Las elecciones al Parlament de Catalunya del 12 de mayo se celebraron, con una elevada abstención, bajo el impacto del colapso de Cercanías Renfe, por un robo de cobre que constituye una suerte de símbolo de la situación tragicómica que atraviesa el país. Un incidente que ha generado una polémica de baja estofa entre Óscar Puente, ministro cañero de Transportes, y los Mossos d’Esquadra.
El escrutinio señaló un nuevo ciclo de la política catalana, después de más de una década procesista y tras una campaña electoral dominada por dos relatos: el pasar página del procés de Salvador Illa y el acabar el trabajo pendiente desde 2017 de Carles Puigdemont. Todo ello con el telón de fondo de la polémica ley de amnistía, extrañamente ausente en la campaña electoral catalana.
En realidad, el proceso soberanista como tal acabó con la aplicación artículo 155 de la Constitución. Sus últimos coletazos fueron Tsunami Democràtic, que protagonizó la ocupación del Aeropuerto de Barcelona, los disturbios en la capital tras la sentencia del Tribunal Supremo a los presos del procés y la inhabilitación del presidente vicario Quim Torra por negarse a descolgar una pancarta del balcón del Palau de la Generalitat. Por ello, cabe diferenciar entre el procés soberanista y el procesismo, cuyo símbolo fue el lazo amarillo. Las elecciones del pasado domingo certificaron la defunción del procesismo, pero no del movimiento independentista, ahora desmovilizado y confundido, que sigue cosechando importantes apoyos electorales.
Los tres partidos independentistas (Junts, ERC y CUP) ignoraron o no supieron interpretar adecuadamente el resultado de las municipales del 28 de mayo de 2023, en las que el PSC logró, a diferencia del resto de España, un gran resultado en Catalunya; mientras, las formaciones independentistas, CUP y sobre todo ERC, experimentaban un severo retroceso, castigados por la alta abstención en los municipios de mayoría independentista. Una tendencia de fondo corroborada en las generales anticipadas del 23 de julio de 2023, en las que ERC perdió la mitad de sus diputados, CUP se quedó sin representación y Junts repitió a la baja sus resultados.
Sin embargo, se produjo una paradoja política que vino a ocultar ese movimiento de fondo del electorado catalán: cuando la representación parlamentaria de los partidos independentistas era numéricamente la menor desde la década procesista, mayor era su capacidad de influencia política en Madrid. Un escenario derivado de la dialéctica bibloquista que domina la política española y por los pactos del PP con Vox en numerosas comunidades autónomas y ayuntamientos. De modo que la ley de amnistía apareció como el justiprecio de la investidura de Pedro Sánchez. Como respuesta, Vox y PP emprendieron una ofensiva por tierra, mar y aire contra esta ley, con asedio a la sede del PSOE, que abriría a Alberto Núñez Feijóo las puertas de La Moncloa, pero que se las cerraba a futuros acuerdos con el PNV y el sector convergente de Junts, y cohesionaban al bloque de la investidura. No obstante, el resultado de las generales evidenció que mientras Puigdemont, convertido en la bestia negra de la derecha españolista, continuase desde Waterloo manteniendo la llama sagrada del 1 de octubre, no podría cerrarse definitivamente el capítulo del procés soberanista.
El inesperado adelanto de las elecciones catalanas, tras la negativa de Comuns-Sumar a apoyar los presupuestos de la Generalitat por su oposición al macro-casino Hard Rock en Tarragona, obligaron a Sánchez a congelar los presupuestos del Estado. Esquerra calculó, erradamente, que era mejor celebrar los comicios ahora, cuando Puigdemont no podría hacer campaña en Catalunya, y no en febrero cuando tocaba, y podría pasearse triunfalmente por toda la geografía del Principado. Esquerra, desde la salida de Junts del ejecutivo catalán, se hallaba con una precaria minoría parlamentaria, dependiente del apoyo del PSC para garantizar la gobernabilidad. Un soporte que no fue gratuito, los socialistas catalanes exigieron y obtuvieron la ampliación del Aeropuerto de Barcelona, la construcción del macro-casino y la autovía vallesana del Quart Cinturó.
La victoria de Illa
Cuatro factores indican que tras estos comicios se ha cerrado el ciclo político procesista y se abre una nueva etapa en Catalunya. Primero, la clara victoria del PSC que, por nunca antes, desde la restauración de la autonomía, se había impuesto con claridad en votos y escaños. Pasqual Maragall consiguió vencer a CiU en votos en 2003 y 2006, pero nunca en escaños y no pudo ir más allá del empate técnico con Jordi Pujol y Artur Mas. Illa ha superado a Puigdemont en 200.000 votos y siete diputados. Un resultado que revela que la sociedad catalana avala la línea de distensión emprendida por el PSOE, primero con los indultos y la derogación del delito de sedición, ahora con la amnistía. Ciertamente, los socialistas otorgaron estas medidas de gracia, haciendo de la necesidad virtud, para conseguir los apoyos parlamentarios primero de ERC y luego también de Junts en las dos últimas investiduras de Sánchez.
