La Justicia ante la delincuencia socio-económica

En la actualidad, hay una conciencia generalizada de que nuestro sistema penal –en particular, el Código Penal y las instituciones judiciales– es profundamente selectivo en la represión de las conductas delictivas. Ciertamente, la respuesta institucional del Estado ante la criminalidad moderna y organizada es francamente insuficiente. Y es que el poder coercitivo del estado necesita renovarse para enfrentarse adecuadamente a los delitos que, en mayor o menor grado, atentan contra una convivencia civil democrática. La renovación, fundada sobre el principio de legalidad, consiste tanto en una criminalización de las conductas delictivas que efectivamente y de modo grave lesionan los intereses individuales y colectivos, como en un sistema judicial eficaz para el ejercicio concreto del ius puniendi del Estado. En España, estamos asistiendo al comienzo de este proceso pero, como veremos ahora, todavía pesa demasiado el viejo modelo represivo.1 Un modelo, procedente de un Estado autoritario de clase, que debe adecuarse urgentemente a la transformación política y social de la sociedad española y, sobre todo, al nuevo sistema legal. De lo contrario el Estado ejercitará su poder coercitivo sin sujetarse plenamente a la Constitución y los ciudadanos, individual o colectivamente, seguirán protegidos de forma insuficiente y desigual.

Una consecuencia, entre otras, del modelo represivo actual es la diversa eficacia de la Administración de Justicia ante las variadas formas de delincuencia. La mayor eficacia judicial en la represión de los delitos violentos tradicionales –contra las personas, la honestidad y la propiedad– se vuelve una casi completa inacción frente a los delitos que ofenden los intereses sociales y colectivos. Es evidente que estos delitos han quedado prácticamente excluidos de la Justicia penal a causa de su insuficiente tipificación pero, sobre todo, debido a la resistencia de los tribunales a la valoración y persecución de los mismos. A nadie, que conozca nuestro sistema jurídico y social, puede sorprender esta constatación. En definitiva, es uno de los modos en que la Justicia coopera a la reproducción del propio sistema. Pero, no obstante, el Estado democrático actual necesita de una Justicia que ordene más “racionalmente” las relaciones individuales y sociales y una Justicia más “racional”, dentro del actual sistema de relaciones sociales, puede aproximarse mejor al cumplimiento de su función constitucional y a tutelar efectivamente –si es que esto es posible– los intereses y derechos de todas las personas. Sin embargo, solo un profundo proceso de democratización del poder judicial paralelo a una democracia política y social avanzada puede abrir paso a una función judicial que responda a lo que la Constitución y la sociedad civil esperan de ella. Mientras tanto, el sistema legal se dispone a ofrecer a los Jueces los instrumentos jurídicos necesarios para llegar a un cumplimiento eficaz de su función constitucional. Concretamente, en el orden penal, el Proyecto de Código penal contiene una formulación nueva de los delitos socio-económicos a que antes nos referimos para paliar una laguna importante de nuestro ordenamiento penal. El Proyecto, en este sentido, es coherente con la proclamación constitucional de que los poderes públicos están obligados a asegurar los intereses económicos y sociales de la colectividad. En consecuencia, se establece la correlativa protección penal de aquellos intereses a través de la definición de las conductas ilícitas penales. Con ello, dice el Proyecto, pretende protegerse el sistema de producción, distribución y cambio de bienes y servicios. Ciertamente, pero hay que preguntarse si esta reforma penal puede aplicarse en el marco de las relaciones económicas actuales en donde la lógica del capital lleva inexcusablemente a un lucro ilimitado que sacrifica los intereses y las necesidades colectivas. En todo caso, el propio sistema establece un correctivo penal que a pesar de todo debiera aplicarse en todas sus posibilidades. Pero habría que preguntarse si la institución judicial está capacitada para la investigación y represión de estos delitos. La respuesta sólo puede ser negativa, y no solo por la carencia de una policía judicial eficiente y de los medios adecuados sino también y, sobre todo, por la actitud ideológica con que la mayoría de los jueces se enfrentan ante esos delitos. Una actitud donde se mezcla un temor reverencial al poder económico, una valoración positiva del sistema económico que “accidentalmente” genera aquellos delitos y un cierto fatalismo producto de la tradicional incapacidad para enfrentarse a los mismos.

A partir de estos presupuestos institucionales, que el poder conoce perfectamente, puede pensarse seriamente que la tipificación de estos delitos no va a inquietar en absoluto a sus presuntos autores porque, sencillamente, no se aplicarán o se hará de una forma muy limitada.

En consecuencia, la delincuencia organizada de carácter económico seguirá quedando fuera de la represión penal y sujeta, cuanto más, a sanciones administrativas de escasa trascendencia que son valoradas como una parte del coste total de la producción. Basta repasar, para comprobarlo, las estadísticas judiciales en esta materia. Por ello, dudamos que la mera criminalización de aquellas conductas conduzca a resultados positivos si paralelamente y como mínimo el sistema judicial no renueva su aparato organizativo y su ideología, lo cual sólo podrá realizarse en el marco del proceso democrático a que nos referíamos con anterioridad.

