Mélenchon y El arenque de Bismarck

El vertiginoso ascenso en las encuestas de Jean-Luc Mélenchon rescata para la actualidad a uno de los políticos europeos más lúcidos.

Libro recomendado

Necesitamos socialistas como Mélenchon

Prólogo a El arenque de Bismark

Pablo Iglesias

Recuerdo la admiración que sentía hacia Jean-Luc Mélenchon cuando discutíamos de política francesa hace años en La Tuerka. Entonces yo no era un dirigente político y me dedicaba a explorar, desde la modestia de nuestro programa de televisión y desde la facultad, junto a muchos de los que después se han convertido en referentes de Podemos, las posibilidades de una política distinta a la que ofrecía la izquierda realmente existente. Jean-Luc era un socialista de verdad que abandonó un partido que, como el SPD de Schröder, el Partido Laborista de Blair o el PSOE de González, dejaron de ser los partidos representantes de las clases populares y hasta cierto punto garantes de los derechos sociales, para convertirse en partidos de los poderes financieros, impulsores de modelos económicos ineficientes (la prueba es la crisis europea) que apenas les distinguen de los partidos conservadores cuando se trata de entender la economía y la gobernanza europea.

Como líder del Parti de Gauche, Mélenchon podría parecernos un dirigente más de la izquierda europea, aspirante como mucho a gobernar con los socialistas desde una posición subalterna. Desde la svolta-harakiri del PCI se instaló la idea de que ese era el único papel de las fuerzas políticas situadas “a la izquierda de”. Pero no. Melenchon era otra cosa, tenía un estilo que contrastaba tanto con el conservadurismo como con el extremismo tradicionales de las izquierdas francesas situadas “a la izquierda de”. Mélenchon rompía los tabúes de la izquierda y hablaba de patria, mostraba públicamente su admiración por los procesos de recuperación soberana de América Latina y asumía la incorrección política. En la campaña de las presidenciales francesas de 2012 afirmó que, de ser elegido presidente de la República, haría desfilar a las fuerzas armadas por los Campos Elíseos para que los poderes financieros no olvidasen que en democracia nada está por encima del poder civil.

Después fui elegido eurodiputado y conocí personalmente a Jean-Luc en Bruselas. Junto a los eurodiputados de Syriza y del Bloco portugués fue uno de los parlamentarios que nos recibió con más entusiasmo en nuestro grupo parlamentario. Hablábamos un lenguaje muy parecido. Recuerdo cuando me invitó a Paris; caminando juntos veía a decenas de personas que se acercaban y le abordaban en la calle para saludarle y charlar con él. Su cercanía con la gente me impresionó. Jean-Luc maneja con destreza tanto el cuerpo a cuerpo con la gente como el florete necesario para debatir en televisión. Es uno de los dirigentes que comprendió como pocos la importancia de comunicar con un lenguaje directo y claro para la gente. Aquel día en París hablamos largo y tendido y desde entonces trabajamos estrechamente en Bruselas y Estrasburgo.

En este libro Jean-Luc se muestra como es él, provocador e irreverente, políticamente incorrecto, para decir verdades como puños y señalar que esta Unión Europea se ha construido a la medida de los intereses del capital financiero alemán con el concurso colaboracionista de las élites del resto de países. Esas élites que conocemos bien en nuestro país, no han dudado en renunciar a la soberanía aceptando una división del trabajo europea y un reparto de poder claramente favorable al poder alemán que condena a las poblaciones europeas a someterse a instituciones que no han elegido.

Mélenchon y El arenque de Bismarck

Era necesario que un socialista dijera alto y claro que el SPD se ha convertido en un apéndice de la CDU de Merkel. Era necesario que un socialista dijera que François Hollande se ha dejado clavar la espina del arenque bismarkiano, humillando la dignidad de Francia que sigue siendo el país mejor situado para equilibrar la relación de poderes en Europa dominada por Alemania. Era necesario que un socialista denunciase que el gobierno alemán ha intentado derrocar al gobierno griego de Syriza y a su presidente y que seguirá intentándolo.

