El Manifiesto del Partido Comunista1 posee algunas características destacables, que a menudo han sido ignoradas. Todas nos remiten a una cuestión preliminar: ¿cómo es posible que estas pocas páginas destinadas a formular, en circunstancias determinadas, el programa de una organización política, secta más que partido, hayan podido conocer una audiencia tan considerable durante 150 años? Porque el Manifiesto, traducido a todas las lenguas e impresos millones de ejemplares, sólo puede ser comparado, como ha sido dicho y repetido hasta la saciedad, a partir de Duncker2, con los Evangelios.
La paradoja destaca aún más claramente si consideramos que la característica más destacada del Manifiesto, al cabo de 150 años, es la de su actualidad. Es objeto de una declaración de actualidad permanente, en todas las épocas y por parte de sus lectores más sagaces.
Los mismos Marx y Engels declaran en su Prefacio a la edición alemana de 1872, es decir después de la Comuna de París y la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT o Primera Internacional): «Por mucho que se han modificado las condiciones imperantes durante los últimos veinticinco años, los principios generales desarrollados en este Manifiesto aún conservan hoy en día, en líneas generales, toda su corrección.» Únicamente «algunos detalles» merecían precisiones o revisiones, pero podían esperar a que los autores dispusiesen de algo más de tiempo. Sin embargo, la experiencia de la Comuna tan atentamente escrutada por Marx, había aportado una nueva visión, e incluso, como se ha avanzado, una «rectificación» en lo concerniente al Estado revolucionario3. Sin embargo, ya había escrito El Capital y publicado su primer libro, lo que había dado, al menos a las categorías con un estatuto todavía frustrado, el espesor científico que les hacía falta: -el trabajo especificado en fuerza de trabajo, las crisis o el proletariado, entre otros ejemplos-. «Detalles» que Engels, sólo, treinta y cinco años más tarde, en 1883, y cuarenta años más tarde, en 1888, no modifica. Al repasar la historia de las traducciones4, subrayando las líneas directrices y cuanto le deben éstas a Marx, ya desaparecido, muestra, por el contrario, hasta que punto los grandes acontecimientos posteriores han confirmado el Manifiesto. Llega incluso, en 1888, a recopiar lo esencial del Prefacio de 1872. En los años 90, ya no se realiza ningún cambio. Si se subrayan algunas lagunas, a destacar, en la última parte, la ausencia de Rusia y de los Estados Unidos5, el Manifiesto, que «ha tenido su propio destino»6, es evaluado a partir de ahora por su audiencia en el movimiento obrero: «Y así la historia del Manifiesto refleja, hasta cierto punto, la historia del movimiento obrero moderno desde 1848. En el momento actual, es incontestablemente la obra más extendida, la más internacional de toda la literatura socialista, el programa común de millones de obreros de todos los países, desde Silesia hasta California»7. Se ha dicho que la AIT había confirmado completamente este juicio al considerarse la descendencia directa del Manifiesto y retomando, al final de su «Manifiesto inaugural», el llamamiento a la unión de los proletarios del mundo entero.
Inmediatamente después de la muerte de Engels, con el que había tenido una larga correspondencia8, Antonio Labriola toma el relevo en su famoso ensayo En memoria del Manifiesto de los comunistas9, aparecido en 1895. Se guarda de proponer una refundición, ni un comentario. Afirma que el Manifiesto ha abierto «una nueva era» y quiere despejar la necesidad de su triunfo en la actualidad. Porque en medio siglo, asegura, a pesar de una III parte10 anticuada y de su carácter «fechado», el Manifiesto ha sido alcanzado por la historia y afirmado en su «previsión morfológica»11. Al mismo tiempo, Lenin escribe: «este folleto vale por tomos enteros».12
Las únicas voces discordantes se elevan en Francia, durante el cambio de siglo. Charles Andler, en 1901, no encuentra ninguna tesis, en Marx y Engels, que no haya sido ya propuesta por sus predecesores13. Este juicio le valdrá las iras de un Mehring14, de un Riazanov, que lo encuentra «superficial» y «trivial»15, e incluso las de un Sorel, pretendiendo este último, en 1908, orientar sus propias críticas del Manifiesto hacia el restablecimiento de la «verdad del marxismo»16. Pero el juicio más negativo, contemporáneo del de Labriola (1901), viene de Jean Jaurès, en el análisis que confía a los Cahiers de la Quinzaine de Péguy17. Para Jaurès la concepción de la revolución expuesta en el Manifiesto está completamente «anticuada», porque es blanquista18 y consiste en trasplantar el comunismo proletario sobre la revolución burguesa. Su programa es incluso cualificado de pre-babouvista. A la inmadurez de los actores y de las condiciones del Manifiesto, se opone el proletariado contemporáneo, desarrollado, organizado en partido y sindicato, que no tendrá ninguna necesidad de comportarse de forma despótica, sino que utilizará su fuerza adquirida para imponerse democráticamente mediante el sufragio universal y la legalidad19.
Después de Karl Kautsky (1906), Franz Mehring, para el centenario del nacimiento de Marx (1918), dedica al Manifiesto el capítulo V de su suma, Karl Marx, histoire de sa vie. «No hay nada nuevo y original», dice, apuntando ciertas lagunas y evaluando los cambios considerables que no dejan de influir en su lectura. El mismo año, en diciembre, Rosa Luxemburg, al exponer el programa del Partido comunista alemán, desarrolla la idea de que el Manifiesto, siete decenios más tarde, «retoma» literalmente una actualidad que entretanto había perdido: «retomamos así la trama que habían tejido Marx y Engels en el Manifiesto comunista (…) nos volvemos a colocar así en el terreno que ocupaban Marx y Engels en 1848 y que en lo fundamental no abandonaron jamás»20 Es en esta ocasión cuando lanza su célebre fórmula: «En el momento presente el socialismo es la última tabla de salvación de la humanidad. Más allá de las murallas derribadas de la sociedad capitalista, se ve brillar en letras de fuego el dilema profético del Manifiesto del partido comunista: ¡Socialismo o recaer en la barbarie!»21 En 1922, Riazanov, considerando que la obra «fecha» le dedica un amplio comentario continuo que lo aclara a la vez históricamente, por la restitución del contexto de la época, y teóricamente, por la referencia a los Principios del comunismo de Engels y de otros escritos de los mismos años. El Manifiesto, afirma, mantiene un alcance internacional, en el desarrollo del pensamiento social y del pensamiento político en general. Ha abierto «una nueva época de la historia de la cultura»22
Quince años más tarde, en el «Prefacio» (1937) que redacta para la primera edición en lengua afrikaaner, León Trotski23, que deliberadamente construye su análisis según el modelo contable del debe y del haber, declara de entrada: «!Cuesta de creer que solo nos separen diez años del centenario del Manifiesto del Partido Comunista! Este manifiesto, el más genial de todos los de la literatura mundial, todavía sorprende hoy en día por su frescura. Las partes principales parecen haber sido escritas ayer.» Haciéndole estrictamente eco, para el 100º aniversario (1948), a partir de una posición muy distinta, Georges Hourdin, escribe: «Hoy en día, leemos el Manifiesto comunista con un espíritu no dispuesto, y estamos obligados a reconocer que tiene, a pesar de su edad, una frescura sorprendente (…) el Manifiesto comunista mantiene su actualidad, y desafío a un hombre inteligente, sea cual sea el medio al que pertenezca, a leerlo sin obtener ningún beneficio y sin reaccionar»24. Jean Bruhat, cuya Introducción de 1972 ha sido citada frecuentemente, plantea de nuevo la cuestión: «Cómo explicar que, redactado en 1848, este texto conserve todavía hoy en día una sorprendente actualidad»25. No existen otros textos políticos, escribe Umberto Cerroni, en su Prefacio a la reedición de la traducción de Labriola (1973), que hayan conocido tal fortuna y que hayan llegado a convertirse en el programa de grandes movimientos y de grandes estados, de un tipo de civilización»26. Para Gérard Noiriel (1981), el Manifiesto, «el libro más traducido, el más leído en el mundo, … uno de los textos que ha provocado las discusiones más vivas», no ha llegado a ser solamente «una vía de acceso privilegiada al marxismo», conserva, a pesar de sus debilidades, su fuerza de arrastre.27 Stefano Garroni (1994) ve «una síntesis no superada»28 y Luciano Colletti (1995), cuyo juicio es muy crítico, «el nuevo mundo» de una «nueva clase», la de la burguesía empresarial29. Eric Hobsbawm, al principio del Prefacio que acaba de escribir para una reedición israelí (1997) evoca «un documento clásico a secas», dotado de una «fuerza casi bíblica».
