La pandemia
Hasta hace poco el Presidente Trump se refería al coronavirus como si solo fuera una gripe. Necesitaba desesperadamente que ningún incidente ensombreciera lo que parecía una victoriosa carrera hacia la reelección; el rival demócrata, como hemos escrito, era y es de poco fuelle. A la irresponsabilidad, a la ineptitud de un personaje denunciado por diarios tan complacientes con el poder como The Guardian, se suman las declaraciones del New York Times, que apunta un conflicto de intereses de la familia Trump a cuenta del producto “salvador” de la pandemia: la hidroxicloroquina (Plaquenil, nombre comercial). Este compuesto, utilizado contra la malaria y el paludismo, aún no ha demostrado su utilidad en la actual epidemia pero el presidente Trump, rueda de prensa tras rueda de prensa, lo publicita como solución maravillosa. Su fabricante es la empresa francesa Sanofi, que tiene entre sus accionistas (¿a qué no lo adivinan?) al propio Donald Trump. Estamos frente a un monumental “bluff”; la hidroxicloroquina se presentó en sociedad avalada por un supuesto informe científico que posteriormente se demostró erróneo. La sociedad internacional de Quimioterapia Antimicrobiana dijo del artículo científico: “el artículo no cumple con el estándar esperado de la sociedad”. En países como Suecia se ha dejado de administrar por sus efectos secundarios. Las discrepancias en el seno de la comisión de sanidad de EEUU, donde el presidente interviene impetuosamente para publicitar ese producto, chocan con las posiciones más meditadas de sus asesores y auténticos especialistas en virología como Anthony S. Fauci, que aunque intocable de momento, será una de las futuras bajas políticas de la pandemia. Un traspié más en la tortuosa carrera presidencial.
Podría explicarse de esa forma el por qué el gobierno federal ha actuado de forma tan lenta y tan irresponsable en el tratamiento de la pandemia. Las consecuencias de la guerra comercial con China se están viendo ahora, cuando EEUU ha de pagar más caros los productos médicos importados especialmente desde el país asiático. Evidentemente estas no son las únicas causas, ni siquiera las determinantes. Las consecuencias ya no se pueden ocultar: colapso hospitalario, desatención masiva de la población incapaz de pagar los tratamientos, record en el número de fallecidos… Las imágenes, aunque se han intentado desdramatizar, impactan: las excavadoras abriendo fosas comunes en el campo de los alfareros de la isla de Hart en New York están ahí; no son de Irán, ni de Venezuela, ni de Liberia ni de Irak. Antes de la pandemia se enterraban unas 25 personas por semana, se reservaban para personas que no podían pagar el sepelio de sus familiares o eran indocumentadas. Ahora se prepara espacio para miles de tumbas. El coronavirus muestra al mundo la ineficacia de un sistema sanitario que además tiene un gran sesgo de clase; la mortandad se está cebando en aquellas poblaciones más desfavorecidas. Trump, que se siente terriblemente presionado, ha decidido pasar al ataque; su primera reacción ha sido suspender la financiación a la OMS (Organización Mundial de la Salud), acusándola de partidismo a favor de China. En la segunda fase utilizará un comité del Senado, creado a tal efecto, para acusar a China de ser la responsable de la pandemia. Es una fase más de la guerra comercial con Pekín y una forma más de distraer la atención. Pekín está ayudando a Venezuela y ha verbalizado su oposición a una intervención militar. Por otra parte, y eso es substantivo, los pequeños “dictadores democráticos latinoamericanos”, desde el chileno Piñera al ecuatoriano Lenin Moreno o la golpista boliviana Yáñez, están pidiendo angustiosamente ayuda a Pekín.