En estos meses de 2015 hemos aprendido mucho de la realpolitik que le gusta a Merkel; Alemania, ante el miedo de los gobernantes de otros países europeos, ha demostrado sin disimulo con su actitud hacia Grecia que el poder tiene poco que ver con ganar elecciones. Algunos reconocen claramente esta ausencia democrática cuando nos preguntan: “¿Aunque Podemos ganara las elecciones: ¿Podríais decirle no a Alemania?” La propia pregunta señala uno de los principales problemas de la democracia en Europa: el gobierno alemán.

Lejos de avergonzarse de esta realidad en la que Alemania impone sus intereses al resto, las élites germanófilas europeas celebran esta ausencia democrática como buenos cortesanos. En España hemos asistido estos meses al bochornoso espectáculo de ver a los dirigentes del PP, CiU y el PSOE, así como a sus opinadores en los medios, disfrutar cada vez que Alemania lograba imponer algo al gobierno griego. “No se puede, no se puede”, gritaban alborozados, satisfechos ante el hecho de que en política no se pueda decir no a Alemania, satisfechos de verse a sí mismos como los mejores sirvientes del nuevo poder colonial. El partido del no se puede en el que militan nuestras élites (lleven en el bolsillo un carnet azul o un carnet rojo) es nada más y nada menos que el partido que se opone a la democracia y a la necesidad del cambio frente a un modelo de gobernanza económica y política en Europa que se ha demostrado ineficaz.

Sin embargo la realidad de la Europa alemana demuestra que la cara B del alborozo de unas elites zipayas con sueldos y planes de pensiones que niegan a sus poblaciones, es la destrucción de los derechos sociales en Europa y del propio proyecto europeo. Desempleo, bajos salarios, emigración, privatizaciones de los servicios públicos o precarización de las condiciones de trabajo son el pan de cada día de las poblaciones europeas, en especial en las periferias del sur y del este.

Por eso necesitamos socialistas como Mélenchon, patriotas, europeístas y con la memoria histórica suficiente para saber que defender Europa y la democracia hoy es enfrentar todos unidos al poder alemán.

Alemania es mucho más que su gobierno y sus élites financieras; Alemania es la historia del movimiento obrero más importante de Europa, de un sentimiento popular antifascista responsable y con memoria, de una conciencia ecológica ejemplar, de pacifismo, de todo aquello que Merkel y sus jefes están desprestigiando. La crítica a su gobierno y a sus élites económicas no es incompatible con el respeto y la admiración que los demócratas europeos sentimos por el pueblo alemán, cuyo concurso es imprescindible para construir una Europa social y democrática. Pero hoy defender la democracia en Europa significa defender la soberanía y los derechos sociales frente a las imposiciones de Alemania y frente a los cortesanos del partido del no se puede.

Lean este libro; reconocerán en él a un verdadero socialista francés que apunta en la dirección correcta para construir entre todos una Europa digna.

 

La dignidad de un panfleto: la democracia republicana como alternativa

Epílogo a El arenque de Bismark

Manolo Monereo

                                                                                               A la Unión Europea “se la ve como lo que es: una estructura oligárquica, gangrenada por la corrupción, construida sobre la negación de la soberanía popular, que impone un amargo régimen de privilegios para unos y de coacciones para todos los demás.”
Perry Anderson

I

Se supone que un epílogo debería tener como objetivo resumir y poner punto final a un discurso en un sentido amplio. Este no es el caso, más bien se trataría de continuar el debate e ir más allá. El ensayo-panfleto de Jean-Luc Mélenchon tiene vocación de provocación, de cuestionamiento del sentido común normalizado, de llamada de atención y, sobre todo, de toma de posición política ante la evidencia de que la Unión Europea mutó de naturaleza y se ha ido convirtiendo en un instrumento de dominación del Estado alemán.

