
Desde luego, León Tolstói no se parecía en lo más mínimo a Vargas Llosa. Cuando en 1901, le llegó el rumor de que le iban a conceder el Nobel, su reacción fue de indignación y declaró que entregaría el dinero a los viejos creyentes insumisos y perseguidos por el zarismo. Hacía tiempo que el viejo conde había renunciado a sus derechos de autor para desesperación de su esposa y el resto de la familia, que temía perder sus prebendas. También había escrito al zar pidiéndole que conmutara la sentencia de muerte dictada contra los asesinos de su padre, citando el sermón de la Montaña, donde Cristo, un hombre de carne y hueso, establece un nuevo mandato moral: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian”. Consecuente con su ideario, Tolstói se convirtió en la conciencia moral de Rusia, en un patriarca de las letras que se desdobló en agitador, hereje y anarquista cristiano. Defendió a los campesinos y a los trabajadores, desdeñó la industrialización, y como un campesino más, segaba, cuidaba personalmente sus manzanos y se avergonzaba de su patrimonio, pues opinaba que la riqueza material es de por sí injusta y siempre acarrea podredumbre moral.
Aunque ya desde sus primeras letras había mostrado una intensa inquietud y un potente respeto por los campesinos, Tolstói tomó sus ideas de la resistencia pasiva y la desobediencia civil –que recogió en parte de Thoreau–, y que influyeron en Gandhi y después de éste en toda la tradición pacifista que pasa por el ANC sudafricano de Nelson Mandela, o los movimientos civiles liderados por Martin Luther King, entre otros. Tolstói estuvo influenciado por Proudhom, al que leyó en 1857 y al que visitó en 1862, y con el que mantuvo una relación abierta, no exenta naturalmente de discrepancias (sobre todo en relación a la violencia revolucionaria); con Kropotkin, con cuya biografía no deja de tener paralelismo (así lo han hecho notar autores como Woodcock). A igual que Kropotkin, Tolstói fue un joven aristócrata, adscrito como voluntario en el ejército ruso del Cáucaso. Ulteriormente sufrió, durante la guerra de Crimea, una profunda crisis moral que Ie llevará a escribir: “El Estado moderno no es más que una conspiración para explotar a los ciudadanos, pero sobre todo para desmoralizarlos (…) Comprendo las leyes morales y religiosas, que no son coercitivas para nadie pero que nos llevan adelante y prometen un futuro más armonioso; siento las leyes del arte, que siempre dan felicidad. Pero las leyes políticas me parecen unas mentiras tan prodigiosas que no comprendo cómo una sola de ellas puede ser mejor o peor que cualquiera de las demás (…) En adelante no serviré jamás a gobierno alguno”.
Este hombre, al que algunos lo calificaron como “el otro Zar” (un Zar que era recibido con flores y guirnaldas por las calles de las ciudades rusas que visitaba), conoció una profunda depresión después de escribir Ana Karenina (la novela más feminista jamás escrita por un misógino integral), tras la cual le sobrevino una crisis de conciencia que le llevó a volver la mirada hacia el hombre natural que había conocido en el Cáucaso, a devorar las obras de Rousseau, y a buscar una nueva vida y una nueva alternativa social. Estaba en la cumbre de su fama literaria cuando volvió las espaldas al mundo académico, convirtió sus propiedades en Yasnaia Poliana en una comuna de trabajo –se avergonzaba de pertenecer a una familia que nunca había tenido callos en las manos– y de educación, intentando desarrollar un sistema educativo natural y abierto, muy en la línea de William Goodwin. Redescubrió de nuevo los Evangelios, a los que despojó de su parte más milagrosa para alcanzar lo que consideraba una ley de oro para la conducta. En torno a sus principios de desobediencia civil y no violencia, se desarrollará un debate dentro del movimiento libertario, en el que Tolstói era profundamente admirado incluso por aquellos que veían en su pacifismo un peligroso obstáculo para una revolución inevitablemente violenta.
