
La Rusia Soviética vive, en la actualidad, un mo mento hermoso. Se suceden, uno tras otros, claros días de sol. Los campos lucen magníficos con centenares de variedades de flores silvestres.
Por cualquier lugar que se pasa en tren, parece que cada pulgada del rico país estuviese cultivada. Desde la arruinada Estonia, dirigida por especuladores, donde los campos permanecen sin cultivo y las chimeneas de las fábricas se mantie nen sin humo, donde la gente harapienta corre junto al tren pidiendo limosnas. Cruzar la frontera hacia la Rusia Soviética es como entrar en una tierra fértil y bien administrada. Por todas partes crecen las verdes siembras, en ocasiones asciende el humo de la leña con que trabajan algunas fábricas, pero lo más significativo es el aspecto de la gente: nadie bien vestido, pero tampoco en harapos; nadie sobrealimentado, pero tampoco con la apariencia del que sufre. ¡Y los niños! Este es un país pa ra niños, fundamentalmente. En cada ciudad, en cada aldea, los niños tienen sus propios comedores públicos en los que la comida es mejor, y más abundante, que para los adultos. Sólo el Ejército Rojo recibe una alimentación tan buena. Los niños no pagan su comida; las ciudades los visten en forma gratuita; para ellos son las escuelas, las colonias infantiles, las mansiones de los terrate nientes dispersas sobre toda Rusia; para ellos son los teatros y conciertos: los in mensos y suntuosos teatros estatales, atestados de niños desde la platea hasta el paraíso.
En honor a ellos, Tsarkoye Selo —la aldea del Zar, la Aldea de los Palacios— ha sido rebautizada Dietskoye Selo, la Aldea de los Niños; cien mil pasan el verano allí. Las calles están llenas de niños felices.
Ahora los obreros de las fábricas reciben sus dos semanas de vacaciones con salario completo. Se realizan excursiones de trabajadores de una ciudad a otra para ver el país y confraternizar con sus camaradas. En la oficina de Melnichansky, se cretario de los sindicatos moscovitas, vi una delegación de obreros de Petrogrado que se hallaba de vacaciones y que venía a hacer los arreglos para visitar el Kremlin. En las islas situadas en la desembocadura del Neva, donde los millonarios y nobles poseían sus villas de veraneo —una especie de Newport petrogradense—, dieciséis casas palaciegas llenas de cuadros, tapices y esculturas, un casino-club, un teatro, y un embarcadero han pasado a ser un centro vacacional para los trabajadores de la ciudad. Estos cenan sobre manteles de damasco blanco y con servicio de plata. Los jardines están repletos de flores.
Esto no quiere decir que en la Rusia Soviética todo esté bien, que la gente no padezca hambre, que no haya miseria y enfermedades y una lucha de sesperada e interminable.
El invierno fue más terrible de lo que nadie pue da imaginarse. Nadie sabrá jamás lo que tuvo que pasar Rusia. En ocasiones el transporte quedó casi interrumpido, y la cantidad de locomotoras inutilizadas era cada vez mayor que las reparadas. De nuevo había, y hay, suficientes víveres en los almacenes provinciales para alimentar bien a todo el país por dos años, pero no podían transportarse. Petrogrado estuvo sin pan durante semanas y semanas. Lo mismo sucedió con el combustible, con las materias primas. El ejército de Denikin ocupaba las minas de carbón del Don y los pozos petroleros de Grosny y Bakú. El Volga, por supuesto, estaba congelado, y nevadas inusitadamente fuertes —siete pies de nieve en una tormenta— bloqueaban la vía férrea. El suministro de madera —único combustible de que se disponía— falló a principios del invierno: las razones que produjeron esta dificultad fueron varias: entre ellas, el hecho de que, bien por desorganización o por sabotaje, los troncos derribados no fue ron desplazados por los ríos en la primavera, sino que se mantuvieron amontonados en las orillas hasta que el agua tuvo muy poca profundidad.