Merecería la pena, quizás, decir que este debate no surge del cielo y que tiene que ver con problemas muy serios que sufre la sociedad francesa. Francia vive una contradicción común en el seno de la UE: gobiernos de derechas y de izquierdas, algunos hasta autocalificados de centro, defienden unánimemente los intereses de una oligarquía financiera frente a la esperanza, deseos y aspiraciones de unas poblaciones hartas de represión salarial, cansadas de soportar la degradación permanente de sus condiciones de vida y de trabajo, frustradas ante una clase política que sistemáticamente conspira contra ella, más allá y más acá de las campañas electorales. El Frente Nacional de Marine Le Pen está ahí, para recordárnoslo cada día.

Mélenchon y El arenque de Bismarck

La clave de bóveda, el fundamento último, que crea las condiciones para que esto sea posible, es la UE. Lo que produce el “milagro” de que las poblaciones voten sistemáticamente a gobiernos que hacen políticas contrarias a sus derechos y libertades y que terminan por empobrecerlos tiene que ver con un “poder soberano”, estructuralmente no democrático, que se superpone, dirige y organiza la vida de las personas, de los pueblos y de los Estados, más allá de las democracias constitucionales. La UE, en un proceso que la crisis ha acelerado, se ha ido convirtiendo en un sistema de dominación política y económica que organiza y administra los intereses comunes de las clases económicamente dominantes, garantizados y bajo hegemonía del Estado alemán.

 

II

Hay un aspecto que merecería subrayarse para interpretar bien el contexto en el que se da el ensayo de Mélenchon. Me refiero a lo que podríamos llamar, parafraseando un conocido libro, la “otra teoría francesa”, a un conjunto de autores (Cassen, Debrai, Chevènement, Lordon, Sapir, Todd…) de creciente influencia en la vida pública francesa, caracterizados, desde sus conocidas diferencias, por su crítica densa y aguda a la globalización capitalista, por su rechazo a la UE y el sistema euro, por su defensa de la democracia republicana, estrechamente unida a la reivindicación de la soberanía nacional-popular y del Estado nación, como marco de autodeterminación democrática y línea de resistencia ante una hegemonía alemana cada vez más agresiva, así como por su denuncia, sistemáticamente argumentada, de las falacias del neoliberalismo dominante. Se trata de un pensamiento fuerte y a contracorriente. Francia, su pueblo, su ciudadanía, sus hombres y mujeres de carne y hueso han terminado por convertirse en un problema para una izquierda sin imaginación y sin proyecto. La fuga suele ser, como se ve en tantos intelectuales y publicistas que colonizan los medios, el elitismo y el desprecio a las personas comunes, adocenadas por años de derechos sociales y sindicales, por unas democracias de masas que las tenían en cuenta y hasta las necesitaban, frente al peligro “rojo”; personas sin cualidad, incapaces de adaptarse a los nuevos tiempos, a la necesaria competitividad de la vida y a una sociedad basada en el riesgo; conservadores de tradiciones obsoletas e insertos en los encerrados mundos de lo local.

Este “se hace pero no se dice” es cada vez más elocuente. Lo que va emergiendo no es otra cosa que la incompatibilidad creciente entre el capitalismo realmente existente, que la crisis está definiendo brutalmente, y los derechos sociales y políticos fundamentales. Y más allá, como ha señalado Wolfgang Streeck, lo que reaparece de nuevo es la vieja y nunca resuelta contradicción entre democracia y capitalismo. Este es el otro lado, el lado cada vez más oscuro, por así decirlo, de las políticas del neoliberalismo triunfante, la degradación de nuestras débiles y pobres democracias entendidas como autogobierno y autodeterminación de las poblaciones, como soberanía popular, como proyecto de vida basado en la justicia social y en la implicación consciente de las personas en la cosa pública.

