Durante más de 99 por ciento de su historia el ser humano aprendió a convivir y a dialogar con la naturaleza, al considerarla una entidad sagrada y al concebir a sus principales elementos como deidades. También aprendió a formar colectivos basados en la cooperación y la solidaridad, la sabiduría de los más viejos y el uso de una memoria comunitaria y tribal. Se puede decir que esta fue la fórmula secreta
de la evolución humana. La época de oro de la humanidad tuvo lugar hace unos 5 mil años, cuando cerca de 12 mil culturas, distinguidas por la lengua y distribuidas por todos los hábitats del planeta, aprendieron a vivir en comunidades o aldeas soportadas por relaciones armónicas con sus recursos locales. La aparición de sociedades no igualitarias cada vez más complejas permitió el incremento de la población, del comercio y del conocimiento, pero también desencadenó usos imprudentes de los recursos naturales y la dominación de la mayoría por una minoría autoritaria. La historia que siguió a esa época de equilibrio, no ha sido más que la historia de una doble explotación, social y ecológica, un largo proceso de degradación y decadencia que alcanza su cénit con el advenimiento de la modernidad. Hoy como nunca, a pesar de los avances tecnológicos, informáticos y sociales (como la democracia), la especie humana y su entorno planetario sufren los peores procesos de explotación y destrucción.
En lo que queda de tradicional en el planeta, 7 mil pueblos indígenas con una población estimada en 400 a 500 millones, se encuentran las claves para la remodelación de las relaciones sociales y de las relaciones ecológicas, hoy convertidas en meras formas de explotación del trabajo humano y de la naturaleza. Ello no significa una vuelta romántica al pasado (tentadora opción), sino la síntesis entre tradición y modernidad, que es la disolución de su conflicto. Pues así como no se pueden eliminar los preceptos rescatables de lo tradicional, tampoco se pueden desdeñar los de los tiempos modernos.
La crisis del racionalismo y el rencantamiento del mundo. La ciencia dio lugar al nuevo cosmos oficial
del mundo moderno. El conocimiento científico ha revelado el macrocosmos y el microcosmos, desconocidos ambos por los seres premodernos. Sobre este cosmos profano se montan, a manera de componentes no deseados, toda una serie de otros cosmos, secundarios, marginales o alternativos, que se empeñan por mantener vigente, de mil maneras, un cosmos sagrado.
Pero el imperio de la razón generó a su vez una nueva contradicción. El racionalismo, que ineludiblemente separa al sujeto del objeto de su observación y análisis, profanó una visión del mundo que había prevalecido y operado exitosamente durante el largo pasado, y quebró la unidad que existía entre individuo, cultura y naturaleza. Esta vez la visión secularizada, objetiva y científica de la realidad prometió mitigar la angustia mediante una oferta tentadora: la construcción de un mundo pleno de satisfactores, cómodo y seguro, donde quedarían satisfechas la mayor parte de las necesidades. Este mundo feliz
tendría como sus fundamentos el uso creciente y perfeccionado de los conocimientos científicos y tecnológicos, puntualmente orientados por un ente económico superior: el mercado. La fe en el progreso, el desarrollo y un futuro cada vez mejor, compensó la ausencia de creencias divinas en la que devino la nueva concepción moderna y racional de la realidad. Pero esta sustitución que dejó atrás el encantamiento del mundo, condenó al mono racional a vivir frente a una realidad que se analiza y se fracciona por medio de instrumentos, fórmulas, teoremas, ecuaciones, experimentos, pero que de nuevo carece de un significado como totalidad. El ser moderno ha quedado a la deriva desprovisto de brújula; por ello se hace necesario un rencantamiento del mundo, una reconexión del individuo consigo mismo, con los otros y con la naturaleza, que no es más que el concepto del buen vivir
de las cosmovisiones indígenas.
El individuo olvidado. En un mundo orientado por una racionalidad instrumental, materialista y tecnocrática, las soluciones a la crisis se buscan por lo común en los procesos de innovación tecnológica, los ajustes al mercado, los productos que se consumen, los sistemas de producción, los instrumentos financieros o políticos, los medios masivos de comunicación, y muy rara vez en el individuo, en el ser y sus expresiones más cercanas, sutiles y profundas: su cultura, su comunicación, sus problemáticas, sus relaciones con él mismo y con los demás, incluidas sus maneras de organizarse y de resistir. No se puede buscar la transformación de las estructuras externas
y visibles de los procesos vastos y gigantescos de la sociedad y de la naturaleza, sin explorar el mundo (interno, doméstico y organizacional) del individuo. El ser humano es un ente complejo que busca el equilibrio entre razón y pasión, pensamiento y sentimiento, cuerpo y espíritu. Es un ser cuyas conductas y decisiones se rigen no solamente por el mundo consciente del día, sino por el universo inconsciente de la noche y de los sueños. El ser humano, la cultura a la que pertenece y que recrea, sus vidas cotidianas, y las instituciones y organizaciones que inventa para enfrentar, resistir y remontar la crisis, son las claves ocultas, las dimensiones intangibles que la reflexión crítica debe integrar. Es Occidente por fin mirando a Oriente.
Artículo publicado originalmente en La Jornada
Leer la primera y tercera parte del artículo:
La crisis de la civilización moderna (I)
La crisis de la civilización moderna (III)