Estos rápidos sondeos, en una literatura que desafía el recuento, están lejos de agotar la cuestión. Convendrá que para saber más remitamos a trabajos de fondo, como los de Gian-Maria Bravo, Il Manifesto e i suoi interpreti (1972), de Bert Andreas, Le Manifeste communiste de Marx et Engels: histoire et bibliographie 1848-1918, (1963), o de Thomas Kuczynski, Das Kommunistische Manifest, (1995)30. Sea como sea, recordemos también, por una parte, las reediciones que suscita en todo el mundo el 150º aniversario, como las de Francis Combes, de Claude Mazauric y un cuaderno encartado de L’Humanité, en Francia, la de Francisco Fernández Buey, en España, la de Eric Hobsbawm, ya citada, en Israel, el millón de ejemplares anunciado solo en Brasil o, la más reciente y bella, en China (feb. 1998). Por otra parte, el llamamiento a contribuciones del Buró de preparación del Congreso internacional, convocado en París, el próximo mes de mayo, ha sido honrado con más de doscientas respuestas: en el trasfondo de su excepcional riqueza de análisis, una constante, la de la actualidad. ¿Cómo, desde entonces, no habría de imponerse el juicio de Mehring según el cual el Manifiesto es «irrefutable en sus verdades fundamentales e instructivo incluso en sus errores»?
Repitamos, con el fin de acentuar aún más la paradoja, que hablamos de un librito, un opúsculo, un fascículo o un folleto como dice Lenin, -23 páginas en el original alemán-. Que se trata, por otra parte, de un encargo hecho a Marx por parte de la Liga de los comunistas. Ahora bien, la Liga en cuestión acababa de constituirse, en ruptura con la Liga de los Justos, su denominación anterior. Marx apenas acababa de adherirse, con sus amigos Engels y Wolff, y dispuso de apenas dos meses para redactar el programa que le había reclamado el Segundo Congreso de la Liga, realizado en Londres, entre finales de noviembre y principios de diciembre de 1847. Por otra parte, no se dedicará a esta tarea sino tras un llamada de atención para que se apresurase. Aprovechemos la ocasión de subrayar que el Manifiesto es una obra militante, que Marx y Engels no actúan como investigadores, ni como sabios, sino que cumplen su función, de hombres de partido, según su propio vocabulario, de militantes. Sorel veía en el marxismo, y no únicamente en el del Manifiesto, «una filosofía de los brazos y no una filosofía de las cabezas»31. Marx incluso había podido pasar por «un obrero» en Nueva York32. José Martí destacaba, por su parte, ante una multitud reunida en un homenaje a Marx, que se veía «más músculos que joyas y más miradas honestas que ocultas bajo lujosos ropajes»33. Pero tales juicios podrían no ser valorizadores, como revela M. Tronti: «Muchos intelectuales universitarios, llamados «serios», están dispuestos a admirar como máximo el Marx científico del Capital, pero cierran los ojos y se hacen los delicados ante las páginas crudas y políticas del Manifiesto»34.
La Europa de la época conocía una crisis con múltiples facetas, industrial y comercial en Gran Bretaña, agrícola en Alemania, en una situación social profundamente degradada, -insurrecciones violentas, motines, surgimiento de movimientos nacionalistas-, que traducen la miseria y cólera de las masas. En función de diferentes contextos, las burguesías, tanto se dirigen contra los regímenes monárquicos o feudales (Alemania y Europa central) como se esfuerzan por consolidar su poder frente al levantamiento de oposiciones obreras y campesinas (Gran Bretaña, Francia). Mientras el cartismo representa la única organización de trabajadores de importancia, un abanico de doctrinas pretenden convertirse en el portavoz de los más desfavorecidos y de los descontentos, incluidos los intelectuales. Es así como concurren, a menudo en la mayor confusión, socialismos, comunismos, proyectos o sistemas de reformas utópicas, inspirados en el cristianismo social o en radicalismos anarquizantes. En una palabra, Marx y Engels, por instancia de muchos de sus amigos y adversarios, que a veces son lo uno y lo otro, tan porosas son las fronteras doctrinales, se persuaden de que la coyuntura es revolucionaria y de que las naciones europeas se encuentran en vísperas de conmociones sin precedentes. Los meses que siguieron a la aparición del Manifiesto confirmaron este análisis, como se sabe, pero se cumplen tan poco sus promesas como fallan en la realización de sus finalidades, porque el texto, no leído, no tendrá ningún papel en los sucesos del periodo. Añadamos además que el contenido de la obra no ofrece, de hecho, nada nuevo en relación a las obras anteriores de Marx y Engels. Volvemos a encontrar las principales tesis ya expuestas destacadamente en el Esbozo de una crítica de la economía política, los Progresos de la reforma en el continente, los dos Discursos d’Elberfeld, Los socialistas verdaderos, La situación de la clase obrera en Inglaterra o los Principios del comunismo de Engels, la Crítica del derecho político hegeliano, la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, los Manuscritos llamados de 1844, las Tesis sobre Feuerbach, la Circular contra Kriege, Miseria de la filosofía, de Marx, La Sagrada Familia y la Ideología alemana de los dos autores. Sin embargo, nueva paradoja, el Manifiesto, tal como el mismo Marx convino, ocupa una posición de bisagra en la obra común. Hay un antes y un después del Manifiesto. Y el libro no fue nunca objeto de contestación o de rechazo, como en el caso de otros escritos, algunos de ellos entre los más importantes. Se puede incluso avanzar que a diferencia de la mayor parte de otras obras, como El Capital, está enteramente escrito en positivo, y no situado bajo el signo de la crítica, de la reacción o del contraataque. Ya se trate de la tenaz voluntad de no dejar en paz ninguno de los dominios de la filosofía, de la política o de la religión, de la exposición del materialismo histórico establecido sobre el terreno de la economía política, o del compromiso militante, que ha redefinido el comunismo y ha unido la Liga, todas las tareas se han cumplido. Sea. El Manifiesto sin embargo, no por ello deja de permanecer completamente nuevo y debidamente inédito. Es este cedazo que no conserva sino lo que necesita35.