 

III

La motivación —lo subraya con mucha fuerza Mélenchon— para escribir este ensayo-panfleto ha sido la indignación moral y política que ha supuesto para él el trato que la troika, que Alemania, estaban dando a la Grecia de Tsipras. Como es conocido, el asunto evolucionó para peor. Estamos ante una auténtica tragedia griega, un pequeño y digno pueblo ha tenido que soportar el enorme sufrimiento de ser convertido en “laboratorio” de los ajustes neoliberales, con la complicidad de su clase política tradicional y con la anuencia de los demás países de la llamada eurozona. Grecia siempre fue minoría de a uno, insisto, de a uno. El pueblo griego luchó, luchó mucho y no se rindió, no renunció a su futuro como pueblo y país. Syriza fue una esperanza concreta, posible, realista, para construir una alternativa política basada en la dignidad, la justicia y la independencia nacional. Han sido meses de lucha con una peculiaridad, repito, que no deberíamos olvidar: la inmensa soledad de la Grecia democrática y popular. La izquierda política real, los denominados sindicatos de clase y la intelectualidad crítica y progresista poco o nada han hecho en serio para ayudar a un pueblo que estaba siendo vilmente chantajeado por los poderosos, en un durísimo enfrentamiento donde se estaba definiendo el futuro de griegas y griegos, y más allá, el de la ciudadanía, sobre todo, de los países del Sur de la UE.

El resultado es conocido: el gobierno de Tsipras capituló y terminó aceptado las peores condiciones posibles. De nada sirvieron las propuestas moderadas del ministro Varoufakis, el talante negociador del gobierno y las consabidas muestras de responsabilidad y europeísmo sincero del primer ministro Tsipras. Tampoco el consenso popular creciente del gobierno de Syriza ayudó mucho, más bien al contrario: “politizaban” las negociaciones. Es más, el triunfo claro en el referéndum, su propia convocatoria, al parecer se convirtió en un argumento decisivo para endurecer las condiciones del Eurogrupo, especialmente de Alemania. A Varoufakis se lo dijeron desde el primer día: las elecciones no sirven para nada, los cambios de gobierno tampoco; mezclar soberanía popular y negaciones era inaceptable y no se podía consentir.

Mélenchon y El arenque de Bismarck

Estaba en el guion, el mal ejemplo griego tenía que ser derrotado. El problema real que emerge es claro y la señora Thatcher lo popularizó como TINA (there is no alternative): en esta Europa alemana del euro no caben alternativas a las políticas neoliberales. El no hay alternativa, con el (mal) ejemplo griego como referente, será repetido incansablemente hasta convertirse en “sentido común normalizado” y en plataforma política de la desesperanza organizada. Hay que entender y comprender hasta el fondo que nuestras democracias, sobre todo en los países del Sur, son protectorados de los países acreedores, tienen una soberanía limitada; los gobiernos que surjan de las elecciones, de derechas o de izquierdas, están obligados a cumplir las exigencia de la troika, es decir, pagar la deuda, limitar la capacidad de intervención y de regulación del Estado, reducir los derechos sociales y sindicales, privatizar los bienes públicos y desestabilizar el llamado mercado laboral. Resumiendo, los gobiernos electos deben de realizar, sí o sí, el proyecto neoliberal. Se trata de un programa, de una estrategia que expresa –es lo realmente sustancial del problema– una alianza entre las clases dominantes (del Norte y del Sur), organizada por las llamadas instituciones europeas y garantizadas siempre por el Estado alemán.

 

IV

El ensayo de Mélenchon intenta dar una imagen en versión completa de la Alemania realmente existente, no la que venden los medios, no, la otra, la que hay que descubrir. La germanolatría es aquí tan poderosa, al menos, como en Francia. El conocido dirigente de la izquierda francesa, acumulando mucha información, datos precisos y análisis de fuentes diversas, va intentando desmontar el imaginario socialmente creado que hace de Alemania un modelo social y ecológico avanzado, una sociedad presidida por sindicatos fuertes, Estado Social desarrollado, la cogestión en las empresas y un sistema fiscal igualitario. Nada más alejado de la realidad.