En las grandes ciudades como Moscú y Petrogrado el resultado fue espantoso. Las casas carecieron de calefacción todo el invierno. Las personas se helaban en sus habitaciones. La luz eléctrica era intermitente —durante varias semanas en Moscú no hubo luces en las calles— y los tranvías se arrastraban con dificultad —en Moscú todos dejaron de funcionar al mismo tiempo. A Tchicherine se le congelaban las manos, ateridas, mien tras trabajaba en el Comisariado de Asuntos Exteriores, y Krassin laboraba en un cuarto con una ventana rota, enfundado en un abrigo de piel y con sombrero y guantes.
En enero fui a Serpukov, centro de una gran industria textil de la que hablaré en otra oportunidad. Serpukov es un esforzado pueblo rural, en el que existen enormes fábricas textiles y que se proyecta hacia el campo a través de una sucesión de aldeas en forma de cerco a cuyo alrededor hay otras textileras, a una distancia de treinta verstas.
La situación de los veinticinco o treinta mil obre ros textiles en Serpukov y sus alrededores resultaba increíble. El tifus azotaba la región; en la fábrica de Kontchin moría diariamente un trabajador. A fin de impedir la especulación por parte de los campesinos y centralizar e igualar la distribución de alimentos, en el verano se había promulgado un decreto en el que se le prohibía a la población de la ciudad que realizaran viajes particulares al campo en busca de comida; el gobierno se responsabilizaba de suministrar una ración de terminada para los trabajadores. Pero, con excepción de los niños, inválidos y empleados del Soviet, el gobierno había sido incapaz de facilitar pan al resto de la población de esta región por un período de seis meses. En el otoño, el Soviet local autorizó a cada una de las fábricas a que enviase una delegación, de noche, a las aldeas, y corrieran los riesgos de pasar provisiones a escondidas de los soldados de guardia.
Los obreros se desmayaban de debilidad junto a las máquinas.
Como yo era el primer comunista extranjero que visitaba Serpukov, el comité local del Partido convocó una reunión de los delegados de los comités de fábrica de toda la región, y me invitaron a hablar.
La reunión tuvo lugar en una gran sala pintada de blanco, que había sido el “Club de Nobles” y don de, en la actualidad, radicaban las oficinas centrales del Soviet. Una vieja lámpara de keroseno humeaba en la mesa del orador y arrojaba una luz tenue sobre los rostros y las ropas raídas de los asistentes. Algunos de ellos habían venido cami nando por la profunda nieve, con un panecillo en el bolsillo, desde fábricas situadas en el campo a veinte verstas de distancia. Sus pies se hallaban en vueltos en trapos. Una vez que la reunión hubie se concluido, retornarían a sus hogares igual que habían venido: andando en medio del cruento frío. Muy pocos eran miembros del Partido Comunista. Me dieron la bienvenida levantándose y cantando “La Internacional”; esta canción, en Rusia, no ha lle gado a convertirse en una ceremonia vacía; para ellos cada una de sus palabras tiene un significado verdadero, y cuando los saludaba en nombre de los revolucionarios norteamericanos, un joven delgado se puso de pie de un salto y gritó en forma apa sio nada:
—De los trabajadores de Serpukov llévele este mensaje a nuestros hermanos en América. Durante tres años los obreros rusos han es tado derramando su sangre por la Revolución; no por nuestra propia Revolución, sino por la Revolución Mundial. Dígales a nuestros camaradas norteamericanos que, día y noche, esperamos escuchar el sonido de sus pasos viniendo en nuestra ayuda. Pero dígales también que no importa lo mucho que tarden, nosotros nos mantendremos firmes. Los trabajadores rusos nunca desistirían de su Revolución. Morimos por el socialismo, al que tal vez jamás habremos de ver.
