Las diferencias entre Estados Unidos y Rusia son notorias: el gobierno de Obama ha intentado limitar la influencia rusa no solamente en Oriente Medio sino también en su periferia, donde Putin intenta reconstruir lazos económicos a través de la Unión Euroasiática con las antiguas repúblicas de la URSS. Washington lanzó el programa de desestabilización en Siria, y en Libia, y ha actuado en Oriente Medio y en Europa sin contar con los legítimos intereses estratégicos de Moscú; como impulsó, financió y apoyó el golpe de Estado en Ucrania, que llegó de la mano de otros golpes de Estado (como en Egipto y Tailandia, además del protagonizado en Kiev) que desmienten de forma categórica las palabras de Obama sobre un nuevo tiempo y unas nuevas formas de relación internacional de Estados Unidos y el resto de países.
Sin embargo, como ya ocurrió en Afganistán y en Iraq, el guión norteamericano previsto no se ha visto refrendado por la realidad. Si bien en Libia la guerra impuesta por Occidente consiguió deponer a Gadafi, aun a costa del caos, la muerte y la devastación actuales, en Siria la financiación de grupos yihadistas, reconvirtiendo aceleradamente las protestas de 2011, llevó a la actual guerra civil que también ha destruido buena parte del país pero no ha conseguido su propósito de derribar a Bachar al-Asad, con la dificultad añadida de que la sangrienta guerra ha reforzado grupos yihadistas como Daesh, que han acabado de escapar al control de sus mentores, aunque mantengan lazos con otra potencias de Oriente Medio aliadas de Estados Unidos: Arabia, Turquía, y, en la trastienda, Israel.
Las diferencias con Rusia son numerosas. En Ucrania, Estados Unidos no insiste a su gobierno cliente de Poroshenko en la conveniencia de cumplir íntegramente los acuerdos de Minsk (con el diálogo directo entre Kiev y el Donbás, la amnistía para los combatientes comprometida, la autonomía para el este del país, y la reforma constitucional), y, con el conflicto y la guerra congelados, espera la ocasión para seguir presionando a Moscú. Sobre Siria, donde tras los bombardeos rusos sobre los grupos yihadistas en los últimos meses, el reforzamiento del gobierno de Damasco ha sido evidente, Estados Unidos ha llegado a la conclusión de que tiene que contar necesariamente con Moscú para resolver la crisis que, además, podría convertirse en una guerra generalizada en Oriente Medio y, más allá, en un enfrentamiento directo entre las grandes potencias. Las difíciles negociaciones de Ginebra se celebran con tres cuestiones donde rusos y norteamericanos divergen radicalmente: uno, el papel de Bachar al-Asad, al que Estados Unidos quiere forzar a dimitir, y que Moscú considera clave para acabar con la guerra; dos, sobre los grupos terroristas presentes en las negociaciones (gracias al apoyo de Arabia y Turquía a facciones responsables de terrorismo a gran escala), y que han formado una coalición bajo los auspicios de Arabia; y, finalmente, sobre la ausencia de los grupos kurdos, que Moscú pretendía que asistiesen, y que la negativa de Turquía y el asentimiento norteamericano, ha hecho imposible. Turquía juega un peligroso papel: quiere acabar con el gobierno de Damasco, aplastar a los kurdos sirios y turcos, y conecta con Arabia para acosar a Irán y limitar su influencia en Iraq, Siria y Líbano. Tras ello, aunque a regañadientes, Washington acepta de momento congelar su pretensión de que Moscú pierda por completo su influencia en Oriente Medio.
Existen otras cuestiones, que, aunque, de momento sean secundarias, tienen una gran importancia en la relación entre Moscú y Washington: la desoladora situación en Libia, convertida en un estado fallido, con dos gobiernos, y con un caos absoluto donde imperan los grupos terroristas y la delincuencia, y donde, increíblemente, ni Francia, ni Gran Bretaña, ni Estados Unidos quieren hacerse responsables del desastre; la cuestión palestina, que no por desaparecida de los grandes medios de comunicación deja de ser menos dramática, con la realidad de emergencia humana en Gaza, y los asesinatos casi diarios del Tsahal en el resto de los territorios palestinos ocupados por Israel; las diferencias sobre Irán, donde se alcanzó un acuerdo sobre materia nuclear, pero Estados Unidos ha vuelto a imponer sanciones a Teherán por su programa de misiles; y, finalmente, sobre la forma de afrontar el fenómeno terrorista y las inacabadas guerras en Oriente Medio, desde Afganistán hasta Iraq, pasando por el Yemen, donde Arabia tiene su agenda propia.
Por si faltasen desacuerdos, Moscú no olvida las diferencias sobre el escudo antimisiles que Estados Unidos y la OTAN están desplegando en Europa y Asia; el avance de las tropas de la OTAN hacia las fronteras rusas, con el establecimiento de nuevos cuarteles generales en los países bálticos y en Bulgaria, Rumania y Polonia; las sanciones económicas decretadas por Estados Unidos contra Rusia, medida que forzó también a imponer a la Unión Europea; la injerencia en los países de la periferia rusa, y finalmente, la pretensión norteamericana de hacer inviable el proyecto ruso de Unión Euroasiática, saboteando los esfuerzos diplomáticas rusos y dificultando los acuerdos económicos en Europa oriental, el Cáucaso y Asia central.
Estados Unidos sabe que ha fracasado su intento de aislar diplomáticamente a Rusia, y cede ante la evidencia del desastre sirio, optando por la mesa de negociaciones que antes desdeñó, y por la necesidad de colaborar con Moscú ante el terrorismo, que, además, tras los últimos atentados de Bruselas, ponen a la Unión Europea ante la certeza de que tanto los millones de refugiados (causados por las guerras) que pretenden alcanzar Europa como los constantes y feroces atentados terroristas son consecuencia de la aventurera política exterior norteamericana. Y pese a la tradicional sumisión de Europa a las decisiones norteamericanas, Washington no puede dejar de escuchar el temor de sus socios europeos. Es la hora de la negociación, y Moscú lo sabe: por eso, Kerry acude a Moscú.