Hace cuatrocientos mil años, un miembro de una especie humanoide ancestral fabricó un hacha de mano. Como otras hachas, esta se creó dando la forma deseada a una roca mediante un ingenioso proceso consistente en desprender esquirlas golpeando un núcleo de piedra. La herramienta resultante era del tamaño de una mano y de bordes afilados. Se caracterizaba por su excepcional calidad y por el material de que estaba hecha: una variedad de cuarzita de color rojo oscuro, un color que recuerda el de la sangre. Probablemente no se utilizó para cortar. No podemos estar seguros de cómo llegó hasta allí, pero fue el único artefacto encontrado en un hoyo en el que el grupo del que formaba parte el hombre que lo creó sepultaba a sus muertos. Es muy probable que sea la primerísima ofrenda fúnebre. Los arqueólogos que desenterraron esta hacha de mano de color se quedaron tan impresionados que decidieron ponerle de nombre “Excalibur”, por la espada de la leyenda artúrica.[1]
Excalibur no es un ejemplar único. Más o menos por la misma época hay pruebas de un notable desarrollo en la actitud hacia la producción de hachas. En algunos lugares había muchas más hachas (también conocidas como “bifaces”) de las necesarias por motivos puramente funcionales. En aproximadamente el 1-2 por ciento de los casos, se tomaba un enorme e innecesario cuidado en hacer hachas bilateralmente simétricas.[2] Algunas de las más simétricas y más sofisticadamente elaboradas no muestran señales de haber sido utilizadas. Algunas son de un tamaño desmesurado o tienen una forma que no las hace fácilmente utilizables. Otras aprovechan la presencia de fósiles o de vetas minerales en la roca. Todo esto sugiere que quienes las fabricaban perseguían algo más que su utilidad básica.
El filósofo Gregory Currie describe una de estas hachas del siguiente modo:
Es un trozo de piedra tallada en forma de lágrima alargada y aproximadamente simétrica en dos dimensiones, con una torsión en la simetría para retener un fósil incrustado en ella. Por su forma y su tamaño no parece que fuera un instrumento muy útil para cortar carne, y está trabajado hasta un punto que no guarda proporción alguna con ningún uso probable. Si bien sería excesivo calificarla de “obra de arte temprana”, sugiere al menos la presencia de una sensibilidad estética.[3]
Por “sensibilidad estética”, Currie se refiere a un sentido para la creación o la apreciación de la belleza, como explicaré con más detalle en el capítulo 1. Las respuestas estéticas positivas implican normalmente un enfoque emocionalmente elevado en el atractivo o la espectacularidad de un objeto.
Otros muchos comentaristas, entre los que me cuento, compartimos la opinión de que los que fabricaron estas hachas buscaban un efecto estético.[4] Y si estamos en lo cierto, podemos afirmar que el gusto por la creación y la apreciación de la belleza estaba ya presente en nuestros antecesores humanoides.
¿Quiénes eran estos estetas y qué relación mantenemos con ellos? Hace unos cinco millones de años o más, una criatura primitiva de aspecto simiesco dio origen a dos líneas genealógicas. Uno de estos linajes se extiende hasta nuestro pariente primate vivo más cercano, el chimpancé, y en él están también los bonobos, los gorilas y los orangutanes. La otra línea procedente de nuestro distante precursor implica una red ramificada de especies –la especie Homo y antes de ella los Australopitecos (especie a la que pertenece la famosa y muy documentada “Lucy”), los Parántropos y los Ardipitecos. Nosotros –es decir, el Homo sapiens– surgimos en África hace unos 200.000 años. Todas las otras ramas de esta línea genealógica, con excepción de la que lleva hasta nosotros, terminan con extinciones. La extinción más reciente de una especie Homo fue la de los neandertales (Homo neanderthalensis) hace unos 35.000 años, en lo que hoy es Europa. Todas las especies que forman parte de esta segunda línea de descendencia, incluido el Homo sapiens, se conocen colectivamente como “homininos”.