¿De dónde procede entonces esta actualidad permanente del Manifiesto, esta audiencia que se repite y se mantiene, más allá de los ritmos históricos a pesar de sus lagunas, errores u obsolescencias? Tiene algunos otros trazos remarcables. Para empezar, el Manifiesto posee un estilo que asocia, en una síntesis exitosa, géneros y hechuras tan diversas como la historia, el panfleto, la pedagogía, la recopilación de consignas, la utopía e incluso la profecía. Inaugura un nuevo género de escritura. Según la expresión de M. Sacristán: «El trabajo científico de Marx es la fundamentación de una práctica integralmente social»36. Precisamente en aquello que manifiesta, sigue siendo manifiesto, poniendo ante nuestros ojos, volviendo a los hechos. Este texto político es un texto teórico. Este texto histórico es un texto literario. Un acto de demolición muestra el plan de una Kallipolis. La unidad de estilo representa en primer lugar una unidad de escritura, la de un Marx particularmente inspirado, más volteriano que hegeliano, concisión, brevedad, densidad, ramillete de fórmulas a la vez penetrantes, percutientes y brillantes, que caen en el dominio público, del «espectro que atemoriza al mundo», a los «ojos helados del cálculo egoísta», del «obrero simple accesorio de la máquina» a la burguesía engendrando «sus propios enterradores», del derecho como «voluntad de clase erigida en ley», a «los obreros no tienen patria» del «libre desarrollo de cada uno condición del libre desarrollo de todos» a la gran «consigna» (E. Bloch) «¡Proletarios de todos los países, uníos!». A su vez, una tal unidad de escritura -y esto no es una paradoja-, toma su fuerza del hecho de haber sido dual, producto de dos itinerarios estrechamente convergentes, los de Marx y Engels, en el momento en el que habían acabado de «pasar cuentas con su conciencia filosófica anterior», por lo tanto de «ver claro» ellos mismos. «El Manifiesto del partido comunista -dice Marx, en su famoso Prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política, redactado por Engels y por mí en colaboración»37, cuando dicha redacción es obra solo suya. Tranquilos, a doce años de distancia, no es que falle la memoria de Marx y no se trata de una flor tardía a su amigo. Simplemente reconoce una deuda. Sin el Catecismo comunista, en el que había colaborado Engels (junio 1847), sin los Principios del comunismo, que él había escrito (oct-nov. 1847), sin los combates intelectuales y políticos que había llevado a cabo y en los que le había precedido y entrenado a menudo, Marx no hubiera podido escribir nunca el Manifiesto, con tal vigor y tan rápidamente38. Es fácil demostrarlo también en los contenidos, los Principios pasan al Manifiesto, cambiando de forma: las doce medidas de Engels, surgidas de un comentario de 4 páginas39 se reducen a 10, justificadas en 15 líneas en Marx, el cual sabe igualmente, cuando hace falta, desembarazarse de algunas precauciones oratorias con el fin de endurecer el trazo (atenúa, por ejemplo, en el punto citado, el carácter «progresivo» de las medidas). Incluso la renuncia a la presentación en forma de «catecismo» o de «principios» es debida a Engels, quien propone un «Manifiesto» con el fin de dejar espacio a la exposición histórica40. La «consigna» final misma, que substituye, en la Liga a «Todos los hombres son hermanos» y proclama por tanto el carácter de clase del nuevo programa se debe también a Engels, tal como ha establecido Bert Andreas41.
Pero, ¿de que valdría el teclado para cuatro manos sin la partitura que le permita dar su medida? El Manifiesto fue posible por el trabajo de decantación al que se dedicaron sus dos autores, a partir de la confrontación de las doctrinas en competición ante sus ojos. Al escrutar estas doctrinas, al proceder a las críticas indispensables de las sistematizaciones utopistas, pero igualmente de la filosofía alemana y de la economía política y sobretodo al analizar las situaciones concretas, tanto de la Inglaterra obrera como de la revuelta de los tejedores de Silesia, se impone la idea de que la historia puede ser objeto de un desciframiento científico, en el sentido de que el modo de producción dominante en la época moderna -el capitalismo- debía ser asido bajo la plantilla del antagonismo de las dos clases que había engendrado. El materialismo histórico, del que el Manifiesto es precisamente la primera versión popular, afirma su pretensión de determinar las vías del cambio real, exigido por la crisis, es decir, revolucionario. Autoriza, como recordaron Marx y Engels en su Prefacio de 1872, «el programa detallado, a la vez teórico y práctico, del partido y destinado al gran público»42. El artículo primero de los Estatutos definitivos de la Liga, adoptado el 8 de diciembre de 1874, durante su Segundo Congreso, declara: «El objetivo de la Liga es la caída de la burguesía, la dominación del proletariado, la abolición de la antigua sociedad burguesa basada en los antagonismos de clases, y la fundación de una nueva sociedad sin clases y sin propiedad privada»43. El comunismo, así redefinido se deshace de sus figuras anteriores e impone la más declarada ruptura con todos los proyectos de reforma utópicos o morales, emanados de otras clases diferentes del proletariado. Esta es la razón por la que a IIIª parte del Manifiesto, dedicada a la «Literatura socialista y comunista», ocupa un espacio tan importante (el equivalente de la IIª, «Proletarios y comunistas») y la hace objeto de un minucioso examen. Engels, en su largo Prefacio a la edición inglesa de 1888, volviendo sobre este punto, explicará que el Manifiesto no hubiera podido titularse «socialista», porque «el socialismo era, en 1847, un movimiento burgués y el comunismo un movimiento obrero. El socialismo, por lo menos en el continente, era «decente» [respetable]; con el comunismo, sucedía exactamente lo contrario»44. Labriola, particularmente sensible a esta divergencia, asegurará que la expresión «comunismo crítico» es la más adecuada para designar «la nueva concepción de la historia», que rompe en bloque con los utopistas, los teóricos de la evolución, los darwinistas, el positivismo del «reaccionario» Comte y otros «socialistas» calificados de «charlatanes», de «filántropos», de «inmaduros», de «sentimentales», de «un poco histéricos» o de «farmacéuticos de la cuestión social»45
¿Bastan estas consideraciones para dar razón de la actualidad del Manifiesto? ¿Si, seguramente, lo deslocalizan, llegan sin embargo, a hacerlo escapar de su propia coyuntura histórica? No nos podemos ahorrar el preguntarnos que es lo históricamente fechado en el Manifiesto y singularmente para el lector contemporáneo. El comanditario-destinatario puede plantear la cuestión. Un partido comunista, la Liga, sea. Sin embargo el partido (el grupúsculo) en cuestión no conocerá una larga carrera. No interpretará ningún papel durante los acontecimientos revolucionarios de 1848 y no sobrevivirá apenas sino a través de sus miembros ellos mismos divididos. En 1849, mientras la Comuna de Hamburgo reedita las Garantías de la Armonía y de la Libertad de W. Weitling, otros se unen a Marx o colaboran en la Nueva Gaceta Renana46. Por otra parte, es notable que los Prefacios sucesivos evoquen el «Manifiesto» y no el «Manifiesto del partido comunista»; Engels hablará, en 1882, del Manifiesto comunista (Kommunistische Manifest)47, título que había propuesto de partida; señalará una nueva traducción polaca con este título (1880) y es con este título con el que Kautsky lo publicará en 190648. Marx mismo empleó este acortamiento49. Las numerosas reediciones utilizaron tanto uno como otra denominación, como se puede ver en la más reciente traducción china, que reproduce una selección de cubiertas en diversas lenguas50, sin que sea posible determinar una regla o