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La reciente publicación en Ediciones del Subsuelo de Los amores de Franz Kafka, de Nahum N. Glatzer, nos brinda la oportunidad de acercarnos de nuevo, aunque en realidad las excusas sean innecesarias, al que quizás sea el escritor más relevante del siglo XX.
No es que sea el más innovador, el más experimental, el más leído; es que Kafka es, casi, el siglo, la modernidad: la técnica, el desarraigo, los conflictos edípicos, la tortura, el cuestionamiento de la Ley, el nihilismo… La bibliografía sobre su obra es, sencillamente, inabarcable; las interpretaciones, incontables; los análisis, minuciosos, y, sin embargo, cada vez que nos enfrentamos a sus textos se abre el mismo enigma al que se enfrentó Tucholsky cuando lo leyó en su época: ¿qué es esto? Psicoanalistas, estructuralistas, marxistas, sionistas, filólogos, biógrafos han aplicado sus bisturís a la vida y la obra de ese checo de lengua alemana, a ese judío asimilado de la periferia del Imperio, a ese funcionario que dedicaba sus noches insomnes a una maniaca escritura, y la autopsia nos ha revelado que, si bien no todo vale, muchas cosas pueden ser ciertas, aunque ninguna sea definitiva. Que no hay nada resuelto, que el tema sigue, afortunadamente, abierto, y que lo mejor sigue siendo, después de todo, tomar un libro suyo, abrirlo y recorrer sus páginas entre atónitos y aterrados, dejando escapar, sin embargo, de vez en cuando una sonrisa. De cualquier forma sí que conviene, antes de ello, que el lector despeje algún prejuicio adherido a su figura, limpiarlo de la imagen que más de un siglo de aluvión bibliográfico ha formado de él y plantearse su lectura no como algo enteramente nuevo, ya que sería imposible, pero sí desde una perspectiva lo más desprejuiciada posible.
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Una de las circunstancias vitales kafkianas que más polvo cultural han levantado ha sido la de su relación con las mujeres, la del amor y el matrimonio. Es de lo que se ocupa el libro que nos anima a escribir estas páginas: Los amores de Franz Kafka. Nahum N. Glatzer, su autor, nació en Lemberg en 1903, fue discípulo de Rosenzweig y, antes de emigrar a Palestina en el 33, huyendo de los nazis, ocupó el puesto de Martin Buber en la Universidad de Fráncfort. Fue profesor de Estudios Judaicos en la Universidad de Boston y miembro de la Academia Americana de Artes y Ciencias, pero lo relevante para lo que ahora nos ocupa es que fue editor y comentarista de la obra de Kafka. Editor de la primera Schocken Verlag desde 1928, en 1945 se incorporó a la recién fundada editorial Schocken en Nueva York donde trabajó en la primera edición en inglés de los diarios del checo y participó en la negociación de la compra de las cartas de Felice Bauer, una correspondencia que se ha convertido en uno de los monumentos literarios contemporáneos y en una vía de acceso privilegiada para conocer a ese hombre extraño, neurótico, fantasioso, huidizo, cortés y lúcido que fue Franz Kafka. Hay puntos que pueden haber sido matizados por los nuevos datos de que disponemos sobre el escritor (el libro apareció originalmente en 1986), pero el texto de Glatzer es un acertado resumen, trufado de bien escogidas citas, de las relaciones del autor de La metamorfosis con las mujeres, unas relaciones que no siempre fueron fáciles y que estuvieron lastradas por cierta visión negativa de ellas. Así, Kafka podía escribirle a su gran amigo Max Brod, hablando de las mujeres de sus historias pero contestando a una pregunta sobre mujeres reales: “Es curiosa la falta de agudeza de las mujeres; su sensibilidad les permite únicamente darse cuenta si resultan agradables, enseguida, si se tiene compasión de ellas y, finalmente, si se busca misericordia en ellas; eso es todo, pero, en general es suficiente”. Y a Gustav Janouch le aseguró: “Las mujeres son trampas que acechan por todos los lados para arrastrarle hacia lo que únicamente es finito. Pierden su peligrosidad cuando uno salta en la trampa por propia voluntad. Pero si la costumbre hace que uno los supere, todos los cepos femeninos se abren de nuevo”. Kafka nunca cayó en una de esas trampas, a pesar de lo mucho que jugó en alguna ocasión con ellas. Las mujeres, en la obra kafkiana, no destacan por sus buenas cualidades, lo cual es significativo en un escritor en el que tan decisivas son las interrelaciones entre vida y obra, y ni siquiera a su madre le unió un afecto especial, un distanciamiento que el propio Kafka llegó a achacar, en uno de sus excesos, al uso del término alemán “Mutter” para designarla, el cual introducía una frialdad insuperable. Quiso a su hermana Ottla, tan diferente a él mismo, y se enamoró de distintas mujeres a lo largo de su corta vida, pero su ascetismo, su afán de pureza, su neurastenia y la Literatura supusieron barreras difíciles de salvar, obstáculos que ni Kafka ni sus amadas podían sortear del todo. En algún