Las cuitas del presidente Trump no son sino un reflejo de una situación más compleja. Mañana nada será como ayer. Percibimos movimientos tectónicos de enorme intensidad. Bases, supuestamente sólidas, del sistema de dominación de EEUU se resquebrajan. La pandemia, per se, no va a cambiar el “statu quo”, pero sus consecuencias marcarán un punto de inflexión. Las tendencias que configurarán el nuevo escenario no son nuevas, ya estaban aquí: el filantrocapitalismo (el poder de las Fundaciones como gobierno mundial) la parternarización de lo público y lo privado (que impedirá saber dónde acaba uno y comienza el otro)… Todas estas tendencias y muchas más que configurarán el nuevo orden mundial, se han desarrollado a la sombra del neoliberalismo económico. No queremos decir con ello que el futuro será necesariamente mejor, sino que será diferente. EEUU va a recorrer el camino de otros Imperios que se desmoronaron y lo hace porque algunos de los pilares básicos que lo sostenían (la estructura social, el dominio energético y el poderío naval que permite la proyección de la fuerza militar en el exterior y con ello asegurar el poder y mantenimiento de la moneda y la deuda) están en una profunda crisis.
La crisis de salud es también el catalizador de una crisis financiera y económica oculta bajo el manto de las grandes cifras macroeconómicas. La economía norteamericana está evidenciando el “bluff” que representan gran parte de las políticas del gobierno Trump, donde los índices de desempleo decrecían al mismo ritmo que lo hacían los ingresos medios de los trabajadores. Lo que hubiera de ser la excepción se ha convertido en norma: ahora, los trabajadores norteamericanos tienen que compaginar dos o tres trabajos para llegar a fin de mes.
La fragilidad del sistema sanitario-financiero se revela ahora en toda su magnitud. Se ha constituido bajo el concepto de que la sanidad es una “mercancía”, no un derecho, y eso lo hace extraordinariamente ineficiente. En las últimas dos semanas más de 6,6 millones de estadunidense han solicitado acogerse a la prestación por desempleo, que durará unos quince días de media y que conlleva la pérdida del derecho al seguro médico. El costo de la sanidad privada para los mayores colectivos del país, especialmente los trabajadores, es inalcanzable: la hospitalización de una semana a diez días en una UCI con uso de respirador cuesta entre los 70.000 y los 100.000 dólares.
Según los analistas del Bank of América el paro “oficial”, que en febrero ascendía al 3,5% de la población activa, alcanzará al 15,6% a mediados del presente mes. Cifras enormes que aun así no dejan de ser una pura fantasía contable. Las cifras “oficiales”, como sucede en la mayoría de los países occidentales, no contabilizan grandes segmentos de la población: buscadores activos de empleo, estudiantes que siguen estudios porque no encuentran trabajo… La realidad es mucho más terrible y dramática. Cerca del 8,8% de la población total del país carece de seguro médico según una encuesta realizada en 2018 por el Centro de Investigaciones de Políticas Sanitarias de la Universidad de California en los Ángeles (UCLA). Las proyecciones económicas derivadas de la pandemia señalan que unos 42 millones de personas tendrán que acogerse a los vales alimenticios que entregan el gobierno federal, los Estados e incluso las asociaciones de caridad. En el discurso a la nación de enero el presidente Trump presumía de la cifra de desempleados más baja de los últimos años. Hoy todo ello parece un sueño lejano o un sarcasmo, depende de cómo se mire.
La política norteamericana se caracteriza por hacer lo contario de lo predica. El presidente norteamericano declaró hace pocos días: “Nunca debemos depender de un país extranjero para nuestra propia supervivencia. Estados Unidos nunca será una nación suplicante»; al mismo tiempo que negociaba, como ha informado el diario The Guardian, con Rusia, China, Corea del sur, con la UE… ayuda en forma de material sanitario; la imagen de los aviones militares rusos descargando material médico en el aeropuerto John F. Kennedy es una más de las imágenes históricas para el recuerdo.
Cuando Trump no ha conseguido el material por las buenas, no ha dudado en expoliar o pagar sobrecostes arrebatándoselo a otros compradores, especialmente a sus socios de la UE e incluso a Reino Unido. La situación es tan caótica, que mientras pedía a Corea del Sur ayuda para obtener equipamiento médico, la extorsionaba exigiéndole 5.000 millones de dólares para el mantenimiento de sus tropas en la península coreana. La prepotencia del personaje es la que acarreará más y más sufrimiento a su propia población. Ha vuelto a enemistarse con China al enviar un destructor, a falta de portaaviones, al canal de Taiwan, provocando las iras de Pekín. China ha respondido priorizando otros países en la dotación de productos farmacéuticos, puesto que la mayoría de los suministros médicos que necesita EEUU son de origen chino. Nuevamente las negociaciones con ese país sufren un parón significativo por la actitud arrogante de la administración norteamericana.