El tifus, la fiebre intermitente y la influenza pululaban entre los obreros y, entre los campesinos que no podían conseguir sal, la pelagra azotaba aldeas enteras. La constitución física de las personas, socavada por la semiinanición durante más de dos años, no podía resistir más. La política de bloqueo llevada a cabo de modo consciente por los Aliados contra Rusia en lo tocante a medicinas, causó la muerte de millares de personas. No obstante, el Comisariado del Pueblo encargado de la salud organizó un grandioso servicio de atención sanitaria, una red de departamentos de asistencia médica bajo el control de los soviets locales en toda Rusia, en lugares donde nunca había habido médicos —incluso médicos del Zemstvo. Cada municipio se enorgullece de contar, por lo menos, con un hospital nuevo; y por lo general con dos o tres. Los médicos eran y son movilizados para prestar este servicio que es, por supuesto, gratuito. Aparecen, por doquier, cientos de miles de carteles de brillantes colores que, por me dio de cuadros, le enseñan al pueblo cómo evitar las enfermedades, además de instarlo a mantener limpias sus casas, aldeas y sus propios cuerpos. En Moscú se inauguró una gran Exposición de Maternidad de todas la Rusias, dirigida a mostrarle a las mujeres cómo cuidar de su bebé durante el embarazo y después de su nacimiento. Posteriormente, esta exposición viajó por toda Rusia, hasta las aldeas más remotas. En cada pueblo y ciudad hay hospitales gratuitos de maternidad para las mujeres trabajadoras, en los que pasan las ocho semanas antes y después del parto, recibiendo el sueldo completo, y se les instruye acerca del cuidado de los niños. También en cada pueblo, además de los dispensarios gratuitos —cuyo número es alrededor del décuplo de los que existían bajo el zar—, hay consultas especiales para las mujeres lactantes. Allí se hace todo en favor de la infancia. En la se mi hambrienta Alemania los niños nacen raquíticos y crecen deformados; en la semihambrien ta Rusia, los niños son reyes.
La tarea más gigantesca de todas, mayor aún que la labor de construir, organizar, adiestrar, apertrechar, alimentar y transportar el Ejército Rojo, es la de educarlo, como jamás ha sido educado ejército alguno.
Existen escuelas para oficiales rojos, centenares de escuelas, en las que mediante un curso urgente de seis meses, en el caso de los soldados, y de un año, en el de los civiles, se preparan varios millares de “comandantes” jóvenes e inteligentes; en el Ejército Rojo existe un solo grado de oficial, el de Comandante, ya sea de una compañía o de un cuerpo de ejército. El grueso de estos oficiales cadetes está compuesto por obreros elegidos por sus organizaciones, o por campesinos jóvenes que son escogidos por sus aldeas.
Como es lógico, muchos de los instructores técnicos de estas escuelas son antiguos oficiales del zar, militares profesionales. En los ejercicios de graduación en la Academia del Estado Mayor General —todos los graduados de las escuelas para oficiales son miembros del Estado Mayor General— su cedió un incidente que no puede ocurrir en ninguna otra es cuela militar de la tierra. Uno de esos viejos profesores, mientras daba una charla acerca del “Arte de la Guerra”, alabó el militarismo al estilo de Treitschke.
Podvoisky, representante del Partido Comunista y del Comisariado de Guerra, se puso de pie inmediatamente.
—¡Camaradas estudiantes! —gritó—, me opongo al espíritu de la última frase. Es cierto, es necesario aprender el arte de la guerra, pero sólo para que ésta pueda desaparecer para siempre. El Ejército Rojo es un ejército de paz. Nuestra insignia, nuestra estrella roja con la hoz y el martillo, muestra cuál es nuestro propósito: la construcción, no la destrucción. Nosotros no hacemos soldados profesionales, no los que re mos en nuestro Ejército Rojo. Tan pronto hayamos aplastado la contrarrevolución, tan pronto la revolución internacional haya puesto un fin definitivo al imperialismo, entonces arrojaremos nuestras armas y espadas, se abolirán las fronteras y olvidaremos el arte de la guerra.