 

Una memoria desmemoriada

La prueba más reciente y palpable de cuanto venimos diciendo se encuentra en la última Memoria de la Fiscalía General del Estado, de 15-9-1980. A ella queremos dedicar unas líneas por cuanto sintetiza la actitud de la institución judicial ante aquella delincuencia.

Es un documento revelador, donde, por una parte, se hace una apelación constante al fortalecimiento de la represión frente a los delitos violentos tradicionales en nombre de la defensa de la seguridad personal. Y, al mismo tiempo, se justifica la escasa respuesta del sistema ante la delincuencia económica y hasta contiene una llamada a la moderación en la ya moderada persecución de la misma. Aquí, la defensa de los intereses sociales, tan necesitados de una protección jurídica eficaz, cae en el más absoluto de los olvidos. Por lo visto, la Memoria parece olvidar también que la protección penal del individuo y de la colectividad es inseparable y que el deterioro “legitimado” de las condiciones de vida y de trabajo de los ciudadanos –especialmente, las de la clase trabajadora– es un factor criminógeno de primer orden en la comisión de los delitos que tanto parece preocuparle.

En pocas ocasiones ha quedado planteado con tanta claridad que el sistema penal no protege por igual a todos los ciudadanos y que, desde luego, no defiende a toda la sociedad. Vayamos por partes.

En primer lugar, respecto al delito fiscal la Memoria dice que «lo reciente de su tipificación, los condicionamientos implícitos y explícitos que conlleva su persecución en el procedimiento penal, pueden explicar que todavía los Tribunales no se hayan enfrentado con ningún caso de esta naturaleza y, en efecto, las Memorias de las Fiscalías Territoriales omiten toda referencia al tema». La simple lectura es suficiente para comprobar cómo el sistema asiste impasible a la más completa impunidad de estos delitos a pesar de los gravísimos daños que origina a la economía nacional.

En segundo lugar, la Memoria constata que el fuerte crecimiento de las suspensiones de pagos y las quiebras en los últimos años carece de reflejo en la jurisdicción penal a pesar de reconocer que muchas de estas situaciones son consecuencia de actuaciones antijurídicas y hasta penales (como despidos injustos de trabajadores, evasión de cargas fiscales o especulación de terrenos, entre otras). A pesar de todo, a pesar de los intereses que están en juego, la Memoria reconoce que el Juez y el Fiscal están imposibilitados para cumplir su misión, lo que conduce a “una desprotección global del interés social”.

Por último, ante el “delito social” tipificado en el art. 499 bis del Código Penal, que prácticamente no se aplica, dice que debe mantenerse aunque “sólo sirviera para dar oportuno destaque y rango al marco institucional del trabajo y de los derechos básicos del trabajador”. Por una parte, es cierto que este delito –creado durante el franquismo– solo puede perseguirse eficazmente si funciona un sistema democrático de relaciones laborales. Pero una vez que éste existe no puede concebirse el delito social como un “adorno” del Código Penal. Ante la crisis económica que vivimos, donde proliferan conductas empresariales ilícitas, con perjuicios personales y colectivos incalculables, la pasividad del sistema judicial en la persecución penal de aquellas refleja una clara posición ideológica –a favor del orden económico establecido y en perjuicio de la mayoría– y entraña una grave responsabilidad social. Y esta actitud llega al límite cuando la Memoria vincula la legítima reivindicación laboral con la subversión del sistema establecido al afirmar que “al amparo de una casi continuada postura reivindicativa en el ámbito laboral… se cometen con absoluta impunidad graves delitos de desacatos, lesiones, daños, coacciones, amenazas…”

Y qué decir de la posición de la Memoria ante los “homicidios blancos”. Se limita a señalar «la persecución insuficiente de las imprudencias producidas en accidente laboral… a consecuencia de la no dación de cuenta de los organismos competentes a la autoridad judicial de dichos accidentes laborales». Es una justificación arbitraria e insuficiente de la falta de reacción judicial ante aquella forma delictiva. Las causas son más complejas. Es cierto que los mecanismos encaminados a detectar, denunciar y castigar a los responsables de los accidentes laborales no funcionan. Pero, ¿por qué? Porque las empresas, las mutuas patronales –donde se presta asistencia a los lesionados– y los propios organismos oficiales no cumplen las disposiciones legales que les obligan a comunicar a la autoridad judicial la ocurrencia de aquellos accidentes. Y a ello viene a unirse la conciencia dominante en la clase judicial de que el accidente laboral es el precio inevitable del proceso de industrialización, al que debe aplicarse con toda clase de cautela el Código Penal. Todo ello conduce a una situación donde la supuesta defensa de la seguridad personal o “seguridad ciudadana” no comprende una parcela tan importante de la seguridad como es la del trabajador en el desarrollo de su trabajo, donde queda notoriamente desprotegido. Así resulta del examen de las estadísticas judiciales en esta materia. Por ejemplo, durante 1978 en Barcelona –y su provincia– se produjeron 129.932 accidentes dentro de los centros de trabajo. Pues bien, la Justicia penal sólo llegó a conocer unas docenas de diligencias por esta causa y, escasamente, dictó alguna sentencia condenatoria.

