Hace un par de años el Museo Guggenheim de Bilbao ofreció una extraordinaria exposición titulada Arte en Guerra, que ofrecía una panorámica suficiente sobre el desarrollo artístico, fundamentalmente en el entorno francés, durante la Segunda Guerra Mundial.
Ahora, más modesta pero igualmente atractiva, la Fundación Juan March de Madrid presenta más de ciento sesenta obras bajo el epígrafe de Lo nunca visto. De la pintura informalista al fotolibro de postguerra (1945-1965). Si, tras la experiencia de los campos de exterminio nazis, Adorno aseguraba que la poesía ya no era posible, los artistas se veían en la obligación de demostrar que no, que, a pesar de todo, o, precisamente por todo, ese no era el caso. Paul Celan, a quien la tragedia había tocado muy de cerca, se encargó de desmentir al filósofo escribiendo hermosos y desolados versos. Los pintores y los fotógrafos también procuraban encontrar nuevos caminos entre las abrumadoras ruinas que dejaba tras de sí la contienda. El crítico francés Michel Tapié, en 1952, publicaba un libro relevante, Art autre, en el que acuñaba el término “informalismo” para describir las corrientes que agitaban el arte de la época.
Un arte otro para una realidad que, probablemente, era ya otra. Como otra, distinta, excesiva, había sido la inconmensurable destrucción de la reciente guerra, del Holocausto y de Hiroshima. Por supuesto: algo parecía haber cambiado. Y hoy lo vemos, eso nunca visto, en los cuadros, los libros o las fotografías que componen la exposición madrileña. Desde la Cabeza de rehén, una cabeza decapitada y llena de ojos, pintada por Jean Fautrier en 1945, y que abre la muestra, junto con la proyección del fotolibro Chizu-The Map, realizada por Kikuji Kawada en el 65, sobre el lanzamiento de la bomba atómica, hasta las últimas composiciones que anuncian ya la llegada de lo que será el pop art, pero aún con un espíritu crítico y denunciador del que el pop carecerá, nos encontramos con una muy interesante representación de la lucha de los artistas de los años cuarenta y cincuenta por abrir nuevos cauces a su expresión, por recuperar el ímpetu de las vanguardias cuando ya no quedaban ni ímpetu ni vanguardias. En Estados Unidos la CIA financiaba secretamente el expresionismo abstracto, en Francia cobraba vigencia el art brut, y en España, en el año 1957, se formaba en Madrid el grupo El Paso. Todos bregaban con distintos materiales, se entregaban a la abstracción y ensayaban un arte otro para una realidad otra: pintura matérica, tachismo, etc. Era, es cierto, el informalismo.
Buena parte de los mejores de aquellos artistas están presentes en esta turbadora exposición: de Olivier Debré a Wols, de Jean Dubuffet a Pierre Soulages, de Asger Jorn a Natalia Dumitresco, pasando por una estupenda selección de artistas checos y por nombres españoles como Antonio Saura, Manolo Millares, Gustavo Torner Fernando Zóbel o Rafael Canogar. Además de Hermann Claasen, Helmut Lederer u Otto Steiner, partícipes de la Subjektive Fotografie alemana, por ejemplo. Era otra forma de hacer arte, otra forma de apreciarlo. Se usan sacos arpilleras, alambres, arena, yeso… Si tradicionalmente la pintura había ocultado su propia materia ahora es esta la que asume el protagonismo y salta a la vista desde el lienzo: rugosa, áspera, pobre, obscena; a menudo restos, residuos, despojos que adquieren un extraño valor, una inusitada potencia en manos de los nuevos creadores. Desgarrados, cruzados por virulentas heridas, los cuadros se insertan en un tiempo oscuro que se denuncia a sí mismo sin ninguna garantía. Pero aquellos malos tiempos pasaron y, probablemente anuncien otros malos tiempos por venir. De momento, hasta el cinco de junio, podemos asomarnos a esas desgarraduras e intentar ver lo nunca visto, lo que, quizás, nunca deberíamos ver.