El coronavirus mató a la industria del esquisto
Como estamos señalando la pandemia está sacando a la luz muchas de las flaquezas y las debilidades de la economía neoliberal con evidentes repercusiones planetarias. El hundimiento de la industria del fracking y del petróleo de esquisto es una de las más señaladas. La cuestión viene de antiguo. Desde 2007, cuando se inició la extracción de forma masiva, los gastos de las empresas energéticas superaron sus ingresos en más de 280.000 millones de dólares. Se había generado alrededor de esta industria el llamado efecto Ponzi (una enorme estafa piramidal, donde la rentabilidad se obtenía utilizando el dinero de más y más inversores puesto que el costo energético para producir el petróleo y el gas superaba los rendimientos obtenidos). Mientras el petróleo alcanzaba los 60 o 70 $/barril se pudo mantener el andamiaje, los inversionistas arriesgaban más y más contando que la FED subvencionaba la extracción y Trump lo había declarado como activo estratégico subvencionándolo indirectamente. La situación no podía durar y se ha venido agravando progresivamente. Desde el 2015 hasta 2018 en EEUU quebraron 192 empresas dedicadas al negocio del petróleo, (142 solo en 2016, con un pasivo de 70.300 millones de dólares). Y 26 lo hicieron en el primer semestre del 2019.
La apuesta de Trump por la autosuficiencia energética es una de sus propuestas estrella, pero el coronavirus y la guerra petrolera darán al traste con ese objetivo que hoy se antoja inalcanzable. Todo esto no ha hecho más que acentuar una crisis que se venía esquivando gracias a las inyecciones de capital proporcionado por el propio gobierno federal. Desde el 2016 la OPEP y Rusia venían reduciendo la producción para mantener el precio del barril en torno a los 60$, lo que indirectamente subsidiaba a la industria del esquisto de EEUU, que de esta forma capturaba más cuota de mercado (USA producía 12,7 millones de barriles/día contra 10,9 de Rusia y 9,8 de Arabia Saudita). El trato cerrado la semana pasada para mantener el precio del barril por encima de los 20$ y hacer nuevamente rentable la extracción de esquisto (que es el objetivo) no se producirá a corto plazo. No solo porque a pesar de los compromisos sobre el papel, nadie cumplirá fielmente los acuerdos (24 horas después de firmar el acuerdo Arabia Saudita ofrece petróleo con descuento hundiendo los precios internacionales), sino por la evidencia de que no hay demanda (el refino de gasolina ha caído en un 50%) y no la habrá hasta que la pandemia esté resuelta o en vías de solución. Se supone que el consumo de petróleo alcanzará su nivel actual en unos dos años, mientas que el petróleo de esquisto, que precisa de un precio mínimo de 45$/barril, no lo hará hasta dentro de 5 o 6 años (hemos de contar con que los almacenes están llenos y se han de vaciar primero antes de volver a extraer crudo). Es por ello que Trump pretendía reabrir el país el 23 de abril, aunque ha tenido que posponerlo hasta el 1 de mayo y probablemente solo de forma parcial.
Pero el daño ya está hecho los bancos y fondos de inversión que habían apostado por el esquisto bituminoso perderán unos 200.000 millones de dólares. La compensación vendrá cuando las compañías financieras que han proporcionado los préstamos (JP Morgan Chase & Co, Wells Fargo & Co, Bank of America Corp y Citigroup Inc….) entre otras, se queden con los activos. Las peores previsiones parece que van a cumplirse. Weatherford, uno de los principales proveedores de servicios de perforación, se declaró en quiebra en mayo del 2019: era un síntoma de una situación financieramente insostenible que se veía venir. El 1 de abril del 2020 quebraba con un pasivo de más de cuarto de billón de dólares la Whiting Petroleum Corp, la “joya de la corona del Fracking”. Los análisis y las previsiones más pesimistas se suceden. Rystad Energy, una compañía independiente del sector energético y muy reputada en su campo, señaló que de mantenerse el precio a unos 30$ el barril, quebrarían unas 70 petroleras en los próximos meses y a medio plazo unas 150 o 200. Si el precio se mantiene a 20$ en 2020 cerrarían 140 y casi 400 empresas en 2021. Esta semana una riada de compañías petrolíferas comienzan a cerrar miles de pozos, ya se ha anunciado el cierre de 1.211 pozos de la Texland Petroleum LP. Otras compañías, como la continental Resources, reducirán la producción en un 30% como mínimo….