 

Justicia selectiva

Todo ello es la consecuencia lógica de un sistema penal que protege muy selectivamente a la sociedad. Y que plantea, por tanto, una política criminal penal preventiva y represiva, que no encauza en beneficio de todos el problema de la delincuencia. Una política que falsea y mixtifica sus objetivos para ocultar sus insuficiencias. Así puede comprobarse con la defensa de la “seguridad ciudadana”. Una presentación parcial de la misma, suficientemente manipulada, se convierte en una gran cortina de humo para ocultar la falta de protección que sufren los ciudadanos en el conjunto de su vida. La superación de aquella política pasa hoy, necesariamente, por un replanteamiento del sistema penal que asegure a la sociedad civil mayores niveles de protección. Sin embargo, estamos lejos de conseguirlo. La Memoria centra muy bien el fundamento ideológico de cuanto decimos. La razón de fondo es que la actividad económica de las empresas y de las capas profesionales elevadas, en cuanto constituyen el soporte del propio sistema económico-social, debe ser objeto de una amplia protección jurídica. Es una posición coherente, desde la opción por una economía de mercado. Pero, en todo caso, la racionalización del sistema económico y su pretendida orientación social exigen que la protección de sus agentes sea compatible con la persecución penal de las actividades gravemente dañosas a los intereses sociales. En caso contrario, el apoyo indiscriminado al sistema puede conducir a la justificación y legitimación de la delincuencia económica y al olvido de la desprotección de aquellos intereses.

A partir de este planteamiento, la Memoria afirma que “luchar contra la delincuencia económica no implica una condena del sistema en que se manifiesta” ni tampoco “un juicio desvalorativo sobre los comportamientos ético-sociales de sectores profesionales determinados”. Por el contrario, continúa, la delincuencia es la mejor prueba de la validez del sistema donde se produce. Y, lógicamente, para impedir que la persecución de aquella pueda afectar al propio sistema la Memoria recomienda toda clase de precauciones. Por una parte, recuerda que el carácter de la norma penal como última ratio debe acentuarse al máximo para preservar “el delicado mundo de las reacciones económicas” de un tratamiento penal excesivo. Además, se dice, las actividades económicas “se desarrollan en el entorno de lo que ha dado en llamarse moral de frontera, es decir, donde la aplicación de los conceptos de antijuridicidad y culpabilidad tropiezan con dificultades de perfil”.

Desde esta posición teórica, que es aceptada por una gran parte de la judicatura, los grandes agentes económicos de nuestra sociedad pueden respirar tranquilos. El Código penal, por mucho que se definan nuevos delitos, sólo les rozará. Para la actividad económica los limites de la antijuridicidad se ensanchan hasta quedar justificadas cualquier clase de conductas delictivas y la culpabilidad penal se convierte en el ejercicio responsable de una función social. Casi todo les está permitido.

Por lo tanto, la futura criminalización y persecución penal de los delitos socio-económicos solo será practicable si los jueces –paralelamente al proceso de renovación democrática del Poder Judicial– asumen enteramente la defensa de los intereses colectivos en la aplicación e interpretación de la Ley. Para ello bastaría, primero, que los jueces cumplieran consecuentemente el art. 53-3 de la Constitución que les obliga a proteger los llamados derechos económicos y sociales. Y, en segundo lugar, el cumplimiento del mandato constitucional del art. 9-2 que obliga a todos los poderes públicos, incluyendo a los jueces, a impulsar un régimen progresivo de igualdad ante la ley de todos los ciudadanos.

Solamente desde esta renovación, a través de la cual la Justicia responderá efectivamente a su fundamento en la soberanía popular, el sistema penal podrá comenzar a corregir su profunda desigualdad y avanzará, dentro de grandes limites, en la protección eficaz de la sociedad.

Este texto es una Comunicación presentada en las Jornadas sobre «Proceso democrático y crisis judicial» que, organizadas por el Centre de Treball y Documentació, se celebraron en Barcelona en Diciembre de 1980. Carlos Jimenez Villarejo es fiscal.
Nota
  1. Que, en aras de la «defensa social», sigue haciendo un uso exasperado de la amenaza penal para imponer ciertas concepciones ideológicas con fines esencialmente intimidatorios.
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