De hecho, ya durante la guerra de Crimea, en la que Tolstói tomó parte en su calidad de oficial en un regimiento de artillería, lamenta –en especial durante el sitio de Sebastopol– los horrores de una violencia que, en última instancia, es desencadenada por el poder político. Pero lo que le impresiona mucho más aún, demostrándole hasta qué punto el Estado reposa sobre el empleo de una violencia tanto más inadmisible cuanto que se manifiesta en frío, es una ejecución pública a la que asiste en París, en 1857; en adelante, la guillotina le parece ser el símbolo del Estado. Especialmente durante la segunda parte de su vida, que se inicia en 1874 con una crisis de conciencia cuyas distintas fases él mismo ha descrito en Mi confesión, Tolstói no deja de acusar al Estado y a todas las formas de que se reviste el poder estatal. Hacia el fin de su vida declara: “Considero a todos los gobiernos, y no sólo al gobierno ruso, como unas instituciones complicadas, santificadas por la tradición y la costumbre para que puedan cometer por la fuerza y de modo impune los crímenes más indignantes. Y pienso que los esfuerzos de quienes desean mejorar nuestra vida social deberían consistir en libertarse ellos mismos de los gobiernos nacionales, cuya malignidad y en particular su futilidad se vuelven cada vez más visibles en la hora actual”
Desde su cristianismo laico, Tolstói condena la violencia, provenga de donde provenga. Sin embargo, establece una diferencia entre la violencia ejercida por el Estado, a la que estima enteramente maligna porque es deliberada y porque tiende a pervertir la razón, y la violencia del furor popular que no es para él sino parcialmente maligna, porque nace de la ignorancia. La violencia puede ser combatida tan sólo por el amor, no por el amor egoísta que, efímero y perecedero, desaparece con nosotros y no podría dar un valor absoluto a la vida, sino por el amor altruista que es el motor de toda la vida y cuya acción se prolonga hasta la muerte. Inspirado en un cristianismo renovado, ceñido a la estricta observación de la ley del amor, Tolstói se atiene a los cinco mandamientos del Sermón de la montaña, que ordenan a los hombres no dejarse arrebatar por la ira, no cometer adulterio, no hacer juramentos, no resistir al mal mediante el mal y no ser enemigo de nadie. La “no resistencia al mal a través de la violencia” es la que Tolstói considera ley fundamental de la vida humana. Jesús ha dicho: “No resistas al malvado.” Tolstói comenta: “No resistas al malvado significa no resistas jamás, es decir, no opongas jamás la violencia o, dicho de otro modo, no hagas jamás algo que sea contrario al amor.” No es ésta una actitud pasiva que consistiría en sufrir el mal sin reaccionar; por el contrario, según Tolstói, es la única manera de poner fin al encadenamiento fatal de la violencia. El ejercicio de la “no violencia”, por lo demás, es menos recomendado a los oprimidos que a sus amos, “a cualquier hombre –precisa Tolstói– y por consecuencia a aquellos que detentan el poder, e incluso a éstos muy en particular”.
Se puede hablar de un anarquismo cristiano de León Tolstói. Es decir, de un anarquismo que resulta de la incompatibilidad profunda entre el amor cristiano y la violencia estatal, formulado de la manera más luminosa en el ensayo de título significativo El reino de Dios está en nosotros (1893). Así como el cristianismo se apoderó del Imperio Romano ignorando su poder político, todo hombre que interroga a su conciencia y sigue la ley del amor, por este hecho se aparta de los apremios humillantes y degradantes del Estado; la acción moral y el perfeccionamiento de sí mismo se revelan, a fin de cuentas, más eficaces contra la amenaza permanente del poder político que toda contraviolencia, toda revolución política o social. “Los socialistas, los comunistas y los anarquistas con sus bombas, sus motines y sus revoluciones no son tan temidos por los gobiernos como esos individuos dispersos en distintos países que, todos, justifican sus rechazos remitiéndose a una sola y misma doctrina familiar. Cada gobierno sabe de qué manera y con qué medios defenderse de los revolucionarios y dispone de lo necesario para hacerlo; por ende, no teme a esos enemigos exteriores. ¿Pero qué pueden hacer los gobiernos contra aquellos que muestran la inutilidad, el carácter superfluo y la nocividad de todos los gobiernos y que, en lugar de entrar en conflicto con ellos, se contentan con mostrar que no tienen necesidad de ellos, que pueden prescindir de los gobiernos y que, por este motivo, no están dispuestos a entrar en su juego?