 

V

La realidad que emerge –insisto que hay que desvelar– es el de una superpotencia campeona en emisiones de gases invernadero, especializada en contaminar y en generar residuos que luego exporta masivamente. Dotada de un sistema agroalimentario estandarizado, dirigido y controlado por las multinacionales de bajo costo, especialmente peligrosa para la salud, productora de hombres y mujeres obesos; con grandes monopolios químicos líderes mundiales en pesticidas y fabricación de OGM, que, como en los viejos tiempos, siguen teniendo una influencia política determinante en Alemania y en las instituciones de la Unión Europea.

El análisis del modelo social, es, desde diversos puntos de vista, extremadamente interesante. Muchos de los datos los conocíamos por los excelentes libros de Rafael Poch de Feliu y de Ángel Ferrero (1). El modelo social que descubrimos se basa en la desigualdad social creciente, la precariedad laboral, la extensión de los trabajadores pobres y –es obvio– una pobreza estructural que sigue siendo aún más fuerte en las antiguas regiones de la RDA.

Hay varios asuntos trabajados por Mélenchon que habría que subrayar, vistos desde aquí, es decir, desde la periferia sur de la UE. Nos referimos, en primer lugar, a la conexión profunda existente entre el modelo social realmente existente en el país teutón y la política que fomenta y desarrolla el gobierno de la señora Merkel para el conjunto de la Unión y, específicamente, en la eurozona.

Cuando el gobierno alemán habla de que ellos, en su tiempo, ya hicieron los deberes que ahora exigen a los demás, se refieren a las políticas que en la época de los gobiernos socialdemócratas (la llamada agenda 2010) se desplegaron para devaluar salarios y precios, con el objetivo de incrementar la competitividad global de su economía. La sustancia del modelo ecológico-social que Mélenchon describe con mucha precisión tiene aquí su origen: desarrollar y planificar –sí, planificar– una economía basada en la exportación (nacionalismo de exportación, como lo llama Oskar Lafontaine), reprimiendo los salarios, fomentando las deslocalizaciones –o amenazando con hacerlo–, disminuyendo sustancialmente la protección social y combatiendo eficazmente el poder de los sindicatos. Desestabilizar el mercado laboral, imponer la precariedad, debilitar el poder contractual de los trabajadores para bajar salarios y competir más y mejor: ¿les dice algo? Debería.

Hay un asunto, en segundo lugar, al que Mélenchon le da mucha importancia y que, en gran medida, explica los medios que es capaz de usar Alemania para imponer su dominio. Me refiero a la llamada reunificación alemana, lo que él llama el “Método de la Anexión”. Es un tema crucial. Los trabajos antes mencionados de Poch y de Ferrero dan muchas pistas sobre el asunto; no se ha traducido, desgraciadamente, la que creo la mejor monografía sobre la cuestión, la de Vladimiro Giacché (2), reeditada no hace demasiado tiempo en Italia.

Mélenchon y El arenque de Bismarck

Una opinión muy común viene a decir que la obsesión alemana por la estabilidad de los precios, el rígido control monetario y la lucha sistemática contra el déficit tiene que ver con la experiencia de los años veinte del pasado siglo y con la gran crisis. Hay parte de verdad en la argumentación, pero la gran experiencia en las cuestiones de la integración económica tiene que ver con el método o tipo de anexión ensayada en la RDA. La anexión-destrucción de la Alemania socialista fue un ejemplo de cómo llevar la “doctrina del shock” hasta sus últimas consecuencias, al servicio del capitalismo monopolista financiero y de los grandes oligopolios dominantes en la RFA. Fue la destrucción planificada de una sociedad, de un Estado y, diría, de una cultura. Más de 25 años después sus negativos efectos económicos, sociales y culturales siguen estando presentes en los länder de la antigua Alemania socialista y todo indica que su influencia perdurará durante mucho tiempo.

