La Revolución

La Revolución

Ni con la lisonja, ni con la mentira, ni con el alboroto se ayuda verdaderamente a una obra justa. La virtud es callada, en los pueblos como en los hombres. Partido cacareador, partido flojo. Hasta de ser justo con quienes lo merecen debe tener miedo un partido político, no sea que la justicia parezca adulación; la verdad no anda buscando saludos, ni saludando: sólo los pícaros necesitan tinieblas y cómplices: los partidos políticos suelen halagar, melosos, a la muchedumbre de que se sustentan, a reserva de abandonarla, cobardes, cuando con su ayuda hayan subido a donde puedan emanciparse de ella.

Tantos logreros le salen a la libertad, tanta alma mercenaria medra con su defensa, tanto aristo astuto enmascara con la arenga piadosa el orgullo de su corazón, que da miedo -por no parecérseles- hablar de libertad. Lo bueno es fundarla calladamente. Lo bueno es servirla, sin pensar en la propia persona. De los hombres y de sus pasiones, de los hombres y de sus virtudes, de los hombres y de sus intereses se hacen los pueblos. Los enemigos de la libertad de un pueblo, no son tanto los forasteros que lo oprimen, como la timidez y la vanidad de sus propios hijos.

El oficio de los libertadores no es devorarse entre sí, y codearse unos a otros ante la muchedumbre, y mirar hosco al que les cierra el paso, y derretirlo con el fuego de los ojos, y echarlo atrás a uñadas y mordeduras, y ponerse delante, a donde todo el mundo lo vea, como la odalisca que llegó por fin a atraer las miradas del sultán: el oficio de los libertadores no es alquilar elocuencias, pagar plumas, adular a satélites, acaudillar bandos, asalariar hipócritas, encubrir espías, costear vicios, pensionar desvergüenzas: ni ir de oído en oído cosquilleando el patriotismo, mendigando el cumplimiento del deber, ofendiendo a los hombres con la suposición de que es preciso hurgarles o mentirles para que tengan fe en sí propios o en la patria, denunciando puerilmente la labor revolucionaria, que en la idea ha de ser pública y en la acción toda secreta, es oficio de los libertadores.

Los que trabajan para sí o para su popularidad o para mantenerse siempre donde se aplauda o se vea, sin ver el daño que a su patria causen, publicarán su actividad, por no parecer inactivos; hablarán hinchadamente, porque no se les tache de moderados; vocearan a todos los vientos lo que hacen, para que se les premie y se les vitoree, aunque cada palmada que salude su imprudencia sea la señal para la prisión de un hombre bueno o la muerte de un héroe futuro en el patíbulo.

Los que no trabajan para sí, sino para la patria; los que no aman la popularidad, sino al pueblo; los que no aman la misma vida, sino por el bien que pueden hacer en ella, esos, mano a mano con todos los hombres honrados, con los que no necesitan lisonja ni carteo, con los que no sacan de la vanidad su patriotismo sino de la virtud, llevan adelante, aunque de las gotas de su corazón vayan regando el amargo camino, la obra de ligar los elementos dispersos y hostiles que son indispensables a la explosión de la libertad y a su triunfo, de exaltar las virtudes de manera que puedan más que las tentaciones y máculas de los virtuosos, de pasar por entre las vanidades erguidas de modo que la hermandad y mansedumbre, y voluntaria humillación, triunfen sobre el susto de los ambiciosos o el rencor de los altivos, de atraer los factores todos de la patria a la campaña de su redención final, a fin de entrar en ésta con todos, y no con unos contra otros, de juntar en invencible cohorte a los que defienden sin miedo la justicia entera y a los que padecen de una u otra forma de la tiranía:  lo cual requiere más silencio que lengua; lo cual se hace mejor mientras más se lo calla; lo cual es más útil que una política personal y aparatosa, aunque adule menos y corrompa, aunque brille menos.

Mientras se está elaborando una revolución, mientras se le apartan los obstáculos que el enemigo pone en su camino y se acomodan y funden los factores varios y resbaladizos con que se le ha de acometer, mientras cunde por un país minado de espionaje sutil el conocimiento de la fuerza y desinterés de la obra redentora, mientras se aprieta y remata la obra interrumpida a cada paso por las astucias del enemigo y nuestros miedos y vanidades que lo iluminan y asesoran, la tarea de la revolución adelanta en forzoso silencio. Sólo al gobierno de España interesa quebrantar este gobierno: al gobierno, y a aquellas almas pálidas y venenosas a quienes paga para excitar a la revolución, a la denuncia y la imprudencia.