una cronología51. La función de la Liga ha consistido en cerrar una etapa y abrir otra. No es poco. Y se recordará sobretodo que fue el primer partido comunista, la primera «asociación obrera internacional», según los propios términos de Marx y Engels en 1872, que anticipan el uso institucionalizado de la palabra Partei, en alemán, a partir del francés, parti, menos específico. Si, por otra parte, se deja de lado, al menos provisionalmente, la estructura demostrativa y el estatuto de los conceptos, tres elementos aparecen como coyunturales en sentido estricto y por otra parte son señalados como tales en el primer Prefacio. Se trata para empezar de las 10 medidas del final del capítulo II, que podrían «ser puestas en aplicación de forma bastante generalizada» en «los países más avanzados». Jacobinas sin duda, no juzgaremos aquí su contenido. Señalemos que no son, en efecto, más que «relativas» y que serían reconsideradas tras la Comuna de París, tal como deja entender el Prefacio de 1872. El segundo está formado por el conjunto del Capítulo III, ya recordado, del que sus autores remarcan que debería ser prolongado más allá de 1847. Es cierto que es poco accesible a los espíritus no advertidos, en particular en lo que concierne a la variedad del «socialismo verdadero», al que se dedica la mayor parte de la rubrica del «socialismo reaccionario», y del que se comprende, puesto que es específicamente alemán, que haya podido retener a Marx y Engels, de la Sagrada familia a La ideología alemana52. La primera traducción francesa, aparecida en folletín en Le Socialiste de Nueva York, en 1872, la suprimirá pura y simplemente53. ¿Hay que renunciar a esta sección? O se la considera como un programa de trabajo, si se quiere admitir, con Mehring, que «lleva el análisis tan lejos que no ha podido nacer después ninguna tendencia socialista o comunista que no sea criticada de antemano»54. El último elemento «fechado» trata de la posición de los comunistas frente a los diferentes partidos de oposición (Cap. IV). Ha perdido todo interés que no sea el erudito porque la situación ha cambiado, tal como revelan sus mismos autores y que la mayoría de estos partidos han desaparecido. Lo coyuntural de estos análisis, sea declarado sobrepasado o resueltamente caduco, no tiene en cuenta sin embargo las hechuras del Manifiesto, una de las reglas maestras del materialismo histórico que impone precisamente el percibir, bajo el inevitable cambio de las situaciones, la constancia de los principios que los hacen inteligibles y permiten una acción lo mejor ajustada posible a sus retos. Es por esto por lo que el Manifiesto recomienza siempre, a partir de la actualidad -de las actualidades sucesivas que lo solicitan-.
Por consiguiente, aparece un nuevo trazo que, de ser probado, sería absolutamente destacable, su universalidad. Es por tanto esta hipótesis la que conviene examinar ahora. El suspense, como habrán adivinado, será de ínfima duración. La universalidad del Manifiesto es la misma que la de su objeto. Gobierna su actualidad. En cuanto al objeto, está perfectamente identificado. Se trata del modo de producción capitalista o sociedad burguesa. Marx da las características en el Capítulo Iº. Sin volver sobre ellas, porque el texto es de una claridad meridiana, destaquemos:
Que la sociedad actual no ha existido siempre; es el producto de una historia que, por medio de la extensión del mercado y la revolución industrial, la ha hecho suceder a la sociedad feudal.
Que esta sociedad ha llevado la bipolarización de clases, a saber, la burguesía y el proletariado, a su punto de máxima simplicidad; de un lado el capital, del otro el trabajo, despojados de todas las vestiduras que disimulan el antagonismo de clases.
Que la burguesía que detenta el poder e impone la única ley del «pago al contado»55 en todos los dominios, -político, económico, cultural, moral…-, ha engendrado, en su desarrollo, la fuerza que representa a la vez su complementario y su antítesis, el proletariado.
Que las fuerzas productivas que la burguesía ha liberado y acumulado se dirigen ahora contra ella y el cuadro social en cuyo seno las pensaba contener; de igual forma que ha puesto fin, desde el interior, a la sociedad feudal, el proletariado prepara su desposesión. Si es verdad que «la burguesía ha interpretado en la historia un papel eminentemente revolucionario»56, hoy en día «la existencia de la burguesía ya no es compatible con la de la sociedad»57
Tres palabras bastan para resumir la hechura: historia, lucha, revolución. Que bastan igualmente para expresar la novedad del Manifiesto. La toma en consideración de los procesos históricos pone fin a las especulaciones de la Ciudad ideal que tienden a exorcizar el presente. Denuncia la naturaleza pretendidamente eterna de las categorías bajo las que el orden existente entiende legitimarse y consagrarse, en primer lugar las de la economía política, -por donde, con razón, ha comenzado la crítica-. Las confrontaciones -de clases, al menos en el periodo de la historia escrita, como precisa Engels58-, dan testimonio y fundamento a la inteligibilidad de los movimientos y evoluciones que atraviesan los cuerpos sociales. Por lo que son dan lugar a los choques de opiniones o las batallas de ideas -efectos de superficie que no dirigen el mundo-. Aquellas fuerzas son completamente materiales. Por tanto, costase lo que costase, la filosofía y sus «combates de Diadocos»59 debía ser también atacada con los colmillos afilados. Cuando es debidamente constatado y condenado, lo que no es siempre el caso, el cara a cara de los opresores y los oprimidos puede suscitar la voluntad de su rebasamiento. Pero este último no se operará ni por una transformación de las mentalidades, ni por una sucesión de reformas, ni, menos aún, por los votos o plegarias. Será necesaria una revolución, cuya violencia no se deriva de ningún modo de una decisión, aunque sea colectiva, sino de una práctica, inscrita en las relaciones sociales y surgida de sus contradicciones. Es indecente tener que recordar que la violencia del Manifiesto (y en otros textos), acusada tan constantemente, como si surgiese de una manía de exaltado, -Marx en este caso-, no es por parte de los explotados sino una respuesta a la violencia que les ha sido infringida y de la que ellos pagan más que todos los demás el peso del dolor, del sudor y a menudo de la sangre. Sobre este asunto, también la historia, desde hace mucho tiempo, nos enseña sus lecciones.
Sin embargo, es la historia lo que está en cuestión en el corazón del Manifiesto, la historia de un tipo de sociedad, el capitalismo, que no era viejo en absoluto a mediados del siglo pasado, que apenas contaba con algunos decenios de existencia, de la que Marx y Engels, gracias, es cierto, a numerosos predecesores, han sabido establecer el diagnóstico, con una pertinencia superior, pero también prever algunos de los desarrollos (como veremos). Ciertamente es posible, hablando en abstracto, considerar que una tal historia ha terminado, que nuestras sociedades han llegado hoy en día a la era de los post-, singularmente el post-capitalismo, él mismo una figura del «fin de la historia», o de «la era de la nada», pero los turiferarios de esta tesis se hacen al mismo tiempo, apologistas de la «globalización» (capitalista evidentemente), se nos dice que las ideologías de legitimación llevan siempre una vida tan dura y que hay que volver a las cosas serias. Es en referencia a este hecho que podemos decir que el periodo, del que el Manifiesto, a su manera, ha saludado el advenimiento, no ha terminado en absoluto. El capitalismo no ha terminado su carrera. El Manifiesto, como afirmó ya Mehring, «seguirá siendo verdadero mientras la lucha mundial entre la burguesía y el proletariado no haya llegado a su término»60.