El presidente Sánchez se implicó a fondo, sabedor de lo mucho que estaba en juego, como demuestran los ejercicios espirituales consigo mismo que dominaron el primer tramo de la campaña catalana y que han beneficiado las expectativas de Illa. Por otro lado, el resultado electoral le proporciona un argumento de peso contra el PP de Ayuso y Feijóo: Mariano Rajoy fue una fábrica de independentistas que no pudo impedir ni la celebración de dos referéndums ilegales. ni una declaración unilateral de independencia; por el contrario, los socialistas con su política de concordia, de generosidad, con los indultos y la amnistía, han restablecido la convivencia y desmovilizado al independentismo.
El análisis territorial del voto no aporta grandes novedades. Los socialistas ganaron, como de costumbre, en las zonas costeras y densamente pobladas de las áreas metropolitanas de Barcelona y Tarragona, mientras Junts lo hacía en las circunscripciones de Girona, Lleida y en las comarcas de la Catalunya central. Una dicotomía entre la montaña carlista y la costa liberal magníficamente descrita por Josep Pla.
La lista de Comuns-Sumar, tras las debacles de Galicia y País Vasco, resistió mejor de lo esperado. Solo pierde dos de sus ocho escaños que continúan siendo claves para la conformación de mayorías de izquierdas en la cámara catalana. La salida de Ada Colau de la alcaldía de Barcelona rompió el delicado equilibrio de fuerzas existente entre gobierno central, autonómico y municipal. El veterano jerarca convergente, Xavier Trias, ocultando las siglas de Junts, fue el candidato más votado, aunque al final Jaume Collboni, teniente de alcalde socialista y en precaria minoría, se hizo con la alcaldía gracias al apoyo del PP, repitiendo, ahora contra Colau, la jugada de Manuel Valls. La pieza del Ayuntamiento de Barcelona contará en las negociaciones para la investidura y la gobernabilidad del país.
Las tribulaciones de Esquerra
El segundo factor que muestra el fin del procesismo radica en la pérdida de la mayoría absoluta de las tres formaciones independentistas (Junts, ERC y CUP) que era el fundamento político e institucional del procés soberanista. El fracaso de la vía unilateral, ensayada en las jornadas de septiembre y octubre de 2017, no abrió un balance autocrítico sobre las causas de la derrota. Especialmente cara a su electorado, que no les había fallado, que se movilizó masivamente en las Diadas y que fue aporreado el 1 de octubre, pero que veía cómo no se cumplían las promesas de sus líderes sobre una independencia exprés en 18 meses, ni se obtenía el reconocimiento internacional. Por el contrario, las principales empresas y entidades financieras del país se marchaban, cambiaban la sede fiscal ante la alarmante fuga de depósitos.
Mientras la CUP y Puigdemont desde Waterloo mantenían la ficción del mandato democrático del 1 de octubre que solo se había de implementar, ERC apostaba por la mesa del diálogo y por la vía pragmática de alcanzar acuerdos con la izquierda española que dio sus frutos con los indultos y la derogación del delito de sedición. Sin embargo, más allá de las críticas de Rufián y Tardà al ‘independentismo mágico’, Esquerra fue incapaz de articular un discurso ideológico coherente con su práctica política realista, lo cual le impidió desmarcarse de la retórica legitimista de Puigdemont, Laura Borràs o Míriam Noguera que les acusaban permanentemente de traicionar los sagrados principios del 1 de octubre. Tampoco Pere Aragonès pudo presentar una brillante hoja de servicios en la gestión de la Generalitat, salpicada por las huelgas en enseñanza, las protestas de los funcionarios de prisiones o de los agricultores y ganaderos por las restricciones de la sequía.
A pesar del descalabro en las urnas, ERC retiene la llave de la gobernabilidad, pero sin ningún incentivo para repetir los comicios. Tras la dimisión de Aragonès, Esquerra afronta una profunda crisis interna que, de momento, le ha conducido a pasar a la oposición y desmarcarse de formar parte de un gobierno presidido por Puigdemont o por Illa. Una repetición electoral sería una segunda vuelta que polarizaría el voto entre ambos presidenciables y debilitaría aún más a ERC, cogida entre dos fuegos. Esquerra, que gobierna la Generalitat desde 2015, necesita un tiempo que, como ha indicado Tardà, se lo proporcionaría una “oposición colaborativa” a Salvador Illa.