La parte más importante del Ejército Rojo es el departamento político cultural. Éste está integrado por comunistas, y se halla bajo la dirección del Partido Comunista. Todos los comisarios políticos pertenecen al Polit-Otdiel, como suele llamársele. Cada unidad cuenta con su comisario comunista, quien debe reportarle diariamente al comisario de la unidad superior un informe acerca de la moral de los soldados, las relaciones entre el ejército y la población civil, el trabajo de propaganda comunista en las filas, cualquier descontento entre los soldados, añadir las causas que lo motivan, etcétera. En cada unidad, los comunistas forman un grupo separado dentro de la compañía, regimiento o brigada; encabezan el combate, for talecen la moral de los soldados por medio de la propaganda y el ejemplo y educan a los soldados desde el punto de vista político. Además de toda esta labor, el Polit-Otdiel imparte clases de lectura y escritura y de educación técnica elemental, así como entrenamiento vocacional; es to se lle va a cabo hasta en las trincheras en las líneas del frente. Los actores y actrices del Gran Teatro, el Teatro de Arte, se trasladan al frente para que representen, ante los soldados, las obras maestras del drama ruso. También se llevan al frente los cuadros de las grandes galerías, y se efectúan exposiciones y conferencias en los círculos para soldados. A estos últimos se les proporcionan grandes cantidades de literatura. Se les enseñan juegos como el rugby. Los soldados, a su vez, están creando su propio movimiento teatral: escriben y representan obras realizadas por ellos mismos, principalmente acerca de la Revolución, que está llamada a convertirse en una epopeya nacional, en una especie de espectáculo vasto y eterno que se extiende por todas las aldeas de Rusia.
Los resultados son notables. La mayor parte del ejército, como es natural, la integran campesinos más o menos ignorantes. El campesino, por lo general, entra en el ejército a regañadientes, a menos que viva en un lugar en el campo que hubiese estado ocupado por los guardias blancos, o lo bastante cerca del frente como para saber lo que están haciendo, en cuyo caso se presenta voluntariamente. Y en esas con diciones, como un rústico maldispuesto e ignorante, incapaz de leer y escribir, desconocedor de los motivos de la guerra pasa a formar parte de las filas. Seis meses después, por regla general, ya puede leer y escribir, sabe algo de teatro, literatura y arte rusos, comprende las razones por las que se lucha, combate con furia por la defensa de la “patria socialista” y entra cantando en las ciudades capturadas bajo las banderas rojas. En resumen, se ha desarrollado un revolucionario con conciencia de clase. Más del cuarenta por ciento del Ejército Rojo sabe leer y escribir, y toda la Marina Roja.
La derrota de Denikin, la determinación de la paz con Estonia, parecieron señalar el término de la Guerra Civil. Parecía que había llegado el momento de respiro tan ardientemente esperado, la oportunidad para la Rusia Soviética de lanzar todas sus fuerzas a la tarea de la reconstrucción económica.
En lugar de desmovilizar los ejércitos, los transformaron —y mantuvieron su organización intacta— en Ejércitos del Trabajo, y los pusieron a realizar diversas labores. Uno de ellos fue dedicado a la reparación de los puentes destruidos por Kolchak y a reconstruir las vías férreas que corrían rumbo al este; otro se ocupó de las líneas de transporte arruinadas por Yudenitch; un tercero asumió la responsabilidad de cortar y transportar madera en los bosques del norte; otro dirigió su atención al distrito industrial de los Urales, e incluso, otro más fue enviado a ayudar a los campesinos que habitan las márgenes del Volga en la preparación de las tierras para la siembra de primavera.
Esta política no fue adoptada sin que mediara alguna oposición. Se discutió durante semanas en los soviets locales de todos los lugares, en las delegaciones sindicales y comités del Partido y en la prensa. Al principio hubo bastante resistencia al plan. Los soldados se hallaban agotados por dos años de continuo combate: querían regresar a sus hogares; los sindicatos tenían ciertos resabios de sentimientos contrarios al trabajo obligatorio militarizado. Fue necesaria la clara explicación del propio Lenin: que ésta no era una cuestión de la probable explotación de los trabajadores por parte de los intereses privados, sino simplemente un plan mediante el cual po dría concentrarse la fuerza de trabajo máxima para salvar la vida del pueblo ruso, para salvar los soviets, la Revolución. Y, al mismo tiempo, mantener intacta la organización del Ejército Rojo, a fin de estar prevenidos contra un posible ataque a traición; ataque que, de hecho, los polacos lanzaron poco después. De ahí que, a la postre, el plan fuese respaldado en todas partes, incluso en el ejército mismo. El Tercer Ejército, en los Urales, publicó una proclama dirigida a los obreros y campesinos en la que declaraba que su tarea militar había concluido y que se dirigía al “frente laboral”, y reclamaba el honor de ser llamado Primer Ejército Rojo del Tra bajo, con Trotsky como su presidente. Otros le siguieron. A la cabeza de esos ejércitos se situa ban los hombres más populares de Rusia. En cada reunión, en cada periódico, se hablaba de los hechos de los Ejércitos del Trabajo. La prensa publicaba a diario “comunicados del frente in cruento”, que daban a conocer la labor realizada. En una con versación que sostuve con Lenin, éste admitió que los Ejércitos del Trabajo eran un experimento y que si resultaban impopulares se desistiría de los mismos, ya que era imposible lograr que los hom bres hicieran un trabajo eficiente si no querían.
