones, éste dejó las cosas meridianamente claras: ningún voto para madame Le Pen. Más adelante tomó una iniciativa valiente, convertir las próximas elecciones parlamentarias de junio en una tercera vuelta con dos objetivos claros: organizar desde abajo el nuevo espacio político y conseguir que Mélenchon sea el primer ministro de la República.

Audacia e imaginación parecen ser las características que la izquierda necesita en Francia para salir de una situación en la que siempre hay que elegir entre lo malo y lo peor. No es fácil, pero merece la pena seguir con detenimiento la experiencia. Si la política es –entre otras cosas- el arte de diferenciarse, el concepto clave es autonomía. Construir un proyecto propio, definir una propuesta con característica específicas, ha sido siempre la cualidad de una izquierda que, por serlo, busca construir un espacio singular a la socialdemocracia. En la Izquierda Unida de Anguita a esto se le llamó alternativa; es decir, una fuerza que busca algo más que una simple alternancia en el marco de un modelo bipartidista férreamente controlado por los grandes grupos de poder económico y mediático. Se hablaba de una izquierda alternativa a las políticas neoliberales y a los modos de ejercerla desde una perspectiva que valorizaba la participación, el trabajo colectivo y el programa.

Hay que ir un poco más lejos. La lucha por la autonomía ha sido una de las señas de identidad (si no la principal) de un movimiento obrero organizado que quería ser el sujeto de la transformación social en una perspectiva anticapitalista y con voluntad socialista. Sujeto autónomo frente a la ideología dominante y sus aparatos de hegemonía; sujeto autónomo capaz de definir un proyecto alternativo de sociedad y modo de vida encarnado en las clases populares y teniendo al mundo del trabajo como referente. La lucha por la autonomía no era un acto inaugural y realizado de una vez por todas, sino un esfuerzo permanente. Estas formaciones sociales descansan siempre sobre una desigualdad estructural de poder en la que los dispositivos de control social y de integración política están al servicio los poderes dominantes. Esto explica que, para la izquierda trasformadora y socialista, el debate político-cultural y la formación de cuadros era un elemento fundamental del partido obrero. Los poderes dominantes buscarán siempre mellar la consciencia de clase de los trabajadores, diluir el proyecto socialista y convertir a la fuerza política alternativa en un grupo subalterno más, gestor leal de los intereses comunes de la oligarquía financiera-empresarial dominante y a su servicio.

Este debate no es nada abstracto, máxime cuando la izquierda política y social está desapareciendo en una Europa neoliberal cada vez más dependiente de EEUU y, en estos momentos, en guerra. Cuando Podemos decidió gobernar con el Partido Socialista como objetivo estratégico, el debate de la autonomía del proyecto desapareció. Es más, se tendió a ver como un problema meramente ideológico de una fuerza que le tenía miedo al ejercicio del poder del gobierno, de mojarse para resolver los problemas de la gente. Los que nos opusimos a aquella estrategia intentábamos salir de un debate entre distintos tipos de voluntarismo y buscar unas bases objetivas a partir de las cuales poder deliberar constructivamente. Gobernar o no gobernar nunca fue el problema sino sobre qué bases, sobre qué propuestas, sobre qué correlación real de fuerzas.

¿Qué era Unidas Podemos? Lo que sigue siendo hoy multiplicado y agravado: una coalición parlamentaria electoralmente venida a menos, con una pérdida alarmante de contenido social, poco o nada insertada en los territorios, progresivamente convertida en una forma-partido articulada por los cargos públicos y financiada por los presupuestos generales del Estado. Con una organización así estructurada, con una dirección personalizada y sin un proyecto claro y preciso asumido por la militancia, la cuestión del gobierno se tendría que haber planteado desde parámetros más realistas y teniendo en cuenta lo que éramos como movimiento. Gobernar en clara minoría con tu principal adversario electoral significaba la continuidad del conflicto por la hegemonía en la izquierda en un nuevo contexto mucho más exigente, políticamente más conflictual y con mayor contenido político-cultural. Las experiencias de este tipo de gobiernos para las fuerzas alternativas ha sido siempre el mismo: agotarse en el esfuerzo de oponerse a un partido social liberal arrogante y dominador y, a la vez, diferenciarse para no perder identidad política y base social y electoral.