Pero si la firmeza de la labor revolucionaria obliga a esta continua discreción, si el aseo moral impide descender por callejas y corrillos a la triste faena de clavar contra la pared a los policías de ojo maligno y verdoso que fungen, de buenas a primeras, de patriotas íntimos o exaltados, si la certidumbre de tener mañana por fin de compañeros a los cubanos lentos, tímidos o arrogantes de hoy, impone el deber de callar sus faltas, o censurarlas impersonalmente por ser el rencor y la acritud dotes pueriles de loa caracteres secundarios y triste cemento para la fundación de un país, si pierde el escritor o el orador las oportunidades lucientes de hoy, para no perturbar con la amargura y cólera de ellas la plenitud y concordia de mañana, si manda el verdadero honor servir a nuestro pueblo con el oscurecimiento y silencio voluntarios, en vez de sacar provecho y pompa de los errores de sus hijos, la guerra cercana, la revolución cercana, no pierde por eso claridad ni energía. Cuanto sucede la confirma.

Los sucesos son suficiente comentario. La proclama más elocuente es una ojeada por la situación de Cuba. Proclama viva y profecía de fe son las noticias que en este instante se aglomeran sobre la mesa de redacción de Patria. De un ministro de España, y de un plan de reformas encaminado en la realidad a descuajar la unidad cubana en la Isla, dependía la esperanza fútil de los cubanos ciegos, y en verdad muy escasos, que prestaban la mano con lamentable complacencia, o a sabiendas tal vez, al proyecto de deshacer, so capa de reformas, la individualidad criolla que la guerra amasó, que existió siempre antes de la guerra, y que nunca -y éste es baldón grande- ha visto tan amenazada como después de la guerra por los criollos, por cierta especie dañina de criollos arrogantes: de un ministro transitorio y de su plan insuficiente y fraudulento se levantaban razones para estorbar la ordenación final del país y sujetar nuestra Cuba sazonada y delantera al pueblo europeo más teocrático y perezoso: y de un cambio de asientos queda el sillón vacío, y Becerra está hoy donde estaba ayer Maura.

No es de nuestra piedad natural el saciarnos en la flaqueza congénita de los que, con cara para todos los bofetones, encontrarán acaso en esta mudanza de sillón causa para nuevos deliquios y resplandecientes promesas. Cuba no puede satisfacerse ni vivir en paz hasta que su gobierno sea en realidad de los cubanos: que es lo que con su población sobrancera, su política advenediza y su natural despótico no podrá jamás España permitir. Puede un ministro algo, cuando está en el espíritu de su nación y el pensamiento y costumbres políticas de su época: y nada, cuando está contra ellos.

Más que Becerra fue siempre Martos; y de él, el español de fibra gubernamental que ha estado más cerca de la justicia en las colonias, es la frase decisiva y terrible, la frase que dijo, acostado a las once del día, al que esto escribe en Patria: -“O ustedes, o nosotros”. Becerra y Ballesteros, todo es lo mismo. Era una vez un Ballesteros, ministro de Ultramar. Como le hablase un magistrado distinguido, que contó el cuento a Patria, de algo que tenía que hacer con Manzanillo, se inclinó el señor ministro sobre el mapa de Cuba, extendido sobre la mesa del despacho, y comenzó a tantear por la costa Norte.- “Me parece recordar que está en la costa Sur”, decía el magistrado: “creo seguro que está en la costa Sur”. Y vagaba por el mapa el dedo ministerial, siempre por la costa Norte. Como limosna nos daría tal vez, y a cuartos, como sus limosnas, la libertad el gobierno español, aunque nunca tanta que desalojase del territorio de España a los españoles, por beneficiar a los que la quieren echar, con su último harapo histórico, del continente: pero no es ésa la libertad que urgentemente necesita un pueblo cuyas ciudades se caen de polvo y vicio, cuyos campos sacrificados se ciegan o emigran, sin confianza sin sustento, sin puertos, sin caminos, sin seguridad, sin honra.

¿Qué mucho que otro periódico que está sobre nuestra mesa, un periódico francés, advierta en la Isla toda, por los ojos de un corresponsal que no sabe de nuestra historia, ni de las heces que deja hirviendo una colonia de esclavitud, el deseo total y vehemente de la independencia de España ? Jules Clave, el escritor de Le Monde Illustré, sólo nota en Cuba un obstáculo a la satisfacción del unánime deseo, y en lo que dice se conoce que, más que con los cubanos generosos, habló con españoles de codicia y de remordimiento. El obstáculo le parece ser el miedo de los españoles a ser maltratados por los cubanos después de la revolución. De entre los españoles mismos habrá visto a los que por su abuso y nulidad temen perder la indebida prominencia que les permite hoy la tiranía política, no a los que han echado en la tierra la raíz del trabajo y de los hijos.

