De los dos partidos del turno dinástico, PP y PSOE, el segundo ha funcionado como la auténtica columna vertebral del régimen. No sólo le ha otorgado legitimidad democrática en los primeros compases de la Transición, frente a la patina postfranquista de UCD y PP, como se evidenció tras el 23F, sino que sirvió como alternativa moderadora frente a las grandes tensiones desencadenadas por el gobierno del PP en el segundo mandato de José María Aznar. La victoria de José Luis Rodríguez Zapatero tras la crisis de Estado generada tras los atentados islamistas del 11M es quizá la más clara muestra de ello.
Justamente, el fracaso de la política reformista de Zapatero, que pretendió impulsar una serie de reformas institucionales para abrir lo que se denominó una segunda Transición, precipitaron una nueva fase determinada por la lenta descomposición del sistema de la segunda Restauración Borbónica. En efecto, Zapatero intentó encarar una serie de cambios –frente a la feroz oposición del PP- que habrían de culminar en una reforma limitada de la Constitución y cuyo exponente más visible fue el Estatut d’Autonomia de Catalunya que había de desbrozar la senda para una reforma federalizante del título VIII de la Carta Magna española. El fracaso de esta vía reformista abrió la espita del movimiento independentista en Catalunya, tras la sentencia del Tribunal Constitucional. La magnitud del desastre no pudo ser compensada por el éxito derivado del abandono de ETA de la lucha armada y de la vuelta del PNV a la senda constitucional tras aparcar el Plan Ibarretxe. De este modo, el pleito de las nacionalidades se trasladaba de escenario geográfico de Euskadi a Catalunya.
A este fracaso de la vía reformista desde arriba de Zapatero, se unieron los efectos devastadores de la crisis financiera y económica, que el presidente socialista estuvo negando hasta que ésta alcanzó proporciones catastróficas (recordemos la polémica nominalista sobre la llamada desaceleración) y de la reforma exprés del artículo 135 de la Constitución junto con el PP. Precisamente en el sentido diametralmente contrario a la vía progresista propugnada por el PSOE de Zapatero en su primer mandato presidencial.
Un síntoma de la profundidad del malestar de la ciudadanía, no sólo por el impacto social de la crisis económica, sino por el manifiesto fracaso de la reforma desde arriba del sistema institucional, fue la eclosión del 15M. Este movimiento espontáneo y que nadie supo prever, mostró la irrupción de nueva generación en la vida pública que reclamaba una transformación radical de la arquitectura institucional del régimen y su sistema de partidos, pero también un cambio en la oligárquica distribución de la riqueza del país donde la crisis económica está generando un empobrecimiento generalizado de las clases asalariadas y un incremento sin precedentes de la desigualdad social. Todo ello agravado por una cadena interminable de escándalos de corrupción -desde la Casa Real hasta el último de los ayuntamientos- que socavaban profundamente la legitimidad política y moral del régimen. Al punto que condujeron a la abdicación de Juan Carlos I, salpicado por el caso Nóos y símbolo del grado de descomposición del régimen.
Contradicciones de fondo
Al mismo tiempo que las plazas de las principales ciudades españolas se llenaban con los jóvenes (y no tan jóvenes) del 15M, el PP encaraba un ciclo electoral que le otorgó el poder en la mayoría de grandes municipios y comunidades autónomas del país y que culminó con una aplastante mayoría absoluta en el gobierno del Estado. Un triunfo que se explica no tanto por las excelencias del programa del PP, sino por el hundimiento del PSOE de Zapatero y Rubalcaba.
Estos cuatro años, más casi uno en funciones, de gobierno de Rajoy no sólo han conducido a la exacerbación, en todos los órdenes de la vida pública, de las tensiones observadas en la última etapa de la presidencia de Zapatero, sino que han propiciado la formación de Podemos como expresión política del movimiento 15M. Es decir, como el intento –no exento de contradicciones- de ensayar desde fuera del sistema de partidos las reformas en profundidad que el PSOE de Zapatero había sido incapaz de cristalizar.