El gen convergente
La despiada batalla entre Junts y ERC por la hegemonía del movimiento independentista es un elemento clave, sin el cual resulta imposible entender la lógica del procés y del procesismo. En las catalanas de 2021, Esquerra superó por la mínima diferencia de un escaño a Junts, uno de sus objetivos estratégicos que parecía avalar su vía pragmática y realista que había logrado los indultos y la derogación de la sedición.
La victoria socialista del 12M no se explica sin un trasvase de voto entre los bloques (independentista/no independentista), cosa imposible en los años del procés. Junts per Puigdemont crece tres escaños, pero solo ha podido capitalizar una pequeña parte de la caída del voto independentista de izquierdas que en Catalunya, a diferencia de Galicia y País Vasco, experimenta un notable retroceso. ERC pierde 13 de sus 33 escaños y la CUP cinco de sus nueve diputados en el Parlament.
El análisis territorial del voto indica que sectores del electorado de ERC esta vez han votado a Illa. Quizás por esto, Puigdemont solo ha podido lograr la mitad de sus objetivos: ha superado nítidamente a ERC como fuerza hegemónica del independentismo, pero no ha podido alcanzar ni el empate técnico con el PSC, ni la mayoría absoluta independentista para acceder a la presidencia de la Generalitat. Las vanas amenazas de Puigdemont de tumbar a Pedro Sánchez, no cambian el hecho que carece de una mayoría alternativa a Illa. En la política catalana, tan rica en paradojas, resulta que Puigdemont es a la vez el principal activo y pasivo de Junts.
Junts per Catalunya, heredero de la vieja Convergència, es un abigarrado conglomerado de fuerzas de muy diversa procedencia, cohesionado por el liderato carismático de Carles Puigdemont, guardián de las esencias del procés. En esta formación conviven dos vectores: el gen convergente de Trias, Giró o Rull y el vector de aluvión independentista de Borràs o Noguera. Ahora bien, la reactivación del gen convergente depende de la desaparición de Puigdemont del primer plano de la escena política, si éste cumple su palabra de hacerlo si no es investido president de la Generalitat. Todo lo cual requiera un tiempo de digestión para que el gen convergente se imponga e intente tender puentes con los socialistas.
La recomposición de la derecha españolista
El tercer factor que certifica el fin del procesismo es la desaparición de Ciudadanos, que creció como reacción al ascenso del independentismo, siendo con Inés Arrimadas, en 2017. la fuerza más votada del país con 1,1 millón de votos. Ello ha comportado la recomposición del espacio de la derecha y la extrema derecha españolista. En las catalanas de 202l, Vox obtuvo 11 diputados, C’s seis y el PP tres. Ahora, los populares, con 15 escaños, consiguen su objetivo principal de superar a Vox como primera fuerza de ese espacio, pero sin atrapar voto de la formación ultraderechista, que se consolida y repite resultados. De este modo, estas opciones incrementan en seis diputados su representación en la cámara catalana. Por el contrario, si excluimos al PSC que concurrió a las urnas con un programa centrista, las fuerzas de izquierda (ERC, Comuns-Sumar y CUP), pierden 20 escaños. Un aviso del giro a la derecha de la sociedad catalana.
El cuarto factor que señala la apertura de un nuevo ciclo político en Catalunya radica en la entrada en el Parlament de la formación de extrema derecha independentista, Aliança Catalana, surgida en Ripoll de la matriz convergente tras los atentados islamistas de Barcelona y Cambrils. Esta formación obtuvo un escaño por Lleida y otro por Girona y, por un puñado de votos, no ha logrado representación por Barcelona. De este modo se completa la duplicación de las fuerzas políticas catalanas en clave identitaria como uno de los productos del procés.
Escenarios de gobernabilidad
Ciertamente, el resultado electoral dibuja una correlación de fuerzas muy compleja de gestionar cara a la gobernabilidad del país. Unas incertidumbres que no se despejarán hasta las próximas elecciones europeas. Durante la campaña ha pendido la espada de Damocles de la repetición electoral que, aunque improbable, no puede descartarse debido a los vetos cruzados entre los partidos con representación parlamentaria. El veredicto de las urnas únicamente deja dos opciones razonables: o investidura de Salvador Illa, mediante alguna combinación de geometría variable, o la repetición electoral.
Así pues, si descartamos la gran coalición socioconvergente, que debería pasar por el cadáver de Puigdemont, el escenario de gobernabilidad más viable sería un gobierno en solitario del PSC o en coalición con Comuns-Sumar que precisaría tanto para la investidura como para la gobernabilidad del país el apoyo parlamentario de ERC. Una negociación donde también contará la gobernabilidad del Ayuntamiento de Barcelona, aún por resolver. Una fórmula que se asemeja, pero invertida, a la que ha permitido a Aragonès ostentar la presidencia de la Generalitat en minoría parlamentaria con el apoyo del PSC durante dos años.