Fue –Mélenchon lo señala con fuerza– un inmenso negocio para los grandes grupos financieros, industriales y comerciales de la RFA y un desastre para la mayoría de los 17 millones de habitantes de la RDA, a lo que habría que añadir un enorme coste para las arcas del Estado: 4 por ciento del PIB durante 25 años, es decir, más o menos 2 billones de euros. La doctrina de la que nos habló Noemi Klein, como en América Latina, se cumplió más allá de lo previsible: imposición de un proceso rápido de unión económica y monetaria; privatización y liquidación de las empresas; destrucción sistemática de todas las instituciones y organismos estatales; supresión de las más que favorables redes jurídicas-políticas que garantizaban unos derechos sociales y laborales… Se podría continuar. Las consecuencias: incremento del paro y la emigración, crecimiento brutal de las desigualdades sociales, degradación de la vida pública y, seguramente lo peor, sentirse extranjeros en su nuevo país reunificado.

Este es, en cuarto lugar, un precedente absolutamente necesario para entender las políticas que el Estado Alemán iba a desplegar en la UE. El negocio real de la anexión-destrucción de la RDA tenía que ver con algo que no se suele decir porque rompe con el “relato” normalizado. La “otra” Alemania sufría dificultades económicas importantes –no mayores que las de las economías de Europa en los años setenta, por lo demás– pero seguía siendo el Estado más industrializado de los países llamados socialistas y dedicaba casi el 50 de su producción a la exportación. Alemania Federal consiguió 17 millones de nuevos consumidores y, lo más importante, se apropió de las viejas redes, contactos y preciosas relaciones de la ex-RDA para penetrar así en los países del este e iniciar, de nuevo, la (re-) colonización de lo que siempre fue su esfera privilegiada de influencia geopolítica: la Europa central y oriental, teniendo –no hay que olvidarlo– la OTAN como medio e instrumento privilegiado.

Desde este –insisto– precedente crucial se entiende mejor lo que hace el Estado alemán en eso que llama Europa y que es –cada vez lo sabe más gente– una cosa diferente y seguramente contradictoria con ella: la Unión Europea. El asunto es conocido, Alemania tiene “un poder estructural”, es decir, ha tenido la fuerza suficiente para imponer unas “reglas del juego” que de una u otra forma acaban siempre beneficiándola. Conseguida, vía “agenda 2010”, la devaluación salarial, la Alemania socialdemócrata primero, democristiana después, se convirtió en una máquina exportadora de grandes dimensiones, haciendo de la competencia y no de la cooperación fundamento de sus relaciones con los otros Estados de la Unión. Se trata de una “guerra”, económica, pero guerra al fin y al cabo.

En condiciones normales, ningún Estado o conjunto de Estados admitiría déficit reiterados en cuenta corriente y comercial, propiciados por la potencia económica dominante. Esto tendría vías de respuesta inmediatas; devaluación o/y protección. Aquí es donde aparece el “poder estructural” alemán: las reglas de la UE prohíben las devaluaciones y cualquier traba a la libre circulación de mercancías, capitales y, más moderadamente, personas. Lapavitsas y Flassbeck en un excelente libro (3) lo han puesto claramente de manifiesto: el verdadero problema de la UE es una Alemania que practica una política consistente en “empobrecer al vecino”, después de “empobrecer a su propia gente”. En palabras del prologuista del libro antes citado, Oskar Lafontaine: “estos autores muestran de forma clara que las políticas mercantilistas y deflacionarias que Alemania pusiera en práctica desde los inicios de la UEM son culpables de la gran ruptura que amenaza actualmente a Europa. Más inquietante resulta el hecho de que, tras la crisis global de 2007-2009, un país acreedor como Alemania haya adquirido un enorme poder y que lo haya empleado tan pésimamente” (4). Del ex Presidente del SPD y de Die Linke asombra siempre la claridad de ideas, la valentía y el coraje moral, tan escaso en la política actual, dicho sea de paso.