El bloqueo institucional derivado de las dos últimas elecciones generales resulta expresivo de la profundidad de la crisis del régimen y de su sistema de partidos. El denominado bipartidismo imperfecto, donde PSOE y PP se turnaban en el poder con el concurso de los nacionalistas catalanes y vascos como formaciones bisagra, resultó cuestionado pero no destruido. Las fuerzas emergentes, Podemos y Ciudadanos, no obtuvieron los resultados electorales que les permitan ser el recambio a PSOE y PP respectivamente, pero su notable fuerza parlamentaria imposibilita el turno dinástico tradicional. Además, la deriva secesionista del nacionalismo catalán les inhabilita para ejercer de bisagra entre los dos grandes partidos estatales.
El estallido del PSOE se revela como otro síntoma de la profundidad de la crisis del régimen pues afecta al partido que gestionó las grandes crisis de Estado como ocurrió tras el 23F o el 11M. Una crisis que, de algún modo, concentra dentro del partido las contradicciones del régimen. La forma cómo ha sido descabalgado Pedro Sánchez muestra la existencia en su interior de un sector oligárquico representado por los llamados barones, cuyo propósito es mantener intactas las estructuras del sistema, cuyo único garante hoy por hoy es el PP, y otro sector que considera que para asegurar su supervivencia es preciso encarar reformas estructurales que, con la actual correlación de fuerzas, solo pueden ser abordadas con el concurso de Podemos.
En efecto, la mera sospecha que Sánchez pudiera articular un gobierno alternativo al PP con el partido de Pablo Iglesias ha desencadenado el denominado “golpe de Estado” del aparato. Ahora bien, la fractura generada entre los barones que controlan el partido y la militancia socialista hace prever que en unas primarias, si Sánchez decide presentarse, pueda alzarse con la victoria, con lo cual el problema volvería a plantearse en toda su crudeza.
Ciertamente, se podría argüir que la victoria pírrica de los barones del PSOE facilita extraordinariamente la investidura de Mariano Rajoy. Además, la debilidad socialista, propicia que su hipotética abstención se haga prácticamente de modo incondicional y que incluso pueda ser inútil pues finalmente el PP se decante por unas terceras elecciones para ampliar su mayoría. De esta manera se podría inaugurar un ciclo político hegemonizado electoralmente por el PP, con el apoyo de Ciudadanos, dada la manifiesta incapacidad de la izquierda para articular una alternativa política. Especialmente cuando, tras las primeras generales del 20D, todo parecía favorecer una correlación de fuerzas para desalojar al PP del poder y emprender una operación de regeneración de la vida pública.
No obstante, un gobierno del PP, ya sea mediante la abstención del PSOE o unas terceras elecciones, exasperará las tensiones estructurales y aumentará significativamente la desafección de crecientes sectores de la población respecto a un régimen incapaz de reformarse. También puede favorecer el crecimiento de Podemos a costa de un PSOE que ha habría dejado por el camino gran parte de su credibilidad no ya como partido de izquierdas, sino como alternativa democrática al ejecutivo corrupto e inmovilista del PP. En este sentido, el incremento de apoyos al PP en las segundas elecciones, su victoria en Galicia o su eventual crecimiento electoral en unos hipotéticos terceros comicios no deben engañarnos sobre estas contradicciones de fondo.
En definitiva, el estallido del PSOE y un eventual gobierno de Rajoy significarán un gradiente más en la lenta e imparable descomposición del régimen de la Transición, al verse bloqueadas las salidas regeneracionistas y reformistas. Una situación que, además, se agravará por las consecuencias del proceso soberanista catalán que, tras cinco años de movilizaciones, entra en su recta final. La ausencia de un escenario reformista en el gobierno del Estado alimentará los argumentos independentistas en torno al mantra que “España es irreformable” y hacen prever un choque de trenes de dimensiones imprevisibles.
Ilustraciones de @_elultimomono y @ARTSENALJH
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