La crisis del fracking tiene consecuencias políticas de enorme calado para la administración Trump. Se percibe una gran debilidad por parte del país imperial, que necesita a sus competidores y no al revés. Mientras la potencia Imperial da bandazos sin criterio ni horizonte y eso la hace especialmente más peligrosa e imprevisible, sus máximos adversarios (Rusia y en especial China), se perciben como los salvadores.
La Armada norteamericana en la rada
A todo este despropósito se le suma la guerra contra los “cárteles” venezolanos de la droga (curiosamente se olvida de que el gran proveedor en la región es Colombia). De nuevo vuelve a sobrevolar el continente la posibilidad de una intervención militar contra Maduro (rapto o asesinato incluido) aunque ahora se antoja inverosímil. De todas formas los tambores bélicos ayudan a Trump, que pretende obtener los 29 votos electorales de Florida (la comunidad latinoamericana es muy receptiva a las baladronadas militares contra Cuba o Venezuela) y los 38 votos de Texas donde el factor fracking puede ser determinante. Trump no se puede dar el lujo de perder esos estados. El problema del presidente es el mismo y la pésima gestión de los gobernadores republicanos está provocando un fuerte desgaste electoral al inquilino de la Casa Blanca. Es por ello que Trump ha invocado de nuevo las sanciones contra Irán y Venezuela.
En este momento las amenazas de Trump son poco creíbles. Casi se produjo un motín en el portaaviones de propulsión nuclear USS Theodore Roosevelt cuando su capitán, Brett Crozier, fue destituido por querer salvar a su tripulación. De 2.000 marineros a los que se pasó el test, se detectaron 430 infecciones y creciendo. Finalmente, el enorme buque tuvo que ser retirado del servicio activo y su tripulación evacuada. Su lugar en el Pacífico lo ocupó el USS Harry S. Truman, que hacía maniobras a la salida del estrecho de Ormuz, enfrente de Irán.
La historia del portaaviones norteamericano está revelando la situación de la Armada de ese país. Hoy el capitán Crozier es considerado en EEUU como héroe nacional, pero en el primer momento fue relevado por orden del Secretario interino de la Armada Thomas Modly, quien a su vez fue destituido por sus comentarios contra el capitán expedientado y la tripulación del navío. Trump estaba molesto con el capitán del portaaviones porque señaló como argumento para no sacrificar a su tripulación que «no estaba en pie de guerra» y pedía que fueran evacuados los marinos infectados.
La presencia militar estadounidense en el Medio Oriente se vuelve así más y más frágil, por cuanto sin portaaviones sus acciones contra Irán carecen de credibilidad y más cuando ha tenido que cerrar la gran base aérea de Taqaddum, al sur de Bagdad. Pero hay más, mucho más, en este momento los medios norteamericanos señalan que hay cuatro portaaviones más con casos de coronavirus reconocidos, entre ellos el célebre Nimitz. Trump necesita en esta coyuntura mantener las amenazas creíbles contra China, Rusia, Venezuela o Irán. Necesita hacer valer su posición de “fuerza” aunque no sea cierta. El 27 de marzo el Daily Mail (que recogía información proveniente del MI6 británico) afirmaba que otro portaaviones, el USS Ronald Reagan, se encontraba en el puerto de Tokio con la tripulación en cuarentena. En la partida que se juega en el Pacífico, China está obteniendo claramente una ventaja estratégica que durará muchos meses. En este momento, de los 11 portaaviones con que cuenta la armada de EEUU solo tres están desplegados. Tres están en reparaciones que durarán muchos meses. Cuatro varados por efecto del Covi-19 y otro, el Gerald Ford, que debería haber estado operativo el año pasado, necesitará años para entrar en servicio por problemas de índole estructural. La Armada estadounidense ha sido desde el nacimiento de la nación la herramienta de la proyección del poderío militar y estratégico. En esta tesitura EEUU puede perder su supremacía marítima.