Fechada el 3 de marzo de 1981, apareció como nota editorial en el número 7 de mientras tanto, pp. 13-16. España vivía en aquellos momentos una crisis económica, no estrictamente comparable a la que hemos vivido (y seguimos viviendo) esta última década. La nota muestra, una vez más, la gran fuerza literaria del autor.
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Todos los días, de la mañana a la noche, los subterráneos del metro de las grandes ciudades del imperio vuelven a poblarse con la humanidad sufriente de los pordioseros, los pedigüeños y los indigentes que dicen no tener nada que llevarse a la boca o tener varios hijos acosados por el hambre. No solo dicen, los tienen de verdad. Se les ve allí todo ojos, como asombrados por el flujo constante de los transeúntes. Y no solo allí; también en las calles principales, en las colas de los cines, a la salida de las iglesias. O suben hasta tu confortable vivienda, hermano, para explicarte su duro trabajo de otro tiempo en aquella fábrica textil que un día salió en los periódicos porque su dueño huyó despavorido ante la competición[1] de las multinacionales llevándose en la fuga –pavor obliga– todo lo que pudo y no tuviera demasiado peso. O se quedan fijos ante el aparato de televisión del bar suburbial, perplejos cuando oyen las palabras del ministro que perora acerca de la necesaria solidaridad de los trabajadores con los desocupados; sarcásticos cuando escuchan al obispo de sonrisa meliflua ensalzar las tradicionales virtudes de la vida hogareña; incrédulo cuando ven al técnico en dineros mostrar con la brillantez académica de rigor la coherencia innegable del programa económico del nuevo gobierno.
Los viejos tópicos del melodrama social. Retorna, con ellos, el tenso cruce de miradas callejeras en las que se baten por segundos el ocio y la angustia. Retorna el momento de indecisión ante la obviedad desnuda de la miseria cercana, el gesto vacilante y tal vez inadvertido de la mano en el bolsillo del rico o –tiempos nuevos– del trabajador con trabajo cuya cabeza no acaba de responder a la súplica de aquel otro que se le acerca por el resto de acera de nuestras ciudades. Dicen que en el campo andaluz es peor. Y seguramente lo es. Lo que no sirve de consuelo, sino de confirmación. Sabemos: es ésa una parte del cotidiano espectáculo de los tiempos de crisis económicas. Pero en el repetirse de los gestos y de las actitudes hay también novedades: pocas palabras; basta a veces el cartel colgado al cuello que te informa lacónicamente y con trazo impreciso de lo que es hoy estar sin trabajo.
La miseria en el centro. Nos acercamos ya, en esta espiral de las recesiones, a los dos millones de parados. Eso en España[2]. Y a los veintidós o veintitrés millones de desocupados en el conjunto de los países imperialistas. Hubo un tiempo en que los organismos oficiales establecieron ciertas señales de alarma con el supuesto de que rebasar un determinado índice numérico –mucho más bajo, desde luego– constituiría un peligro para la estabilidad social. ¿Quién lo recuerda ya? Todas las señales de alarma se dispararon hace tiempo y eso preocupa poco a los poderosos. Debería, en cambio, preocupar más en la otra acera, en el movimiento obrero organizado. Pues ahora las señales que empiezan a dispararse son de otro tipo. No pocos sociólogos levantan acta de la muerte del proletariado[3]. Y como siempre que muere alguien importante, con su muerte renace la ética del todo vale.
Así, al tiempo que las computocaras[4] de los economistas del sistema se iluminan con la coherencia interior de los planes neoliberales[5], el periodista novel empieza por lo más fácil y descubre detrás de la legión de los indigentes la picaresca de otros tiempos, la mafia de los aprovechados o la sociedad anónima levantada con el capital de los pedigüeños; los mandarines de la cultura superior y otros privilegiados, husmean agravios comparativos mirando hacia Europa y echan mano de la sofística para llamar huelga al cierre patronal; y el dirigente sindical, en fin, una vez liquidada la corta experiencia de las comisiones de desocupados, adopta el aire fatalista fin de siglo para declarar que cuando un trabajador pierde su trabajo ya no es de los tuyos, ya no piensa como antes, pasa a formar parte incluso psicológicamente de otro mundo.
Cierto: incluso psicológicamente. Ya no se toma contigo el güisqui en el pub nocturno ni hojea con tu sonrisa la última guía gastronómica regional. ¿Cómo piensa ese hombre que perdió su trabajo? Bilbao, tres de marzo. De los periódicos: “Unos parados se llevan alimentos de un supermercado”. No mucha cosa, la verdad. Solo “artículos de primera necesidad”, porque los trabajadores del supermercado les impidieron cargar con “un pollo y otros artículos”. Pero lo que debe importarte es la dignidad de su declaración (no la de los celosos guardianes del pollo del amo, por supuesto, sino la de los otros): “Nuestra situación es cada día más extrema; no cobramos subsidio de paro y nos estamos viendo abocados a la mendicidad. Se han agotado todas las posibilidades imaginables de presión. Ninguno de los trabajadores en paro desea llegar a esta situación, pero no nos dejan otra alternativa”.