No es este el momento para hablar de programa, de gestión del gobierno y de las políticas de un PSOE que se ha convertido en una de las fuerzas más atlantistas de lo que va quedando de la socialdemocracia. Tampoco es el momento de hablar de lo que ha significado para UP el ejercicio de un gobierno férreamente controlado por Pedro Sánchez y la ministra Calviño. El problema es otro y ahora mucho más radical que antes. Me refiero a la autonomía política en un sentido fuerte. Lo diré de forma directa: en los últimos tiempos se está produciendo un proceso de subalternización político-programática y de disolución organizativa de UP que solo se puede calificar de dramático. Baste pensar lo que hubiese hecho y dicho UP si no estuviera en el gobierno sobre temas como la participación de España en la guerra de Ucrania, el acuerdo de Pedro Sánchez con Marruecos, sobre el resultado de las políticas sociales que se han implementado o la entrega a los grandes fondos de inversión de las viviendas en poder del Estado. La permanencia de UP en el gobierno ha significado la neutralización de la izquierda alternativa y dejarle la oposición al PP y a Vox.

En estos días Mélenchon ha contado una anécdota que tiene mucho que ver con lo que estoy comentando. Decía que, en una conversación con un político español amigo, éste le comentaba que España estaba cansada de elecciones, de inestabilidad y que los problemas se acumulaban. El candidato de la Francia Insumisa le dijo que el problema real es que era él que estaba cansado, no el pueblo español. No sé quién era ese político. Tirar la toalla apenas iniciado el camino demostraba pocas convicciones, escasa capacidad política y, bueno es subrayarlo, de sacrificio. Para UP gobernar fue para un atajo, una fuga hacia adelante que pretendía eludir el debate real que no era otro que la desmovilización política y sus causas, las enormes carencias organizativas y la extrema debilidad del ideario y del proyecto.

La escasa atención que la dirección oficial de UP ha mostrado por la experiencia Mélenchon dice mucho sobre los dilemas del presente y los dramáticos desafíos de nuestra izquierda de gobierno, como le gusta definirse. Por lo pronto, el debate sobre autonomía y políticas de alianzas se ha resuelto antes de iniciarse, simplemente no planteándolo. Se ha decidido que la mejor forma de presentarse a las próximas elecciones era hacerlo como parte del gobierno de Pedro Sánchez, ganar con él y reivindicar las políticas realizadas por las ministras de UP. Las dificultades políticas y organizativas se resuelven haciendo del vicio virtud; es decir, visibilizar una forma-partido en torna a una líder indiscutida e indiscutible que pone condiciones a los partidos existentes y que amenaza periódicamente con irse o prescindir de ellos. El programa es sustituido por una plataforma político-sindical para ser negociada con Pedro Sánchez y la identidad, mera declaración de principios abstractos desligados de una estrategia precisa de alianzas sociales y de sus correspondientes concreciones programáticas.

El proyecto que se defiende empieza a estar claro: convertirse en una izquierda complementaria del PSOE, apoyada en los sindicatos existentes y cuya función histórica sería hacer girar más a la izquierda a un partido socialista demasiado controlado por los grandes poderes económicos y excesivamente tributario de unos medios de comunicación cada vez más prepotentes e intervencionistas. La condición previa para esta operación política es ser una izquierda compatible con las reglas básicas definidas por los que mandan, a saber, no cuestionar la Europa del euro, su modelo social y su única política económica; aceptar la hegemonía de los EEUU y de sus directrices fundamentales; asumir el predominio creciente de la OTAN en el interno político-militar y en la definición de las alianzas internacionales y, lo decisivo, no poner en cuestión el poder de una oligarquía que sale victoriosa, una vez más, de una  crisis de régimen y que inicia una  nueva restauración.

Macron ha ganado de nuevo. Su victoria puede ser pírrica. Marine Le Pen ha avanzado, pero muestra su incapacidad para liderar una Francia que aspira a un nuevo proyecto de país y de nación. Lo nuevo, lo realmente significativo desde el punto de vista político es el proyecto Mélenchon. Ahora se trata de construir y definir un espacio nacional-popular con vocación de mayoría y de gobierno; es decir, organizar una oposición para la alternativa que se base en una alianza con las capas medias y, sobre todo, con los cuadros sociales y económicos. En definitiva, plantar cara a los grandes poderes y a los populismos de derechas y no renunciar a los valores de la república: igualdad, autogobierno y emancipación social.

Fuente: Nortes https://www.nortes.me/2022/04/25/melenchon-la-lucha-por-la-autonomia/

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