En su opinión, los revolucionarios (en general, nunca se interesó por sus diferencias, aunque también es cierto que los describe con precisión y respeto en Resurrección) dicen: “La organización gubernamental es mala en lo que se refiere a esto y a aquello.” Pero el cristiano dice: “Yo ignoro todo acerca de la organización gubernamental, o en qué medida es buena o mala, y por esta causa no deseo derribarla, pero, por esa misma razón, no deseo soportarla. Y no sólo no lo deseo, sino que no puedo, porque lo que ella me pide va en contra de mi conciencia”. Y añade: “… todas las obligaciones impuestas por el Estado están en contra de la conciencia de un cristiano: el juramento de fidelidad, los impuestos, los procedimientos legales y el servicio militar. Y el poder entero del gobierno reposa sobre esas mismas obligaciones.”
La no violencia predicada por Tolstói, cuyos distintos rechazos, en especial el de no vestir el uniforme militar, no constituyen sino el envés negativo de un modo de vida que él cree conforme a las enseñanzas del cristianismo primitivo, ha dado nacimiento, a comienzos del siglo XX, a un cierto número de colonias tolstoyanas, dispersadas a través del mundo. En cuanto a la “secta” de los dujobors, por entero entregados a la práctica del amor cristiano, y a formas de vida natural conforme a la interpretación que Tolstói había dado de él, pudo, gracias a la ayuda financiera de este último, huir de las persecuciones motivadas en particular por su pacifismo integral e instalarse en Canadá. Los anarquistas objetores de conciencia, cuyo número era bastante considerable en los países anglosajones, invocan a Tolstói; durante la segunda guerra mundial, unos pacifistas ingleses se reagrupan así en las colonias neotolstoyanas. La no violencia recobra por fin una nueva juventud gracias al movimiento ecologista activo, bajo formas no violentas variadas, con el Estado nuclear cuya violencia tradicional se encuentra multiplicada hasta el infinito por el inmenso poder de destrucción de la que dispone en el presente en razón de sus enemigos exteriores pero con vistas a emplearlo asimismo contra sus propios ciudadanos.
Aunque se ha tratado de diferenciar entre el Tolstói novelista y el “predicador”, lo cierto es que sigue siendo tan admirado desde un ángulo como desde el otro. Aunque con muchos problemas y contradicciones, se puede decir que el pacifismo que proponía no ha permanecido como un fenómeno marginal; ha obtenido triunfos brillantes gracias a la acción emancipadora de Mahatma Gandhi y de Martin Luther King, discípulos ambos a la vez de Henry David Thoreau y de Leon Tolstói. Sus propias muertes dan testimonio de la victoria final de la no violencia sobre el terror; asesinados por unos fanáticos, no han dejado de obrar, merced a la veneración de que son objeto, en favor de la liberación de sus respectivos pueblos. Con la no cooperación con los ingleses, Mahatma Gandhi contribuyó poderosamente a liberar a la India del yugo colonial; mediante el hecho de no respetar las leyes y costumbres raciales, Martin Luther King condujo a los negros de los Estados Unidos hacia un reconocimiento de sus derechos cívicos. En lo que concierne muy particularmente a Tolstói, cuya inmensa autoridad moral fue respetada incluso por la Rusia zarista, hasta el punto de que jamás fue inquietado aunque su pacifismo integral y su defensa incondicional de la objeción de conciencia podrían haberle valido persecuciones judiciales…
Cien años después de su muerte, la obra “grande” de Tolstói sigue siendo reeditada (además en nuevas traducciones y en versiones completas, algo que antes raramente se hizo), en tanto que su obra “pequeña” fue admirada por autores como Maupassant, Chejov y Hemingway, que sabían de estas cosas. Pero también se está revalidando su aporte de anarquista cristiano o de cristiano anarquista, ya que en ambos ismos fue igualmente herético. Como cristiano fue excomulgado por la Iglesia ortodoxa, y como anarquista fue reconocido por Kropotkin, casi su alma gemela, pero acabó siendo repudiado por aquellos que creían que los grandes ideales solamente podrían imponerse por la acción liberadora de las masas. De todo ello se ha discutido y se discutirá, pero de lo que no hay duda es que la vigencia del profeta es perceptible en muchas cuestiones presentes: el rechazo del capitalismo y del militarismo, en el aprecio de la “buena vida” y del amor a las cosas, en la defensa del trabajo honesto y bien hecho, la defensa de los animales, y un largo etcétera de cuestiones sobre las que Tolstói dejó una cascada de escritos que merecen ser recuperados y leídos a la luz de nuestro tiempo.