Eso los padres, los que un día llegaron a Bilbao, a Barcelona o a Madrid desde la miseria del centro o del sur. ¿Y los hijos de éstos, muchos de los cuales ni siquiera habrán llegado a conocer ya un trabajo estable en la nacionalidad de adopción? Su discurso tiene la misma dignidad, pero empieza a adoptar tonos inquietantes. Él, que apenas vivió la dictadura terrorista del gran capital sino como adolescente, concluye ahora en su juventud que esta democracia no sirve para nada, que tú también o tú principalmente eres el poder, la dominación, el privilegio, que el trabajo en esta sociedad no es solo alienación sino también actividad deplorable ante la cual lo mejor es la alergia o el rechazo.
Ese conflicto entre la impotencia del movimiento obrero organizado para hacer frente al problema del paro aquí y ahora y la desesperación del joven desocupado que tiende a ver en todo lo que no sea su mundo próximo una sociedad “otra”, no solo inalcanzable sino además odiosa, puede ser letal, desde el punto de vista político-social, para las clases trabajadoras. Tú, que sabes historia, piensa en ello. No para aleccionarles con la vieja sabiduría. Todos sabemos: detrás del parado viejo está el buscón; detrás o en torno del parado joven el peligro del fascismo. Hay profesores que se han dedicado a comparar la curva del paro en la Alemana de los años treinta con la curva del crecimiento del nacionalsocialismo. Pero no es eso lo que se te pide ahora. Ni tampoco que pongas a funcionar la computadora para llegar a saber cuándo se producirá la próxima eclosión social en la Europa occidental o para calcular el número de libros que se escribirán sobre ella con sorpresa.
No, lo que se te pide, compañero, es que dejes el güisqui del pub nocturno y dejes de hojear la última guía gastronómica si no quieres vivir en los próximos tiempos con la duda de qué neofascismo te va a matar: si el que se infiltra por arriba en las instituciones del capitalismo tardío que están condenando la gente a la pasividad, a ser meros espectadores de un espectáculo en el que solo juegan militares, policías y políticos de profesión, o el que crece por abajo junto al individualismo de la desesperación.[6]
Cuentan que en Nueva York, en la esquina de la calle veintiséis con Broadway, hay hoy más indigentes de los que encontró Brecht en 1941. Mala fecha aquella. Y cuentan también que se ha hecho muy difícil descubrir al hombre que proporcionaba refugio nocturno a los desamparados que por allí moran, porque las almas buenas tienen demasiado miedo a ser asesinadas. Tampoco son de verdad favorables los tiempos para aquellos otros que, inspirándose en el viejo libro, creen acotar la era de la explotación dando cobijo al indigente para librarle de la fría noche del invierno. Pese a lo cual hay que hacerlo. Decídete. También el joven Friedrich Engels lo hizo. No se contentó con estudiar las condiciones de vida de los trabajadores y así abandonó “la compañía, los convites, el vino de Oporto y el champagne de las clases medias”[7].
Ha pasado mucha agua bajo los puentes desde entonces. Pero tú sabes que esto es también en parte un asunto de la voluntad. ¿O prefieres acaso, compañero, seguir con tu psicodrama, esperar los tiempos nuevos del auxilio social o ironizar entre copa y copa, con la superioridad que da el laicismo, acerca de los nuevos destacamentos de hermanitas de los pobres que creará el papa Wojtyla?
Texto incluido en el libro Barbarie y resistencias. Sobre movimientos sociales críticos y alternativos.
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Notas:
[1] Competencia. El uso del término “competición” refiere a una discusión, compleja e interesante (con descalificaciones indocumentadas contra el traductor), que mantuvo Sacristán con economistas y editores cuando tradujo la Historia del análisis económico de Schumpeter para la editorial Ariel (NE).
[2] El lector/a recordará que hemos más que duplicado la cifra estos últimos años, con una población activa que en absoluto es el doble de la de 1981 (NE).
[3] El Adiós al proletariado de André Gorz fue publicado por la editorial de El Viejo Topo ese mismo año (NE).
[4] No es un error. Es un término inventado por el autor, ajustado al momento (NE).
[5] No era entonces tan frecuente el uso del término neoliberal como lo es actualmente (NE).
[6] Conviene insistir y recordar la fecha de esta nota y reflexión “tan actual”: 1981. (NE).
[7] Una referencia a palabras de Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra. También: “Y he dedicado mis horas de ocio, casi exclusivamente, a establecer relaciones con simples trabajadores” (NE).