Precisado ésto, vale la pena preguntarse sobre otro punto. Se refiere a la evolución del capitalismo desde 1847. Las transformaciones que ha conocido, ¿no han modificado su esencia, hasta el punto de hacer inevitables ciertas revisiones? Convendría aquí volver a trazar su historia. Lo que, como se comprenderá, está descartado por razones de espacio. Se pueden sugerir sin embargo algunas observaciones. La primera, de valor únicamente programático, vería un retorno a la historia del Manifiesto destinado a apreciar sus formas de recepción, en relación a contextos determinados. Sin duda, si no hubiésemos tenido las Introducciones que le han sido dedicadas, y que no forman precisamente un magro resultado, nos llevaría a distinguir juicios reflejando diversas etapas. Los mismos Marx y Engels dieron ejemplo. Sin embargo, a 45 años de distancia, Engels, en su último Prefacio a la edición italiana, si bien vuelve sobre las expectativas insatisfechas de 1848 y evalúa el progreso conseguido desde entonces, no cuestiona en absoluto los basamentos de la obra. Ya hemos dado alguna idea anteriormente. A continuación, la estrecha imbricación de política y economía, estimada desde el punto de vista del movimiento obrero y de sus intereses del momento, ha dado ocasión a cuestionamientos, más o menos radicales (por ejemplo Bernstein o Jaurès), pero que no alcanzaban, en su naturaleza, al modo de producción, las posibilidades que parecía ofrecer, pudiendo variar de la suavidad a la dureza, -de la reforma al levantamiento-. Muchas familias políticas, como se sabe, han correspondido, en la sucesión tanto como en la simultaneidad, a estas tomas de posición. Me arriesgaré, para la actualidad (1998) a una segunda observación, puramente alusiva, a saber, que el diagnóstico del Manifiesto es más adecuado que nunca a nuestra situación, esto es, a la configuración tomada por el capitalismo contemporáneo, sean cuales fueren las denominaciones o las características que le afecten. La prueba es aportada por los análisis del mercado mundial y de sus consecuencias destacadamente sociales, que merecen un examen. Creado por la gran industria, «el mercado mundial ha acelerado prodigiosamente el desarrollo del comercio, de la navegación, de las vías de comunicación (…) Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía da un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países. (…) En lugar de las antiguas necesidades que satisfacía la producción nacional, nacen nuevas necesidades, reclamando para su satisfacción los productos de las zonas y los climas más lejanos (…) y esto sirve tanto para la producciones del espíritu como las de la producción material…»61. Ya lo dijo Engels en sus Principios: «La gran industria, al crear el mercado mundial, ha establecido entre todos los pueblos de la tierra, principalmente entre los pueblos civilizados, tales relaciones que cada pueblo se resiente del contragolpe de lo que les sucede a los otros»62. El «fetiche autómata», última ecuación del Libro III del Capital, bajo la forma A-A’, ha llegado a ser dominante: el dinero produce dinero, reina el capital especulativo63. Cuando se sabe que los autores del Manifiesto no han captado el fenómeno sino en tanto que tendencia, porque la globalización sólo estaba en sus inicios, es forzoso convenir el carácter literalmente profético de sus deducciones.
Si se considera ahora la universalidad en su extensión, y no en su comprensión, será fácil ver que el Manifiesto no se detiene en los países que no sean los «más avanzados». Deja en la sombra lo que nosotros llamamos Tercer Mundo, naciones subdesarrolladas, semi-feudales o ex-colonizadas, que cuentan con millones de hombres, condenados a las condiciones de existencia más dramáticas. Es cierto que tanto Marx, como Engels, eran todavía hombres de las Luces -del Aufklärung-, creían en el progreso y estaban verdaderamente fascinados por lo que había hecho conseguir a la humanidad una burguesía que interpretaba en la historia «un papel eminentemente revolucionario» y que «no puede existir sin revolucionar constantemente los instrumentos de producción y por tanto las relaciones de producción, es decir, el conjunto de las relaciones sociales»64. Por consiguiente, no podían escapar -se les ha reprochado a menudo, y con razón-, al eurocentrismo, convencidos como estaban, por ejemplo, de que las anexiones territoriales de los Estados Unidos arrancarían de la barbarie a los perezosos mejicanos. ¿Significa esto que el Manifiesto es indiferente ante estos «olvidados»? Decir ésto sería estar ciegos ante los considerables efectos que su lectura ha provocado en ellos. Porque los dominados, todos, se pueden reconocer. En caso contrario, la mundialización en curso vendría en su ayuda: «incluso la China, -escribe Engels-, se encuentra en vísperas de una revolución. Se ha llegado al punto de que la invención de una nueva máquina en Inglaterra puede, en el espacio de un año, reducir al hambre a millones de trabajadores chinos…»65. La proletarización, el pauperismo del Manifiesto66 y sus continuaciones, en adelante, en el movimiento obrero, han hecho correr ríos de tinta. Y sin embargo, para el punto de vista de hoy, que sabe que la rareza natural ha desaparecido, y que el mundo dispone de bastantes recursos y produce suficientes mercancías para asegurar, más allá de la supervivencia, adecuadas condiciones de existencia a todos sus habitantes, ¿cómo no persuadirse que una vez más la actualidad, la nuestra, se une al Manifiesto? ¿No hemos llegado, por primera vez en la existencia de la humanidad, y después de revoluciones tecnológicas aceleradas, a aquel punto que pronosticaba y esperaba el Manifiesto en el que se encontrarían dadas las condiciones para que al menos las bases materiales para la felicidad estuviesen aseguradas? Mientras se exacerban, como nunca, las contradicciones sociales e incluso se depuran más nítidamente aún en la bipolarización entre poseedores y desposeídos, llevando al extremo todas las desigualdades, -económicas, intelectuales, políticas o sexuales…- Engels de nuevo: «… la gran masa del pueblo está cada vez más proletarizada y su situación deviene más miserable e insoportable a medida que se acrecientan las riquezas de los burgueses»67.
No obstante, no habríamos investigado todavía completamente la actualidad, si nos contentamos con el objeto del Manifiesto, por probada que esté su universalidad. Porque el Manifiesto no fue escrito en vistas a esta demostración. La ha subordinado a la finalidad que le ha permitido ponerse al día y que representaba la falta de doctrinas anteriores, la del reemplazo de este objeto, -la sociedad burguesa- por el sucesor que ella misma ha designado, -la sociedad comunista-. Lo que lleva a Engels a escribir: «La revolución comunista no será pues una revolución nacional únicamente, se hará simultáneamente en todos los países civilizados, es decir, al menos en Inglaterra, en América, en Francia y en Alemania»68. Lucha, revolución: en el terreno de estos retos, ¿todavía nos habla el Manifiesto? ¿Qué conocimientos teóricos y prácticos puede dar a los hombres -y a las mujeres- de nuestro tiempo?
La primera pregunta, en realidad la primera dificultad que nos encontramos, puede ser formulada así: ¿cual es la naturaleza del cambio anunciado y quienes serán sus actores?