En nuestro linaje, fueron miembros de una antigua especie de homininos los primeros que utilizaron herramientas de piedra hace 2,6 millones de años. Las primeras hachas de piedra aparecieron hace 1,65 millones de años. Excalibur la fabricó un miembro de una especie más reciente, Homo heidelbergensis, que a su vez dio lugar tanto a los neandertales como, algo más tarde, a los humanos modernos.[5]
Hay otras pruebas que respaldan la hipótesis de que algunas especies ancestrales de Homo estaban interesadas en estetizar su aspecto. El ocre empezó a recolectarse hace 300.000 años. Los arqueólogos creen que se utilizaba como decoración personal. Por supuesto hemos de ser cautos y no podemos asumir que el ocre tuviese siempre un significado estético para quienes lo utilizaban. Entre las aplicaciones alternativas propuestas están: como conservante para pieles, como medicina, como crema protectora solar y repelente de insectos, como ingrediente para hacer colas y fijar el mango de algunas herramientas de piedra, como abrasivo para pulir, y para estimular (y también para enmascarar) la menstruación. De todos modos, hay pruebas de que preferían los rojos más fuertes y puros, lo que indica que a veces el color era importante. Si esto era porque el color hacía más atractiva o embellecía más eficazmente a la persona que se pintaba con ocre, podemos deducir que su uso era eminentemente estético.[6]
Existen evidencias aún más claras del interés por el embellicimiento de las personas y de sus posesiones a partir de la llegada de los humanos anatómicamente modernos. En la cueva de Blombos, en Sudáfrica, se han encontrado miles de “lápices” de ocre que tienen una antigüedad de 77.000 años. Y la adopción de ornamentos como decoración personal es otro indicio de creación estética si eran hechos y utilizados para mejorar la apariencia del portador. Estos ornamentos eran comunes hace 40.000 años, aunque se conocen ejemplos más tempranos, como las conchas perforadas del abrigo de Es-Skhul, Israel, de hace 100 mil o 135 mil años, y las de la cueva de Dar es-Soltán, en Marruecos, de hace 128 mil años.[7]
Se hacían adornos con conchas marinas, huevos de aves, caracoles, dientes, cuernos, huesos, marfil, ámbar y piedras como la esteatita y el jade.[8] Además de fijarse a la ropa, adoptaban la forma de abalorios, cinturones, collares, pendientes y amuletos. A veces estos materiales eran transportados lejos de sus fuentes.
En unos enterramientos de hace unos 28 mil años en Sungir, Rusia, un hombre de unos 60 años tenía casi 3.000 abalorios y fragmentos sobre el cuerpo, y 25 brazaletes de marfil de mamut en los brazos, mientras que dos niños tenían casi 10.000 abalorios, unas lanzas hechas de marfil de mamut alisado, y un cinturón decorado con 250 caninos de zorro polar.[9]
Igual que los humanos modernos, en el último período de su existencia los neandertales aparentemente tenían abalorios. El punto de vista actual, aunque un tanto polémico, es que ello no se debía a que imitasen a sus vecinos Homo sapiens.[10]
Algunos comentaristas consideran que los ornamentos creados por los humanos modernos son obras de arte.[11] Como veremos, no tengo ningún problema en respaldar un punto de vista generoso y amplio de qué es arte que incluye lo decorativo. Además, es verosímil inferir que el arte data de la época en que aparecen el pensamiento y el comportamiento simbólicos, hace más de 50 mil años.[12] Unas barritas de ocre con grabados abstractos encontradas en la cueva de Blombos[13] se interpretan como evidencia de comportamiento simbólico en una fecha muy temprana, hace 78 mil años. El comportamiento simbólico se asocia con el desarrollo de lo que se conoce como modernidad psicológica (o comportamental).[14] Implica la referencia o la representación de relaciones abstractas, como cuando un patrón o marcador denota estatus social o pertenencia a un clan. Alternativamente, se da cuando alguien se refiere a o representa algo que no está inmediatamente presente, como cuando se representa en un dibujo una escena que sucede en el pasado. Con la llegada de la modernidad psicológica tratamos ya con humanos que tienen unas mentes –percepciones, intenciones, deseos, emociones– así como unos cuerpos como los nuestros. Y en este sentido son potencialmente artistas.
Calificar de “arte” a los adornos a base de abalorios es considerado polémico por algunas personas, que ven en ello una dilución inapropiada de la noción de arte. Pero podemos permitirnos ser agnósticos acerca del estatus artístico de los ornamentos personales argumentando a favor de la existencia de arte prehistórico de creación humana, porque tenemos muchos ejemplos incontestables de arte creados en el período conocido como Paleolítico Superior (o Pleistoceno tardío). Entre estos ejemplos se cuentan las pinturas de las cuevas francesas de Chauvet (de hasta hace 37 mil años), Cosquer (entre 27 mil y 19 mil años), Cougnac (25-20 mil años), Pech Merle (20 mil años) y Lascaux (19 mil años), y las de la cueva de Altamira en España (12,5 mil años). Cierto es que estas cuevas a veces contienen garabatos y graffitis eróticos además de pinturas que presentan carencias técnicas en la representación de animales. Pero muchas de estas pinturas rupestres muestran una habilidad artística impresionante así como fuerza, grandeza y elocuencia en abundancia. Es sabido que Pablo Picasso reconoció la calidad de estas obras con esta observación: “Después de Altamira, todo es decadencia”.