Pero donde le llevamos ventaja al resto del mundo —expresó— es en que podemos ex perimentar, podemos probar cual quier pro yecto que deseemos y, si no sirve, podemos cambiar de idea y probar cualquier otro. Los trabajadores saben que, al menos el Partido Comunista, que controla los soviets, es un partido revolucionario de la clase obrera, que lu cha contra la explotación capitalista en beneficio de ellos. Los trabajadores confían en nosotros.
Los Ejércitos del Trabajo realizaron una cantidad extraordinaria de tareas. En seis semanas reconstruyeron el gran puen te de acero sobre el río Kam, destruido por Kolchak, y con ello restablecieron la ruta directa hacia Siberia —se calcula que esa obra le habría llevado por lo menos tres o cuatro meses a un contratista burgués—. Trabajaban cantando, con un entusiasmo indescriptible, mientras una gran banda militar tocaba a la orilla del río. Repararon la vía férrea hasta Yamburg. Cortaron millones de pies de madera para las ciudades. Acometieron con tanta energía el restablecimiento del transporte que el número de locomotoras re paradas, que durante más de un año había estado descendiendo cada vez más en comparación con las defectuosas, pasó el punto “muerto” y comenzó a subir.
Las ciudades se habrían aprovisionado de víveres y madera para el invierno, la situación del transporte habría sido me jor que nunca antes, la cose cha habría llenado los graneros de Rusia hasta hacerlos reventar, si los polacos y Wrangel —respaldados por los Aliados— no hubiesen arrojado súbitamente sus ejércitos de nuevo contra Rusia, para exigirle el cese de toda reconstrucción de la vida económica, la dejación del trabajo de transporte, el abandono de ciudades a medio abastecer de alimentos y madera, la concentración en el frente —una vez más— de todas las fuerzas del exhausto país. Nadie puede concebir los horrores que tendrán lugar en Rusia este invierno, porque las naciones de la Entente lanzaron sus mercenarios sobre ese suelo este verano. Pero será el último invierno difícil: los polacos están aplastados, los checoslovacos mantienen una actitud neutral, casi ofensiva, los rumanos asumen una posición muy conciliatoria y los Aliados se encuentran en bancarrota. Y, a pesar de todo lo que ha sucedido, la Revolución vive, arde con llama inextinguible que lame la armazón seca, inflamable, de la sociedad capitalista europea.
Texto incluido en el libro Rojos y rojas
Sugiero comparar el relato de Reed con el que Alexander Berkman nos brinda en El Mito Bolchevique (Diario 1920–1922) editado por LaMalatesta Editorial en 2.013. Específicamente lo recomiendo a los bolcheviques/leninistas de ayer y de hoy.
Si yo lo hubiera leído a los catorce años, con toda seguridad mi vida habría sido completamente distinta, mas experimenté el mismo viraje ideológico de Berkman por mí mismo entre 1.972 y 1.978.
Salud
PD También recomiendo la lectura –suficiente uno o dos capitulos de sus más de 700 pags.– de
«Mao: la historia desconocida» de Jung Chan, que pueden descargar libremente –cerrando pantallazos como único peaje– en ebiblioteca.org (Web que recomiendo para todas las predilecciones lectoras); ahí pueden descargar los trotskistas otro libro, de un trotskista: «Historia Del Trotskismo En Argentina Y America Latina», de Osvaldo Coggiola