En cuanto al cambio, la lección del texto parece completamente clara. Es del orden de la necesidad. Igual que la burguesía ha madurado en el seno de las relaciones feudales, antes de hacerlas estallar, la sociedad burguesa contiene en su seno el principio de su propia superación, mejor dicho, produce, con los proletarios, sus propios enterradores. Los dos procesos históricos son explícitamente declarados «análogos»69. «Las armas de las que se ha servido la burguesía para abatir la feudalidad se vuelven hoy contra la misma burguesía»70; su caída y la victoria del proletariado son igualmente inevitables»71. Se comprende evidentemente que se haya podido imponer una lectura, sino fatalista, al menos determinista del Manifiesto. Tiene sus partidarios resueltos e incluso sus entusiastas. Antonio Labriola figura en primera fila entre estos últimos. Asegura que el conocimiento teórico del socialismo, en cualquier época, pertenece a «la inteligencia de su necesidad histórica… a la conciencia del modo de su génesis»72; que el socialismo moderno es un «producto normal, y, por tanto, inevitable de la historia»73; que la «muerte fisiológica del capitalismo» está anunciada74. «La previsión -escribe- que indicaba el Manifiesto no era cronológica, no era una profecía o una promesa, sino una previsión morfológica»75; y evoca «suo fatale andare» («su marcha fatal»)76. Sin duda se trata, a sus ojos, de acabar con todo utopismo, como ya hemos observado. Pero ésto conlleva consecuencias que el mismo Labriola enuncia: «El comunismo crítico no fabrica las revoluciones, no prepara las insurrecciones, no arma las revueltas. Se confunde con el movimiento proletario … es únicamente la conciencia de esta revolución»77. Según una lógica así, que podría sin duda invocar el aval de Engels78, ¿qué parte le correspondería a la acción política? ¿Qué lugar ocuparía el proletariado? ¿Serían nulos una y otro?
Pero el Manifiesto, ¿es tan categórico sobre este punto? Si se tiene en cuenta que la relación ciencia/utopía ha sido endurecida en antítesis, con fines políticos, en un periodo posterior de la historia del marxismo y que no es imputable en absoluto al contenido del folleto de Engels, -El desarrollo del socialismo de la utopía a la ciencia, convertido en Socialismo utópico y socialismo científico, en la traducción de Lafargue79-, uno se pregunta si la lectura necesitarista no es excesivamente reduccionista. El principio mismo de un manifiesto, dicho de otra manera, de un programa destinado a una formación política basta ya para matizarlo. Lo confirman los Capítulos II y IV que exponen las tareas que incumben explícitamente a los comunistas al describir el cuadro de su acción en la doble dirección de la transición de una sociedad a otra y de la instauración de una nueva sociedad. Se puede considerar igualmente que la alusión al principio del Capítulo I a las luchas de clases que concluyen «sea con una transformación revolucionaria de la sociedad en su totalidad, sea con la desaparición de las dos clases en lucha»80, no tiene únicamente una carga histórica, sino que es aplicable a la sociedad burguesa81. El juego, en principio, no estaría ya decidido. Eric Hobsbawm, preocupado con razón por este punto, ha avanzado recientemente otra interpretación82. Según él, la ineluctabilidad no sería evidente, porque se trataría de dos análisis, el del capitalismo, y el del proletariado, que no son análogos. El proletariado del Manifiesto queda marcado por su origen alemán; sería, como Marx lo presentaba en su Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, en 1843, la clase encargada de realizar la filosofía al suministrarle a ésta las armas materiales que le faltan y que le permitirán llegar a la emancipación humana. Sin embargo no parece que se pueda mantener una hipótesis como ésta. Porque, el proletariado del Manifiesto no tiene nada de filosófico, definida claramente su esencia por el trabajo, la única mercancía de que dispone para venderse al capital83. Hoy en día no es menos evidente que la superación del capitalismo por medio de la acción consciente del proletariado necesita un programa enteramente sometido a las luchas sociales y a las relaciones de fuerza que las determinan.
Observemos también, sin insistir, que el razonamiento analógico que sostendría el determinismo de los modos de producción, plantea otros problemas temibles a los historiadores, marxistas o no, respecto a las formas de paso de la sociedad feudal a la sociedad burguesa y de esta última a la sociedad comunista. Es verdad que la obra posterior de Marx y Engels ha suministrado sobre estas cuestiones elementos de investigación más profundos y más pertinentes que las recopilaciones abruptas del Manifiesto.
Por consiguiente, se plantea, como se preveía, la cuestión conexa de los actores del cambio. Hay que detenerse de nuevo en la objeción de principio según la cual, en nuestras sociedades contemporáneas, ¿las clases y las luchas de clases habrían perdido su sentido con su existencia, dejando lugar a las negociaciones entre «compañeros sociales» y otros consensos «ciudadanos»? El reino del (neo)liberalismo y las «limitaciones» del mercado han echado a perder esta antífona ideológica y aquellos mismos que se felicitaban de las relaciones por fin pacíficas descubren «sobre el terreno» que los antiguos antagonismos han vuelto a resurgir. Siempre está ahí el espectro. ¿Quiere ésto decir que los protagonistas del Manifiesto han sido despedidos hasta nuestros días? Esto sería hacer un caso singular de un siglo y medio de historia y, más aún, de una concepción, de la que la historia precisamente se considera fundamento. Tomemos al proletariado. Admitamos como tantos de sus detractores, o incluso de sus defensores más autorizados, que ha desaparecido, en tanto que «nudo», -»duro», precisemos- de la clase obrera y que hay que enterrar, con él, la perspectiva de poder que le sería inherente (dictadura del proletariado). Esto no nos impedirá volver sobre aquel proletariado que Marx ponía en escena en 1848 y del que quería que se constituyese «en clase dominante»84. Aunque no sea más que para destacar su extraordinaria penetración. Consiguió percibir, en efecto, en un proletariado de origen todavía reciente que, aparte de la minoría formada por los obreros profesionales, estaba constituido por individuos, la mayoría mujeres y niños, recientemente arrancados de la vida rural, sin cualificación, sin experiencia, totalmente desorganizados e incultos, los enterradores resueltos de la vieja sociedad y los constructores tenaces de la nueva. Los canuts lioneses pertenecían a una elite, los tejedores silesios eran una excepción. Sólo los cartistas ingleses, con los que Engels tenía una práctica directa, constituían un poderoso movimiento obrero de masas, el primero de la historia. Cuando se considera el entorno de Marx, sus amigos de la Liga o del Comité de Correspondencia, más bien artesanos en lo esencial -los Schapper, Moll, Lessner, Eccarius o Wolf85-, se dice que seguramente la intuición, la empatía, han debido representar una papel nada negligible. En cierto modo, Jaurès tenía razón, los trabajadores de principios de nuestro siglo tenían muy poco que ver con los de cinco o seis decenios precedentes86. Salvo que a través de la indudable inmadurez de estos últimos, los autores del Manifiesto veían las fuerzas de futuro y anunciaban su victoria. ¡O cómo la ciencia segura de las relaciones sociales de producción desemboca en los caminos de la utopía!
¿Se concederá que la clase obrera de nuestros días, en el supuesto de que haya subsistido como tal, no tenga otra cosa que perder que sus cadenas? Contestar así sería hacer bien poco caso de las luchas de dicha clase y de sus ganancias, o «conquistas sociales», engarzadas siguiendo el hilo precisamente del Manifiesto. Además no es este el tema, sino el de esta realidad flagrante, frente a las dudas ontológicas, que no tienen otro sentido que ocultarla, que obliga a tomar en cuenta al lado de los obreros de nuestros países desarrollados, cuya existencia al menos estadísticamente está establecida, indigentes e inmigrantes, pero igualmente «nuestros» parados y «nuestros» «excluidos», las inmensas poblaciones de trabajadores del resto del mundo, que bastan para dar testimonio de una lucha de clases planetaria, cuyos participantes «proletarios» no se encuentran en absoluto en vías de reducción. No es únicamente que las condiciones de vida del siglo XIX no hayan sido revocadas para estos últimos, sino que las instituciones internacionales más oficiales no cesan de llamar la atención sobre el trabajo de los niños y su progresión más allá del año 2000, sobre las desigualdades crecientes, las hambrunas, las enfermedades, la miseria y la mortalidad imputables a las «regulaciones de mercado». Marx y Engels podían prever Hiroshima, las hecatombes multimillonarias de las guerras del siglo XX, los genocidios, la venta por los individuos de sus propios órganos para sobrevivir, o las innegables imbricaciones del crimen, de la política y del dinero. ¿Quién sostendría seriamente que «desprovistos de propiedad» ellos también, los dominados de hoy no son los sucesores de los proletarios del Manifiesto?