Unos cuantos autores cuestionan el estatus artístico de estas pinturas, se manifiestan neutrales al respecto o escriben la palabra “arte” entre comillas. Pero la inmensa mayoría de expertos las consideran arte sin matices ni vacilaciones. Y aunque están seguros de que estas pinturas son arte, desconocen qué significado tenían para sus autores. Hay diversas teorías al respecto: que tenían una significación religiosa y que las paredes de las cuevas eran consideradas como una especie de membrana entre el mundo terrenal y el inframundo; que eran el resultado del uso de alucinógenos; que eran una especie de calendarios, una forma mágica de propiciar la caza o una forma de “arte por el arte”. Pero nadie lo sabe con certeza.[15]
El filósofo Peter Lamarque resume muy bien el problema:
Por un lado, las cualidades perceptivas de las pinturas rupestres invitan naturalmente a una descripción en términos estéticos o de historia del arte. Se han estudiado las técnicas, pigmentos y materiales, y se ha comentado extensamente la forma y la textura de las pinturas, la forma en que las características naturales de las paredes de la cueva son explotadas, los motivos recurrentes, la fidelidad de la representación naturalista (que facilita la identificación de los temas), y la simple fuerza, economía de medios y vitalidad de las representaciones. Por otro lado, las pinturas siguen siendo un completo misterio; son ininterpretables, y desconocemos la función que desempeñaron en la vida cultural o social de los pueblos que las realizaron, así como las actitudes, aspiraciones, valores y creencias de quienes las contemplaron.[16]
Y sin embargo, si bien no sabemos exactamente por qué se hicieron estas pinturas, teniendo en cuenta las dificultades que implicaba su creación podemos afirmar con certeza que tienen que haber sido muy importantes para quienes las realizaron. Tuvieron que arrastrarse por el subsuelo iluminados solamente con velas o lámparas. Erigieron andamios para poder pintar en las partes más elevadas de las paredes y en el techo de las cuevas. Algunos de los pigmentos utilizados tuvieron que prepararlos calentándolos a una temperatura muy elevada.[17] Y estas pinturas se crearon no cuando la vida era fácil, sino cuando la tierra estaba cubierta de hielo y las condiciones climáticas eran muy duras.[18]
En mi opinión, estamos obligados a considerar estas obras como obras de arte porque podemos identificarnos sin esfuerzo con sus creadores. Si las pintásemos nosotros sería incuestionable que serían arte, aunque la motivación principal a la hora de realizarlas fuese la de servir una función práctica, posiblemente religiosa, y no la de contemplarlas desinteresadamente. Dicho de otro modo, estas pinturas rupestres ponen de manifiesto de un modo transparente la existencia de unos instintos artísticos que compartimos. Robin Dunbar, un antropólogo y psicólogo evolucionista, lo expresa de este modo:
Esta efusión de destreza artística nos habla a través de los milenios. He ahí un pueblo que no era tan diferente de nosotros, porque lo que a nosotros nos parece bello también a ellos les parecía bello.[19]
Lamarque se suma al consenso cuando concluye que los creadores de las pinturas rupestres no solo tenían una sensibilidad estética y unos objetivos estéticos, sino que buena parte de lo que produjeron cabe considerarlo como arte.
El mismo cuidado y destreza aplicados a la creación de representaciones bellas resulta inmediatamente evidente en algunas antiguas estatuillas talladas o cocidas. Entre ellas destacan un mamut y un caballo tallados en marfil de mamut encontrados en la cueva de Vogelherd, Alemania (32 mil años), una persona-león tallada igualmente en un colmillo de marfil de mamut descubierta en la cueva de Hohlenstein Stadel, Alemania (32 mil años), la estatuilla de Venus de hueso de Kostenski, Rusia (30 mil años), y la Venus de cerámica de Dolní Věstonice, República Checa (26 mil años). La evocadora Venus de marfil de Brassempouy, Francia (25 mil años) sobrevive como una cabeza y un cuello de mujer. Una lámpara con un íbex pintado en la parte inferior encontrada en la cueva de La Mouthe, Francia (hace unos 19 mil años) pone de manifiesto que la decoración pretendía añadir un valor estético a un objeto utilitario.[20]
Pero posiblemente el ejemplo más impresionante es un propulsor de lanza –el nombre técnico es “atlatl”– encontrado en Le Mas d’Azil, Francia (unos 20 mil años). El motivo tallado en dicho propulsor –la representación de un íbex o un rebeco– está perfectamente integrado en la función utilitaria del objeto. El animal, con la cola levantada, es representado mirando sobre su espalda, todo él perfectamente moldeado para que se acomode al asta de la lanza y para preservar la fuerza del propulsor.[21] Si bien hay quien cree que el arte tiene que ser no funcional, argumentaré que muchas excelentes obras de arte no solo son funcionales, sino que recurren claramente a sus propiedades estéticas para llevar mejor a cabo su propósito práctico.
