Los artistas italianos quieren guerra

Los artistas italianos quieren guerra
El arte italiano de finales del siglo XIX no es que fuera un páramo, pero se parecía bastante. Academicista, repetitivo, moribundo, no es extraño que los pintores reclamaran aires nuevos para ventilar sus talleres.

Luigi Russolo Periferia-lavoro [Periferia-trabajo], 1910

Luigi Russolo
Periferia-lavoro [Periferia-trabajo], 1910

Afín en muchos aspectos al puntillismo francés, el divisionismo surgió en Italia como el necesario intento por modernizar su forma de acercarse al lienzo y a la realidad: “Nosotros somos la última luz de un ocaso y seremos, tras una larga noche, la aurora del porvenir”, escribía sobre ellos, no sin razón, el a menudo grandilocuente Giovanni Segantini. Investigaban, como los franceses, sobre la descomposición de la luz y el color, pero no como un fin, sino como un medio ligado al mensaje de la propia obra. Se preocupan por asuntos sociales, tan importantes en la recién nacida Italia del incipiente desarrollo industrial y del empobrecido campo, y, como en el resto de Europa, algunos sucumbieron al atractivo hipnótico del simbolismo. El mismo Segantini, Giuseppe Pellizza da Volpedo o Angelo Morbelli son buenos ejemplos de esos pasos, unos pasos que, en apenas unos años, serán verdaderos saltos, auténticos brincos que a lomos del futurismo agitarán las ya bastante revueltas aguas del arte moderno, la trepidante época de las vanguardias.

En la Fundación MAPFRE de Madrid, en la sala de exposiciones Recoletos, podemos asistir hasta el 5 de junio a una estupenda exposición que nos conduce en ochenta lienzos por ese camino que va del divisionismo al futurismo y que nos presenta al arte italiano en su trayecto hacia la modernidad. Su irrupción en ella fue espectacular, algo estrambótica, disparatada y muy eficaz. La planeó un poeta con alma de propagandista llamado Filippo Tommaso Marinetti, y tomó cuerpo en el parisino Le Figaro un sábado 20 de febrero de 1909. Era el primer manifiesto futurista, un escrito modernísimo y modernista, una detonación que acumulaba lo que más tarde serían todos los tópicos vanguardistas más unos cuantos exabruptos de cosecha propia que crearían más de un problema al movimiento.

Marinetti amaba la guerra y la velocidad, despreciaba a las mujeres y el arte clásico y era un megalómano integral que convenció a muchos artistas de la validez de sus propuestas. Al manifiesto de Marinetti le seguirían, en años sucesivos, nuevos latigazos quizá no tan restallantes pero que sirvieron, igualmente, para volver a situar a la pintura italiana en el mapa artístico europeo. Severini, Russolo, Boccioni, Balla, parecían estar de acuerdo con su colega Carlo Carrá: “El arte del pasado es un gran absurdo fundado en principios morales, religiosos y políticos. El verdadero arte solo es posible con el arte futurista”. Había que mirar al presente y más allá, renegar del pasado y convertirse en máquinas complejas, rutilantes y ruidosas: ¡qué belleza!

Luego llegaron la guerra y el fascismo y las cosas se complicaron un tanto; de hecho, ni el futurismo ni nada volvió a ser lo mismo. Pero, mientras, el nuevo arte llegó a Rusia, llegó a Dadá y, efectivamente, llegó a la posteridad. En su primera visita a Moscú abuchearon a Marinetti, pero Maiakovski, marcando las distancias, desde luego, siempre reivindicó la herencia futurista, y Mussolini, el futuro Duce, ¿no era acaso futurista cuando escribía, en 1908, en Pensiero Romagnolo, sobre “una nueva especie de espíritus libres fortificados en la guerra, en la soledad, en el gran peligro”, “dotados de un género sublime de perversidad; espíritus que nos liberarán del amor al prójimo, de la voluntad de la nada”?

Emilio Longoni Riflessioni di un affamato [Reflexiones de un hambriento], 1893

Emilio Longoni
Riflessioni di un affamato [Reflexiones de un hambriento], 1893

Los artistas italianos querían guerra, y si no que le preguntaran al siempre excesivo D’Anunzio, pero no solo los artistas, como vemos. Y la iban a tener, aunque a la postre no fuera tan divertida como algunos esperaban, aunque sí enormemente “higiénica”, como quería el desaforado Filippo Tommaso.

Papini les sirvió para introducir a Nietzsche y, sobre todo, a Bergson, y a partir de ahí, entre Florencia y Milán, se fue formando la idea de captar desde dentro la realidad, la simultaneidad y el dinamismo, el “infinito sucederse”, las líneas de fuerza, el “trascendentalismo físico” de Boccioni, la “fatalidad dramática” o el “estado de ánimo plástico”. Fue un intento arriesgado que cuajó en muchas obras interesantes, algunas estupendas, que podemos ver en la exposición madrileña, como La rebelión, de Luigi Russolo, quien pronto se dedicaría a la música, o algo parecido, utilizando extraños sonidos, ruidos… También puede apreciarse una pintura maravillosa que Umberto Boccioni terminó el mismo año en que Marinetti publicaba su manifiesto: Desnudo de espaldas (Contraluz).

El fascismo acabó por devorar al futurismo, o a la inversa, pero no todo fue un disparate abocado al desastre. Indudable hijo de su época, el futurismo supuso la irrupción italiana en la modernidad artística, y, ahora, gozamos de una magnífica oportunidad para comprobar, aunque sea mínimamente, cómo fue ese desembarco. Un placer.

 

 

 

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