¿Haremos los cubanos una revolución por el derecho, por la persona del hombre y su derecho total, que es lo único que justifica el sacrificio a que se convida a todo un pueblo, y negaremos, al día siguiente del triunfo, los derechos por que hemos batallado? Los goces ilegítimos sí se irán: el juez venal, el empleado ladrón, el periodista de alquiler, el que a favor del soborno priva de pan y sosiego al criollo, el que fomenta el vicio por la cuota que percibe de él, el español de Lavapiés y cafetín, que nos tiene hecha una náusea la ciudad. Ese, tema. Ni tiene que temer: se le acabará el oficio, y se irá solo. Se irá el arrriero, y detrás el arria. Pero nuestros padres, los que han sudado y sangrado con la tierra, los que no le ven a su hijo cubano más vía de fortuna que la herencia corruptora o la sumisión al deshonor, los que aman en sus hijos, con esa cabezada romántica del español castizo la potencia de rebelión que desde su aldea infeliz y la quinta despótica y el arranque sangriento a las Américas ardió en su propia alma, los españoles llanos, los españoles buenos, los españoles trabajadores, los españoles rebeldes, esos no tendrán nada que temer de sus hijos, no tendrán nada que temer de un pueblo que no se lanza a la guerra para la satisfacción de un odio que no siente, sino para el desestanco de su persona y para la conquista de la justicia.

Mucho menos tendrán los españoles que temer de los cubanos piadosos que de los norteamericanos arrolladores y rapaces, de los norteamericanos a quienes echan sobre la presa fácil de los pueblos débiles, la codicia y mala distribución de la riqueza, que vienen de su reparto desigual en la tierra propia. Lo que del Norte tienen los españoles que esperar, y los cubanos unidos; lo que deben fiar, para resolver los problemas de la libertad ajena, en quien no sabe resolver los propios; lo que deben, cubanos y españoles temer -con sus elementos de libertad impaciente- de un pueblo que con las mejores semillas de la libertad, tras cuatro siglos de república práctica en un continente virgen, ha caído en los problemas todos de las sociedades feudales y en los vicios todos de la monarquía-, no lo digamos cubanos, porque se tendría a pasión: dígalo Stead, liberal humanitario y fundador, inglés abierto, crítico agudo, cruzado moderno, hombre de hombres: “Más fácil es -acaba de decir Stead- convertirse al republicanismo en Rusia que en los Estados Unidos. Nada en América sorprende tanto a un inglés como la desconfianza radical en la capacidad del pueblo. Se echa uno atrás, simplemente, al llegar de Inglaterra a los Estados Unidos. No he visto tierra de menos democracia desde que salí de Rusia”. No: con todo el hervor posible y natural de la república en Cuba, el español bueno y útil tendrá menos que temer de la pasión de sus hijos que de la codicia y desdén de los norteamericanos.

Del bandidaje que sube, y es en Cuba, más que el robo y la muerte, expresión de la penuria y desafío del país; de la miseria en que perecen los soldados mismos que mantiene el gobierno para defenderse; del aislamiento y censura que castigan a los cubanos que mudan su fama fácil de rebeldes por el servicio directo o indirecto del gobierno corruptor; de la alarma creciente en los cobardes, que es síntoma seguro de los aprestos del gobierno y del empuje revolucionario, hablan, por mil hechos menores, los diarios de Cuba. Ni para la guardia civil hay paga ya. Los cubanos, que pudieran negarse a cargar el arma por la libertad, tienen que cargarla, al fin y al cabo, para defender su hacienda.

El gobierno, al ver que ya no hay en el autonomismo poder para congregar a los cubanos, y tenerlos vendados y entretenidos, ve como salvadora la idea, por criollos serviles aconsejada, de fomentar el noble anhelo público de los cubanos de la Isla por la emancipación, de excitar -como red a la vez que moratoria- a la creación del partido independiente en la Isla, a fin de ver si con la independencia pacífica de adentro se quita médula a la independencia armada de la emigración, y si azuza celos miserables, que no tendrán jamás cabida, ni adentro ni afuera, en el corazón cubano. Los cegará la grandeza criolla. Viles tenemos, pero más grandes que viles. Habrá un humilde para cada soberbio: seremos ala de aquella otra ala. Y con dos alas, volaremos mejor. No somos hombres aquí: somos amigos del hombre. No somos pasiones aquí: somos pabilo que se consume para que nuestro pueblo luzca: alfombra somos, para que pise nuestro pueblo. Crece nuestra vigilancia. Crece la revolución.

 

Fuente: José Martí, Texto publicado en Patria, el 16 de marzo de 1894 y recogido en sus Obras Completas, Volumen 4. Cuba. Política y Revolución III, 1894.

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