También tenemos ejemplos prehistóricos de instrumentos musicales. El más antiguo es una flauta de hueso de buitre de hace más de 35 mil años.[22] Tambores y sonajeros también son posiblemente antiguos pero es poco probable que sea posible reconocerlos como tales –pieles y membranas tensadas sobre un marco de madera no pueden sobrevivir, y algunos objetos naturales pueden funcionar como tambores cuando son golpeados con palos o piedras.[23] Nótese también que el arco de caza es un diseño antiguo (64 mil años) y puede hacer las veces de instrumento musical cuando es punteado o pulsado, como hacen en muchas comunidades de cazadores-recolectores.[24]
Con el fin de contrarrestar el sesgo eurocéntrico de generaciones anteriores de arqueólogos, es importante señalar que estos antiguos desarrollos artísticos no se limitan a Europa. Las pinturas rupestres de los aborígenes australianos, por ejemplo, son de una antigüedad comparable y tienen también una gran fuerza simbólica y una gran calidad artística.
Nuestro tema
El hecho de considerar la búsqueda de experiencias estéticas por parte de nuestros precursores homininos y la creación del arte prehistórico por los humanos suscita un montón de preguntas.
¿Qué es lo que hace que algo sea estéticamente valioso o bello? ¿Varía esto con la naturaleza del objeto en cuestión y en función de su ubicación cultural?
¿Pertenecen las propiedades estéticas de un objeto al propio objeto o son más bien proyecciones sobre el mismo de quienes lo aprecian?
La creación y la contemplación estéticas ¿implican siempre desentenderse de la función del objeto, como parece sugerir el tamaño desmesurado de ciertas hachas de mano, o podemos manifestar un interés estético legítimo en cómo realiza su función un objeto?
¿Existe alguna conexión entre las nociones de belleza que utilizan los filósofos en sus disquisiciones sobre el arte y la naturaleza, y la que utilizan los psicólogos evolucionistas con respecto al atractivo sexual humano?
¿Existen estándares de valor estético que sean generales o universales?
La experiencia estética es valorada como una fuente de placer y de admiración, pero ¿cuál es su utilidad o propósito práctico?
Volviendo al arte, ¿qué es lo que hace que podamos considerar algo como una obra de arte?
¿Se agota el valor y el interés del arte en la apreciación de las propiedades estéticas de las obras de arte, o tienen estas obras propiedades adicionales igualmente valiosas? Dicho de otro modo: ¿valoramos las obras de arte solamente por su belleza o también tenemos en cuenta su estilo, su expresividad, las referencias que hacen a la tradición, a otras obras, etcétera?
¿Qué relación hay entre las obras de arte funcionales, como las obras del arte religioso que ilustran, describen o representan la historia de la creación de un grupo, y las que solo buscan ser contempladas en y por sí mismas?
¿Hasta qué punto podemos entender y apreciar las obras de arte producidas en una cultura distinta de aquella de la que formamos parte, o las pertenecientes a una tradición que desconocemos?
¿Qué conexión podemos establecer entre las humildes formas de arte doméstico o decorativo y las esotéricas Bellas Artes o el muy refinado y sofisticado arte de vanguardia?
¿Cuál de estas formas representa mejor, si es que alguna lo hace, la verdadera naturaleza del arte, y cuál realiza mejor su propósito principal?
Finalmente, podemos preguntarnos si los comportamientos estéticos y artísticos son universales y tienen un carácter fundacional para la naturaleza humana, como parece implicar la extrema antigüedad de los mismos. Más concretamente, ¿son estos comportamientos un producto de la evolución, ya sea porque contribuyeron directamente a la supervivencia y a la reproducción de nuestros ancestros, o porque son un subproducto de otras cosas que sí lo hicieron? Alternativamente, ¿están los comportamientos estéticos y artísticos tan controlados por lo que es culturalmente arbitrario, que solo mantienen una tenue conexión con la biología?
Estas y otras preguntas similares constituyen la materia prima de este libro. Investigo las posibles conexiones existentes entre nuestras naturalezas humanas biológicamente evolucionadas y culturalmente situadas, por un lado, y por el otro nuestro interés general por la estética, tanto la que se da de forma natural como la creada por la humanidad, así como nuestra propensión a crear obras de arte y apreciarlas.