En frente, la presencia continuada de la burguesía suscita menos dudas aún, con su poder multiplicado por los monopolios económicos y las concentraciones financieras, garantizadas y reforzadas por los órganos políticos supranacionales (FMI, Banco Mundial, pronto AMI) sin otro control que el de la maximización de beneficios, principalmente mediante el canal de una deuda absolutamente impagable. Sin embargo «nuestra» globalización visiblemente no cumple las promesas de las que Marx y Engels pensaban que su «mercado mundial» era portador. Ellos esperaban del «carácter cosmopolita» de la producción y del consumo el final del aislamiento de las regiones y las naciones, preveían el reemplazo de los exclusivismos y de la multiplicidad de literaturas nacionales por «una literatura universal»87, mejor aún, el mercado mundial, al substituir los «pequeños mercados locales», debía abrir «la vía a la civilización y el progreso» y provocar la mundialización de la revolución88. En cambio nos encontramos, además de las destrucciones programadas de bienes, la congelación de las tierras más ricas y las catástrofes ecológicas previsibles a medio término, las regresiones etnicistas o religiosas, los refugios/confrontaciones de las comunidades y las identidades, la macdonalización y el reino de la subculturas monopolizadas por los medios de comunicación dominantes.
Este pecado de optimismo, esta confianza excesiva en el futuro, nos lo encontramos por todas partes en el Manifiesto. No se refiere únicamente al proletariado, son abonados en cuenta de la pequeña burguesía, que va a acabar engrosando las filas del primero89, e incluso de los «ideólogos burgueses», en la medida en que serán «elevados hasta la inteligencia teórica del conjunto del movimiento histórico»90, mientras que el lumpen-proletariado, «esta podredumbre pasiva de las capas inferiores de la vieja sociedad»91, sirve de contraste. Sin embargo, «nuestras» clases medias no han cesado de crecer y de estar, al menos hasta un periodo reciente, asociadas al desarrollo burgués; «nuestros» intelectuales, en su mayoría, han continuado sirviendo a los príncipes; y el lumpen en algunas ocasiones ha dado lecciones de revuelta. Lo mismo sucede con las crisis y la «epidemia de la sobreproducción»92, que parecen condenar al enfermo, cuando nuestra experiencia histórica nos ha enseñado duramente que el capitalismo se las apaña muy bien para restablecer sus equilibrios amenazados y que no se puede hablar de infarto de los modos de producción. En estas materias, como en otras, fácilmente detectables, ¿qué ha sucedido? Si no por un entusiasmo de juventud, Marx y Engels, llevados por la seguridad de su diagnóstico, se convencieron de que la victoria era cierta, sino inevitable, y que estaba próxima, ya que las condiciones, desde su punto de vista, estaban dadas. La historia en persona, como de costumbre, se encargará de moderar sus ardores y desde el mismo 1848, apenas unos meses después del Manifiesto, puesto que la revolución no triunfará. Además nuestro texto confirma con ésto su función de bisagra: empaca lo que le ha precedido y suministra el nuevo estado de la cuestión de los estudios a realizar. Nada se escapará a la reflexión reanudada y a la vuelta al trabajo sobre la masa histórica, que dará lugar a correcciones, rectificaciones, abandonos y profundizaciones, -programa, clases, poder (Estado, democracia), crítica continuada de la economía política (trabajo, crisis, leyes «tendenciales»…), revolución, nación, etc.-. Después de todo, todavía quedaba una obra por escribir y el proletariado de El Capital, por ejemplo, atrapado en las múltiples redes de la dominación, hará el papel de pariente pobre tras el héroe regenerador del Manifiesto.
Una aporía, por último, parece acechar al Manifiesto y su lector contemporáneo: ¿la actualidad siempre renovada no será la de un proyecto incumplido, de una utopía, en el viejo sentido de la palabra? Los 150 años pasados, ¿no se ocultan a la manera de un camino del cual el recorrido anunciado se ha reducido sólo al lindero? De hecho, se impone la doble constatación de que la revolución, o, en su defecto, el compromiso de una transición hacia la sociedad comunista, no se produjeron donde Marx y Engels lo situaban, en los países desarrollados y avanzados en riquezas productivas, democráticas y culturales, y que allá, en las naciones todavía agrarias, semi-feudales o semi-coloniales93, como se las suele denominar, las rupturas operadas en nombre del Manifiesto han provocado engaños, errores y tragedias y han conducido al fracaso. Sabemos del peso de los dramas, de los cuestionamientos, de las negaciones y los duelos del lado «progresista», de las satisfacciones, de las seguridades y los gritos de victoria del lado «conservador», hemos pagado estas experiencias históricas. Y como las páginas vírgenes han interpretado el papel de partes civiles en el proceso intentado en páginas tan mal escritas… Sin embargo, sin volver al ruido y la furia de tales acontecimientos, que todavía no se han calmado, o, más aún, con el fin de quedarnos en el Manifiesto, nuestro objeto asignado, no serán superfluas algunas nuevas observaciones. Tomemos alguna casi al azar, porque no se trata de un gran misterio. El principal actor del cambio, este proletariado sobre el que, en principio, reposa todo, ¿ha cumplido su función, establecido el poder que le era propio y ha obtenido los beneficios descontados? No hay ninguna duda de que la respuesta es negativa. La dictadura del proletariado se ha convertido en dictadura sobre el proletariado. Los trabajadores, en la antigua URSS, seguramente no conocen una situación mejor que la que había antes del hundimiento, no están menos desprovistos de poder político. Bajo una cobertura democrática, este último permanece entre las manos de los sucesores de una burocracia de estado, cuyo código moral (para uso externo) no hacía otra cosa que reproducir el de las burguesías «occidentales». El «autogobierno del trabajo» no ha tenido lugar, a propósito del cual un Labriola, que calificaba la burocracia de «utopía de cretinos», se hacía grandes ilusiones, en su tiempo, cuando declaraba: «la masa de los proletarios ya no actúa por las consignas de algunos jefes… ha hecho y hace su propia educación… sabe que la conquista del poder político no puede y no debe ser hecha por otros en su nombre»94. La identificación proletariado/clase/partido no pertenece en absoluto al Manifiesto, que invoca como una tarea a reiniciar, frente a la competencia de los obreros entre sí, «la organización del proletariado en clase, y por ello en partido político»95. El proletariado debe siempre convertirse en una clase. A diferencia del siervo, «el proletario no tiene existencia propia. Es la clase en su conjunto la que asegura la existencia» afirman los Principios96. No hay tampoco monopolio partidista: «los comunistas no forman un partido distinto opuesto a los otros partidos obreros»97. ¿Cómo comprender, por otra parte, que las ideas pequeño-burguesas, o burguesas e incluso abiertamente reaccionarias puedan seducir y penetrar en la conciencia obrera?98 ¿O que las alianzas sean necesarias, incluidas con la burguesía99. Por no decir nada de la ecuación partido-Estado… La puesta en guardia de Sorel, en su desconfianza extrema, quizá no fue en vano: «el marxismo no debería confundirse con los partidos políticos, por revolucionarios que fuesen, porque éstos están obligados a funcionar como partidos burgueses»100. En cuanto a las finalidades del proceso revolucionario, la democracia, por una parte, lejos de ser escarnecida o excluida, constituye el horizonte: «el primer paso en la revolución obrera es la constitución del proletariado en clase dominante, la conquista de la democracia»101, y, contrariamente a los movimientos anteriores, siempre minoritarios, «el movimiento proletario es el movimiento autónomo de la inmensa mayoría en interés de la inmensa mayoría»102; el individuo, por otra parte, este olvidado de los países del socialismo realmente existente, accede a su propio desarrollo, gracias a «una asociación en la cual el libre desarrollo de cada uno es la condición del libre desarrollo de todos»103. En pocas palabras, porque entorpecer la argumentación no aportaría nada, el Manifiesto nos da la prueba de que no se puede encontrar en sus tesis la justificación de aquello que se ha convenido en llamar estalinismo, que son, por el contrario, su refutación. Tanto más cuando se asegura, además, que el Manifiesto «no fue y no pretendía ser el código del socialismo o el catecismo del comunismo crítico, o el vademécum de la revolución proletaria»104.
