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Breve historia de una buena idea
El 12 de febrero del año 1809 nació Charles Darwin, el padre intelectual de una idea que sigue levantando polémica y sigue siendo imprescindible a pesar de todo para entender cómo es la vida en este planeta (y según muchos, allá donde ésta pueda encontrarse): la teoría de la evolución por selección natural. Una idea que significó la refundación de los estudios sobre la vida desde unas nuevas bases teóricas. Darwin no inventó el concepto de evolución. Otros autores, como el francés Lamarck, en su libro de 1809, Philosophie zoologique, o su propio abuelo Erasmus Darwin, ya habían defendido la heterodoxa y extraña doctrina “transformista”, que es como por entonces se la conocía. En 1844 se publicó anónimamente el libro del periodista escocés Robert Chambers titulado Vestiges of the Natural History of Creation, una obra muy especulativa y de bajo nivel científico, que recibió innumerables críticas, pero que contribuyó a poner en primer plano el problema del origen de las especies desde planteamientos evolucionistas. El mérito de Darwin estuvo en dotar al “transformismo”[1] de un mecanismo plausible –la selección natural– que explicara el cambio evolutivo y en apoyarla con innumerables ejemplos obtenidos a lo largo de una extensa y exitosa carrera como naturalista. A estos dos fines están dedicadas las páginas de su obra más conocida, El origen de las especies, en la forma de lo que el propio Darwin llamó “un largo argumento”. Algunos de los ejemplos que Darwin cita en ella fueron recogidos durante sus cinco años de viaje a bordo del Beagle, un barco cuya misión era trazar mejores mapas de la costa sudamericana. Ese viaje fue decisivo en su carrera, y nada habría sido igual sin él. No obstante, y aunque el asunto sigue generando alguna controversia, Darwin no llegó a las tesis evolucionistas mientras navegaba en el Beagle, como muchas veces se dice. Cuando desembarcó el 2 de octubre de 1836 en el puerto de Falmouth, en Inglaterra, seguía siendo un fijista, es decir, pensaba que las especies fueron creadas por Dios tal como son en la actualidad, como lo pensaban la práctica totalidad de los naturalistas de prestigio en su tiempo. Es verdad que sus reflexiones sobre las tortugas y los sinsontes (un tipo de aves) de las islas Galápagos, las famosas islas situadas frente a la costa peruana, le llevaron a jugar hipotéticamente con la posibilidad de cambio en las especies, pero la cosa no fue más allá de expresar ciertas dudas al respecto.[2]
Fue al año siguiente, en marzo de 1837, cuando tras revisar cuidadosamente sus datos y observaciones, y particularmente los especímenes recogidos en las Islas Galápagos, Darwin comenzó a especular claramente sobre la posibilidad de la transformación de unas especies en otras. El ornitólogo John Gould, una autoridad en la clasificación de aves, había señalado a Darwin que los pinzones recogidos en las Galápagos eran especies diferentes. Si bien Darwin albergó durante un tiempo sus dudas sobre la clasificación de Gould, este dictamen le condujo a pensar que lo que en la actualidad parecían ser especies diferentes de pinzones, pudieron haber sido con anterioridad variedades distintas descendientes de una especie original proveniente del continente, y que, con el tiempo, esas variedades fueron adaptándose cada vez más a las condiciones de las islas, dando lugar así a especies distintas. No obstante, no puede decirse que su conversión al evolucionismo fuera el resultado exclusivo de esta notificación de Gould. Ésta fue una pieza más en un proceso que comenzó a tomar cuerpo a medida que iba recibiendo informaciones de diferentes expertos acerca de los fósiles y de otros especímenes que había recolectado durante su viaje; informaciones que en muchos casos venían a corregir errores de clasificación cometidos por Darwin. No deja de ser significativo que Darwin no mencione expresamene los pinzones de las Galápagos en su obra magna, El origen de las especies. Si no lo hizo, fue porque no lo consideraba un elemento tan decisivo como posteriormente dijeron algunos de sus biógrafos.
El empujón definitivo para proseguir este camino se lo proporcionó la lectura en septiembre de 1838 del libro del economista Thomas Robert Malthus, Ensayo sobre el principio de la población. En él encontró la pieza que le faltaba para que el rompecabezas encajara: la idea de una dura lucha por la existencia en la que sólo los más aptos sobreviven. Malthus afirmaba que en los seres vivos, y en particular en la población humana, se da una tendencia a crecer en progresión geométrica, mientras que los recursos alimenticios disponibles sólo aumentan en progresión aritmética. Esta tendencia hace que la población se mantenga al límite de la subsistencia y que muchos individuos mueran en la indigencia cada generación. La limitación de los recursos ejerce sobre la población una “constante presión restrictiva”. Esa es la base sobre la que se asienta la teoría de Darwin. Una afirmación que suele ponerse, no en sus palabras, sino en las de un filósofo de la época, el también británico Herbert Spencer: “La supervivencia de los más aptos”. Pero dado que esta frase ha producido no pocos malos entendidos quizás sea mejor exponer su contenido de forma algo más precisa.
