En su apartamento en Bagdad (Irak), mis amigos me cuentan cómo les impactaron los horrores de la guerra ilegal impuesta por los Estados Unidos en 2003 contra su país. Yusuf y Anisa son miembros de la Federación de Periodistas de Irak y ambos tienen experiencia como periodistas independientes para empresas de comunicación occidentales que llegaron a Bagdad en medio de la guerra. La primera vez que fui a cenar a su apartamento, en el bien situado barrio de Waziriyah, me llamó la atención que Anisa –a quien yo había conocido como una persona laica– llevara un velo sobre el rostro. “Llevo este pañuelo”, me dijo Anisa más tarde por la noche, “para ocultar la cicatriz que tengo en la mandíbula y el cuello, la cicatriz que me hizo una herida de bala de un soldado estadounidense que entró en pánico después de que estallara un IED [artefacto explosivo improvisado] junto a su patrulla”.
Antes, Yusuf me había llevado por los alrededores de la ciudad de Nuevo Bagdad, donde en 2007 un helicóptero Apache había matado a casi veinte civiles y herido a dos niños. Entre los muertos había dos periodistas que trabajaban para Reuters, Saeed Chmagh y Namir Noor-Eldeen. “Aquí es donde los mataron”, me dice Yusuf mientras señala la plaza. “Y aquí es donde Saleh [Matasher Tomal] aparcó su miniván para rescatar a Saeed, que aún no había muerto. Y aquí es donde los apaches dispararon contra el vehículo, hiriendo gravemente a los hijos de Saleh, Sajad y Duah”. Me interesaba este lugar porque todo el incidente fue grabado por el ejército estadounidense y publicado por Wikileaks como “Asesinato colateral”. Julian Assange está en prisión en gran parte porque dirigió el equipo que difundió este vídeo (ahora ha recibido el derecho a impugnar ante un tribunal del Reino Unido su extradición a los Estados Unidos). El vídeo presentaba pruebas directas de un horrible crimen de guerra.
“Nadie en nuestro barrio ha quedado indemne de la violencia. Somos una sociedad traumatizada”, me dijo Anisa por la noche. “Por ejemplo, mi vecina. Perdió a su madre en un atentado y su marido está ciego a causa de otro atentado”. Las historias llenan mi cuaderno. Son interminables. Todas las sociedades que han sufrido el tipo de guerra al que se enfrentan los y las iraquíes, y ahora los y las palestinas, quedan profundamente marcadas. Es difícil recuperarse de tanta violencia.
Mi tierra envenenada
Estoy caminando cerca de la Ruta Ho Chi Minh en Vietnam. Los amigos que me están mostrando la zona señalan los campos que la rodean y dicen que esta tierra ha sido tan envenenada por el Agente Naranja (un herbicida) lanzado por los Estados Unidos que no creen que se puedan producir alimentos aquí durante generaciones. Los EE. UU. arrojaron al menos 74 millones de litros de productos químicos (en su mayoría Agente Naranja) sobre Camboya, Laos y Vietnam, centrándose durante muchos años en esta línea de suministro que iba del norte al sur. La pulverización de estos productos químicos alcanzó los cuerpos de al menos cinco millones de vietnamitas y mutiló la tierra.
La periodista vietnamita Trân Tô Nga publicó Ma terre empoisonnée (Mi tierra envenenada) en 2016 como una forma de llamar la atención sobre la atrocidad que ha seguido afectando a Vietnam más de cuatro décadas después de que los Estados Unidos perdieran la guerra. En su libro, Trân Tô Nga describe cómo en 1966, siendo periodista, un Fairchild C-123 de las Fuerzas Aéreas estadounidenses la roció con un extraño producto químico. Se limpió y siguió adelante por la selva, inhalando los venenos lanzados desde el cielo. Dos años después nació su hija, que murió en la infancia por el impacto del agente naranja en Trân Tô Nga. “La gente de ese pueblo de allí”, me dicen mis guías, nombrando el pueblo, “da a luz a niños con graves defectos generación tras generación”.
Gaza
Estos recuerdos vuelven en el contexto de Gaza. La atención se centra a menudo en los muertos y en la destrucción del paisaje. Pero hay otras partes perdurables de la guerra moderna que son difíciles de calcular. Está el inmenso sonido de la guerra, el ruido de los bombardeos y de los gritos, los ruidos que calan hondo en la conciencia de pequeñas infancias y los marcan para toda la vida. Hay niños y niñas en Gaza, por ejemplo, que nacieron en 2006 y ahora tienen dieciocho años, que han visto guerras al nacer en 2006, luego en 2008-09, 2012, 2014, 2021, y ahora, 2023-24. Los intervalos entre estos grandes bombardeos han estado salpicados por bombardeos más pequeños, igual de ruidosos y mortíferos.
Luego está el polvo. La construcción moderna utiliza una serie de materiales tóxicos. De hecho, en 1982, la Organización Mundial de la Salud reconoció un fenómeno llamado “síndrome del edificio enfermo”, que es cuando una persona cae enferma debido al material tóxico utilizado para construir los edificios modernos. Imaginemos que una bomba MK84 de 2.000 libras cae sobre un edificio e imaginemos el polvo tóxico que vuela y permanece tanto en el aire como en el suelo. Esto es precisamente lo que respiran ahora las infancias de Gaza mientras los israelíes lanzan cientos de estas mortíferas bombas sobre barrios residenciales. Ahora hay más de 37 millones de toneladas de escombros en Gaza, gran parte de ellos llenos de sustancias tóxicas.
Todas las zonas de guerra siguen siendo peligrosas años después del alto el fuego. En el caso de esta guerra contra Gaza, ni siquiera el cese de las hostilidades pondrá fin a la violencia. A principios de noviembre de 2023, Euro-Med Human Rights Monitor calculó que los israelíes habían arrojado 25.000 toneladas de explosivos sobre Gaza, lo que equivale a dos bombas nucleares (aunque, como señalaron, Hiroshima se asienta sobre 900 metros cuadrados de tierra, mientras que los metros cuadrados totales de Gaza son 360). A finales de abril de 2024, Israel había lanzado más de 75.000 toneladas de bombas sobre Gaza, lo que equivaldría a seis bombas nucleares. Las Naciones Unidas estiman que se necesitarían 14 años para eliminar los artefactos explosivos sin detonar en Gaza. Eso significa que hasta 2038 seguirá muriendo gente a causa de este bombardeo israelí.
En la repisa del modesto salón del apartamento de Anisa y Yusuf hay una pequeña bandera palestina. Junto a ella hay un pequeño trozo de metralla que alcanzó y destruyó el ojo izquierdo de Yusuf. No hay nada más sobre ella.