 

VI

El Estado Alemán. Suelo emplear conscientemente este término porque, a mi juicio, ilumina un problema casi siempre mal planteado y peor resuelto. Lo que hay en el fondo en la que podríamos llamar “la nueva cuestión alemana” es que un Estado-nación ejerce su hegemonía en un conjunto de países que están (teóricamente) en un proceso de integración económica, y hasta política, supranacional. El Estado-nación alemán tiene intereses “nacionales” que defiende sistemáticamente, expresa como tal Estado una determinada matriz de poder y una determinada alianza de clases, cuya expresión más visible es el gobierno de coalición entre la democracia cristiana y la socialdemocracia, a la que hay que añadir –no es un dato menor– una parte significativa de los sindicatos.

Mélenchon y El arenque de Bismarck

Angela Merkel y el ministro de finanzas, Wolfgang Schaüble

¿Qué quiero decir? Que ellos son un Estado-nación y, para que puedan seguir siéndolo, lo demás Estados nacionales ya no podrán serlo; tienen que ser, por así decirlo, menos Estado, menos soberanos, menos libres. Cada “gran salto federal” nos llevará a ser más dependientes del Estado alemán, nos encadenará cada vez más una densa red de relaciones asimétricas y acentuará nuestra subalternidad política. Varoufakis, en su apasionado y triste recuento de su periplo “negociador”, vuelve a situar las viejas propuestas del todopoderoso ministro de hacienda alemán, el Dr. Schäuble –no lo hace por casualidad–, consistentes en nombrar ”un cacique” –la denominación es del dimitido ministro griego– con poder de veto sobre los presupuestos nacionales e imponer una aún más rígida disciplina a los Estados endeudados del Sur o a los que, en general, de modo reiterado (los “reincidentes”) no cumplen las reglas fiscales aprobadas por la UE. No puede extrañar, dice Varoufakis, que el objetivo último es, ni más pero tampoco menos, Francia: ¿Un nuevo Vichy? Las finanzas, como continuación de la guerra por otros medios.

La cuestión de fondo sigue abierta. Los “misterios dolorosos” del pueblo griego prueban hasta qué punto estamos ante un sistema de dominio que nos expropia bienes públicos, riqueza social, derechos y libertades. Estamos ante lo que Lapavitsas y Flassbeck llaman la “triada imposible”, es decir, la imposibilidad en esta UE de realizar, a la vez, la reestructuración de la deuda, abandonar las políticas de austeridad y neutralizar el marco institucional definido por los tratados vigentes en la UE.

Jean-Luc Mélenchon termina su peculiar ensayo-panfleto planteando las preguntas sustanciales: “Por tanto, el debate sobre la moneda única no es un debate técnico, y la tarea que tenemos por delante no se puede limitar a él, ya que solo es un aspecto del problema cuya clave es otra: ¿quién decide en Europa y en nuestro país? ¿La renta o el trabajo? ¿El pueblo o la oligarquía? ¿El Banco Central o los ciudadanos? ¿Alemania o la Unión Libre de Pueblos Libres?”

 

Notas

  1. Ferrero i Brotons, A.; Negrete Navarro, C. y Poch-de-Feliu Fernández, P., (2013) La quinta Alemania. Barcelona, Icaria.

Ferrero, A.; Böröcz, J.; Tulbure, C. y Roger Suso (2014) El último europeo. Madrid, La Oveja Roja.

  1. Giacché, V. (2013) Anschluss, l’annessione. L’unificazione Della Germania e il futuro dell’Europa. Reggio Emilia, Imprimatur.
  2. Flassbeck, H. y Lapavitsas, C. (2015) Contra la Troika. Crisis y austeridad en la eurozona. Madrid, Akal.
  3. Ídem. pg. 5.

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