La teoría darwinista –según veremos con más detalle– afirma que los rasgos complejos que poseen los seres vivos se forman en un proceso gradual que implica tres factores esenciales. En primer lugar, en toda población existe una amplia variación en los rasgos que poseen los individuos (altura, tamaño, velocidad, agresividad, resistencia a enfermedades o a parásitos, etc.). En segundo lugar, puesto que los recursos casi siempre son escasos con respecto a las capacidades reproductivas de los organismos, en la naturaleza se da una dura lucha por la existencia, y aquellos individuos que posean ciertas variedades apropiadas de esos rasgos tendrán ventaja sobre otros individuos en esa lucha, es decir, serán individuos que sobrevivirán mejor y dejarán una descendencia más abundante. En tercer lugar, muchos de esos rasgos serán heredables y podrán pasar a la descendencia, con lo que los individuos seleccionados dotarán a las generaciones futuras con los rasgos que han resultado ventajosos. Este proceso continuado en el tiempo es el que explica la evolución de las especies vivas y su adaptación, a veces tan maravillosa, a las condiciones del entorno.
La idea era tan arriesgada que Darwin, ya en ese momento un naturalista de prestigio, no se atrevió a publicarla y pospuso el asunto más de veinte años. Durante ese tiempo fue madurándola, buscando nuevos datos en que apoyarla, y esbozando el modo de presentarla ante el público. Uno de los principales trabajos de Darwin durante ese periodo fue un extenso y muy documentado tratado sobre los cirrípedos, un grupo de crustáceos al que pertenecen los percebes. Esa investigación le sería muy provechosa, pues le permitió mejorar sus conocimientos y su práctica en los métodos de la taxonomía, en anatomía comparada y en otros ámbitos de la biología, además de proporcionarle buenos ejemplos para su teoría evolucionista. Acerca de este silencio de Darwin, Carlos Castrodeza (1988b, p. 123) afirma: “No es de extrañar en absoluto que Darwin realizara de una manera privada sus investigaciones y especulaciones sobre el origen de las especies; sencillamente, la publicación de sus ideas en ese sentido se verían por la comunidad de sus congéneres como una falta de profesionalidad imperdonable en un neófito por muy brillante que éste fuera”. La publicación de las tesis de Darwin vino forzada finalmente por un acontecimiento inesperado; la recepción de una carta del naturalista Alfred Russel Wallace en la que éste le pedía ayuda para publicar las conclusiones a las que había llegado en su trabajo de campo en Las Molucas y que eran, sin que Wallace lo supiera, similares a las de Darwin. El Origen de las especies se publicó en 1859, cuando Darwin contaba ya con medio siglo de vida.
Otra de las aportaciones originales de Darwin en este libro es la del origen común de toda la vida en este planeta. Todos los seres vivos actuales descendemos de un organismo primigenio y toda la variedad de que presenta la vida es, por tanto, el fruto de la evolución a partir de este comienzo único. Esta afirmación de Darwin ha recibido un apoyo decisivo con los datos aportados por la biología molecular en las últimas décadas, que señalan la universalidad del código genético. O dicho de otro modo, todos los seres vivos compartimos el mismo alfabeto biológico en el que se escriben las instrucciones que permiten a nuestras células construir, desarrollar y mantener nuestro organismo.
Después de la publicación de El origen, las ideas evolucionistas alcanzaron una extensa aceptación en la comunidad científica. Sin embargo, las tesis de Darwin sobre la selección natural como mecanismo principal de esa evolución no encontraron tan favorable acogida. A ello contribuyó en no poca medida el hecho de que Darwin no pudo explicar nunca satisfactoriamente el origen de la variación, ni tenía una teoría de la herencia capaz de encajar con sus propuestas (cf. Mayr 1992, cap. 8). Asumía, aunque con dudas, la vieja teoría hipocrática de la pangénesis, según la cual todas las partes del cuerpo aportan a través de la sangre material heredable (gémulas) a los órganos reproductores. La descendencia llevaría una mezcla de todos los caracteres de los padres. Ahora bien, si esto es así, lo esperable era que toda innovación en los caracteres, que toda nueva variación introducida, terminara por diluirse tras sucesivas generaciones de mezcla continua. ¿Por qué, sin embargo, no termina por diluirse todo cambio? La respuesta a esta pregunta no pudo llegar hasta que fueron conocidos los trabajos del monje agustino Gregor Mendel sobre la transmisión hereditaria de caracteres en los guisantes. En esos trabajos, que permanecieron ignorados por la comunidad científica hasta su redescubrimiento en 1900, Mendel mostró que la herencia es particulada; que existen ciertas unidades de la herencia (hoy denominadas ‘genes’), formando pares para cada rasgo. Cada progenitor contribuye con una de esas unidades pares en la formación del cigoto. De este modo, esas unidades son estables, no se mezclan, sino que se transmiten generación tras generación en la misma forma que tenían en un primer momento, salvo que, en muy rara ocasión, sufran alguna mutación.
Por otra parte, Darwin nunca abandonó del todo las ideas lamarckianas (ver glosario) acerca de la herencia de los caracteres adquiridos y del uso o desuso de un órgano como factores causales de la evolución. Consideraba que la selección natural era sólo uno de los mecanismos de la evolución, si bien el principal. Fue el evolucionista August Weismann quien, en su ensayo de 1883, titulado Sobre la herencia, rechazó de plano estos remanentes lamarckianos. Poco después se acuñó el término ‘neodarwinismo’ para designar este darwinismo sin la herencia de los caracteres adquiridos. Weismann, pues, fue más lejos que el propio Darwin al afirmar la “completa suficiencia” de la selección natural.
Fuente: Primer apartado del tercer capítulo del libro de Antonio Diéguez La vida bajo escrutinio. Una introducción a la filosofía de la biología.