Como consecuencia y para concluir, el hecho de que la dominación mundial neo-liberal pueda ejercerse hoy sin competencia (siendo sospechoso que hubiese podido presentarse esta última antes), por los múltiples perjuicios de la que es responsable y los peligros inéditos que hace pasar a la humanidad, bastará para permitir avanzar la idea que el Manifiesto es más actual que nunca. No parece ilegítimo, en efecto, considerar que el proceso de globalización en curso, se aviene tan bien al diagnóstico del Manifiesto como al del Capital, cuyo diagnóstico añade una respuesta estrictamente adecuada, global o globalizada, a su ejemplo. Esta tendencia mundializante puede ser expresada en dos trazos. El primero se refiere a su extensión, que no excluye ningún dominio de la sociedad entendida en un sentido amplio, tanto el orden cultural y simbólico como el económico-político. Sin duda no se trata más que de un principio, porque es verdad que el Manifiesto no ignora las consecuencias antropológicas y espirituales de los saltos tecnológicos, de la necesidad para la revolución de no dejar en paz ni la familia, ni el derecho, ni la filosofía; no permanece mudo, de lo que a menudo se le ha acusado, sobre nuestras grandes cuestiones modernas de la liberación de las mujeres o de la protección de los medios naturales, -por no citar más que estos ejemplos-. Sin embargo en estos temas ha dejado al movimiento obrero y comunista una tarea que éste último está lejos de haber cumplido, cuando no lo ha despreciado soberbiamente, a saber, que el proceso de transformación radical no puede, salvo denunciándose a sí mismo, diferir su actuación sobre estas cuestiones como si se tratase de objetivos subalternos. Sabemos hasta que punto ciertos programas políticos han llevado a la caricatura la idea de que una vez haya sido conquistado el poder por la clase obrera (o en su nombre), -la locomotora-, el resto -los vagones-, seguirían, dicho de otra forma, confusamente, las costumbres, las ideologías, las religiones, las aspiraciones nacionales, la sexualidad, las artes, los usos y costumbres, las capas medias, etc. La mundialización posee, por otra parte, un carácter transnacional que provoca el júbilo de Marx: «Para gran disgusto de los reaccionarios, [la explotación del mercado mundial] ha quitado a la industria su base nacional»105. Conociendo, gracias a la perspectiva de la integración europea, sus efectos negativos, en particular lo respectivo al rol de los estados, nosotros seríamos más reservados. El desplazamiento de las formas de explotación sobre los países considerados por Marx «bárbaros» no podría parecernos muy progresista. En cuanto a la fe en las Luces y en la creatividad… burguesa, si no se le puede reprochar estar enteramente limitado por una época que no había conocido todavía los desarrollos nacionales106, se revela, en este punto más que en cualquier otro, singularmente extraño a los fenómenos que nos son tan familiares, del rebrote de las luchas nacionalistas o nacionalitarias, a menudo con connotaciones étnicas o religiosas. Trans- o extra- o para- o pre-clasistas, tales luchas quedan ser pensadas y puede ser cada una en su especificidad, bajo la doble determinación del retroceso de ideologías de clase y de la hegemonía del liberalismo. ¿Representan una mutación que nos invite a poner en cuestión los fundamentos del pensamiento socialista, o traducen, como en el pasado a través de fenómenos análogos (piénsese en las revueltas campesinas), un periodo de preparación transitoria? Aparecen, en todo caso, no como el substituto de las luchas de clases existentes, sino, a su lado, como las expresiones nuevas o renovadas, a apreciar en cuanto tales, de las insurrecciones que el capitalismo no cesa de suscitar contra su dominación. Se comprenderá que la revolución, rompiendo con todas sus acepciones étnicas, sectoriales o locales, no puede ser más que global, en los dos sentidos distinguidos.
Es así como el primer envite, el primer imperativo de la actualidad asumida del Manifiesto consiste en una rehabilitación de términos que la presión ideológica dominante asociada a las renuncias, con un fondo de culpabilidad, ha proscrito del vocabulario político contemporáneo. La neutralidad de las palabras no es más que un falso semblante de inocencia. Ya hemos visto que hay clases, luchas de clase, proletariado y burguesía, explotación y dominación, democracia y dictadura, o revolución. A su vez, globalización significa imperialismo, siendo su antídoto el internacionalismo. Uno debe ser combatido, el otro reconstituido. El término comunismo no ha sido reemplazado para nombrar la nueva sociedad. Convoca fuerzas, parezca lo que parezca, más aguerridas y más resueltas que hace ciento cincuenta años, incluso si queda por construir su unidad, convocada por la última línea del Manifiesto107.
El Manifiesto, no nos cansamos de repetirlo, es un programa, por tanto un texto político, o más bien teórico-político. Inaugura un género literario. Manifiesta el comunismo como manifiesta la verdad. Escrito por intelectuales (militantes), se dirige a militantes (intelectuales) y concierne, en consecuencia, a los unos y a los otros. Despojado sin duda de sus partes obsoletas, rectificado, aclarado, enriquecido por los trabajos que le han sucedido y a los cuales ha abierto el camino, para empezar a sus propios autores, pero igualmente para los requerimientos de las contradicciones reales de un futuro, del que se habían, de antemano, adaptado las vicisitudes, lejos de ceder su penetración de origen, prueba de nuevo la actualidad de autorizar el trabajo de reescritura ya sugerido por sus autores. El Manifiesto del siglo XXI es algo más que una suma. Seguramente no han faltado las doctrinas, especialmente económicas y sociológicas, que se hayan esforzado en penetrar «la sociedad burguesa», ya sea para defenderla, denigrarla o mostrar sus límites, sin embargo ninguna ha conseguido, a pesar de aportaciones creadoras, dominar el paso del diagnóstico al pronóstico, de la constatación a la superación. El Manifiesto ha sido la primera obra, conjugando indisolublemente pensamiento crítico y voluntad de transformación, que ha propuesto una alternativa al capitalismo. Un siglo y medio después, permanece como la única.
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