La crisis de Ucrania “no es algo que queramos ver”, dijo Xi Jinping a Joe Biden en su última cumbre virtual. Y China tiene sobradas razones para justificar dicha posición. Culturalmente hostil a los enfrentamientos militares directos, aun reconociendo su proximidad estratégica al Kremlin y su rechazo de esa arrogancia estadounidense que le conmina a la genuflexión permanente, su agenda apunta en otra dirección. Para China, cuando las principales economías debieran estar centradas en la recuperación pos-pandémica, en la recomposición de las cadenas industrial y de suministro mundiales, esta guerra no puede ser más inoportuna y dañará las condiciones de vida de muchas personas en todo el mundo.
La abstención ante el conflicto es una actitud compartida por no pocos países en la comunidad internacional, especialmente, naciones en desarrollo. Pero no significa inhibición. De hecho, Beijing viene desarrollando una importante labor diplomática aunque se resista a liderar una mediación, tal como le “exigen” algunos. Lo hace a partir de postulados propios: defensa de la soberanía e integridad territorial, rechazo de la guerra y las sanciones, diálogo y negociación como salida fundamental. Se trata de un ejercicio de independencia que también excluye elegir bando, a pesar de las presiones que le llegan, fundamentalmente, de Washington.
Aunque China suscriba una relación privilegiada con Rusia, y aunque la relación con EEUU siga deteriorándose inexorablemente, con reproches mutuos al alza, la prioridad para Beijing sigue siendo desarrollar su economía y cumplir con sus planes de modernización. A ese interés se supedita todo lo demás. Igualmente, si tenemos en cuenta que dentro de seis meses se celebrará el XX Congreso del Partido Comunista, cabe imaginar que se lo pensará mucho antes de asumir riesgos que puedan suponer entrar en una dinámica de represalias por haberse involucrado en una hipotética moderación de los efectos de las sanciones contra Moscú. La estabilidad es la palabra de orden hoy día en China.
Un lamento por Europa
Europa se enfrenta ahora a otra grave crisis que llueve sobre mojado. Los planes de China eran otros. Un buen ejemplo es el acuerdo al que llegó con París hace apenas un mes. Con el Elíseo muy dolido aún por la jugada de EEUU con Australia forzando la anulación de un contrato multimillonario de submarinos, China aceptaba, por ejemplo, formalizar una alianza para la gestión compartida de varios proyectos de infraestructura en terceros países por valor de 1,7 billones de dólares. Se trata de un gran paso en la dirección constructiva con Europa y que a China tanto le interesa. A EEUU, obsesionado con la pugna hegemónica, no tanto. Pero Europa debe pensar por sí misma, cosa que no siempre hace ahora. Ni siquiera con esta guerra incendiando el continente. Nos dejamos llevar por la agenda geopolítica de Washington. Tocar a rebato ahora para un supuesto renacimiento occidental contra China y Rusia, metiendo los dos países en el mismo saco, solo contribuye a alentar dinámicas de bloques antagonistas y resucitar guerras frías trasnochadas. ¿No debiera movilizarse Europa para evitarlo? ¿Podemos extraer lecciones de aventuras pasadas? ¿Se acuerdan, por ejemplo, del embarque con el presidente encargado Guaidó a quien ahora consideran un desecho político en Washington sin que la UE diga ni mu?
Si disponemos las piezas crematísticas sobre la mesa, algunos datos son evidentes. Hoy día, para Beijing, las relaciones con Estados Unidos y Europa son más importantes que las de Rusia. La preferencia contable, que es una exigencia estratégica ineludible, es contundente a pesar de los importantes contratos de gas y petróleo y de las compras de cereales a precios de saldo que sacian en parte la bulimia china (el nuevo gasoducto Rusia-China a través de Mongolia, concluido a principios de marzo, tiene una capacidad anual de 50.000 millones de metros cúbicos, equivalente al North-Stream 2).
Las cifras lo confirman. Entre 2015 y 2020, la inversión china en Rusia al margen de los hidrocarburos cayó de casi 3.000 millones de dólares a solo 500 millones. Al mismo tiempo, y a pesar de un grave descenso debido a la aprobación de leyes destinadas a frenarlas, en Europa siguen acercándose a los 10.000 millones de euros, es decir, 20 veces más.
Con Estados Unidos, donde las empresas chinas invirtieron 38.000 millones de dólares en 2020, la diferencia es aún más sustancial. Si nos fijamos en el comercio, punto fuerte indiscutible de China, las diferencias muestran, más allá de las apariencias, una irresistible atracción china por el mercado estadounidense. En 2021, el comercio entre Estados Unidos y China ascendió a casi 700.000 millones de dólares, mientras que el comercio con Rusia, a pesar de un rápido aumento desde 2020, se limita a 140.000 millones de dólares anuales, la mayor parte de los cuales consiste en importaciones chinas de gas y petróleo. El déficit para la Casa Blanca, por cierto, asciende a la mitad de aquella cifra. De nada ha valido la guerra comercial y Europa debiera abogar por ponerle fin cuanto antes y evitar que se traslade el foco a dimensiones y escenarios más turbulentos aun (Taiwán, por ejemplo).
Realismo chino
En definitiva, la crisis ucraniana, que ha engullido, por obra y gracia de Putin, las tímidas diferencias que habían surgido entre la UE y Estados Unidos, por ahora inflexibles frente a Rusia, recuerda a China donde están sus intereses básicos y quiénes son los socios indispensables para proseguir la senda de su modernización, que tanto esfuerzo le ha costado transitar.
La invasión de Ucrania por parte de Rusia, sin alterar su discurso de amistad con Moscú, obliga a China a ejercitar una moderación activa que, por otra parte, le permitirá incrementar su influencia y su respetabilidad entre los países africanos, asiáticos o latinoamericanos con quienes comparte un lenguaje y una visión común. Porque ese mundo, más allá del nuestro, también cuenta. Para China, mucho.