caso, de hecho, como en el fascinante de Felice Bauer, ese “otro proceso de Kafka”, en palabras de Canetti, el escritor hizo todo lo que estuvo en su mano para que, dilatándolo, explicándolo, complicándolo, humillándose incluso, en un alarde de retorcida complejidad táctica, la relación no llegase al término previsto y por él mismo anticipado. Un caso, en suma: la crónica de un fracaso anunciado. Pero Felice Bauer no fue la única. Hubo otras mujeres en la vida de Kafka. Hubo cartas, amor y sexo, pues Kafka no fue ajeno a los desahogos furtivos con prostitutas, por ejemplo, por mucho que le atenazara una repugnancia clara por la intimidad húmeda de la sexualidad, por más que el intercambio sexual le produjera miedo y aversión. Era raro, muy raro, pero era, al fin y al cabo, humano. La proximidad del cuarto de sus padres, con sus ruidos nocturnos y la velada intuición de lo que allí ocurriera, le producía náuseas, como si se tratara de algo sucio e infecto. No en vano él estaba obsesionado por la higiene, por la pureza. El era Literatura, como le confesó a Felice, aunque tuviera que vivir con un cuerpo a rastras. Un cuerpo al que disciplinaba y sometía con rigor, con método: la gimnasia, el aire, la natación, el vegetarianismo, la masticación pautada, etc. Al final de su vida le contó a Milena Jesenská sus primeras experiencias amorosas, en las que reluce la ambivalencia, la atracción y el inmediato rechazo. Tras la noche del primer encuentro se siente feliz, pues había “colmado” su “cuerpo siempre atormentado”. Pero, aún más importante: “La felicidad consistía fundamentalmente en que todo eso no hubiera resultado aún más repugnante, aún más inmundo”. La razón por la que no volvió, tras un par de citas más, a dirigir la palabra a la joven en cuestión, que pasó a convertirse en su “enemiga”, una agradable vendedora que ahora le miraba sin comprender nada, fue “el hecho de que en el hotel, con toda inocencia, la muchacha realizase una pequeñísima cosa repugnante (que no vale la pena mencionar), dijera una mínima obscenidad (que no vale la pena mencionar), pero el recuerdo me quedó, en el mismo instante supe que no lo olvidaría nunca y al mismo tiempo sabía o creía saber que esa cosa repugnante y esa obscenidad, aunque exteriormente innecesarias, en el fondo formaban una parte muy necesaria del todo, y que justamente esa repugnancia y esa obscenidad (cuyo diminuto síntoma había sido el pequeño gesto, la pequeña palabra) eran lo que me había llevado con tan demente poder a ese hotel, que de otro modo yo habría eludido con mis últimas fuerzas”. No puede cuestionarse la lucidez de Kafka. También resulta obvio que prefiriera nadar en la piscina a hacer el amor. Esa fue la pauta de sus encuentros: “Y como fue esa vez, siguió siéndolo siempre. Mi cuerpo, a veces silencioso durante años, se sentía de pronto agitado hasta no poder dormir de noche, por ese deseo de una pequeña, de una bien definida abominación, de algo levemente repugnante, penoso, inmundo; aun en lo que para mí era lo mejor que el mundo podía darme, había siempre algo de eso, cierto leve mal olor, algo sulfuroso, algo infernal. Ese impulso tenía algo del eterno judío, insensatamente arrastrado, insensatamente vagando por un mundo insensatamente inmundo”. Es difícil ser más claro. Ya lo tenemos casi todo: judaísmo, culpa, temor a perder el control, a la locura, disciplina corporal… Signos, signos y síntomas que conforman el carácter de Kafka. Sus límites y, quizás también, sus involuntarios trampolines.
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Tal vez un tanto exageradamente Glatzer fija como los primeros amores de Kafka a dos mujeres que tienen más relevancia por el lugar y la situación en los que el escritor las conoce y trata que por su real dependencia afectiva. Son Flora Klug y Mania Tschissik, dos miembros de una compañía de teatro judío del este de Europa, esos judíos que tanto fascinaban y repelían a los occidentales y que, en la Primera Guerra Mundial, como refugiados, trajeron de cabeza a la comunidad praguense, despertando un vivo interés de Kafka; al fin y al cabo representaban todo lo que él no era. Es el atractivo del idioma, el yiddish, de cierta vulgaridad, de lo exótico y de una sensualidad un tanto primaria. Kafka colaboraba con ellos, les apoyaba y, sin duda, su huella quedó impresa en el escritor. Pero si hablamos de amor hay que esperar un tanto, aunque no mucho. Es el 13 de agosto de 1912, en casa de Brod, naturalmente, cuando conoce a una mujer –al principio pensó que era una criada– que cambiará su vida y, por tanto, su obra, los siguientes años. Es la prima del marido de la hermana de Brod. Aparentemente Kafka no le prestó atención. Pero solo aparentemente. Era una profesional de cierto rango, una mujer preparada; hasta donde se podía en la época sin estar casada, independiente. Era Felice Bauer y poco tiempo después iba a dar comienzo uno de los romances más extraño y estudiado de la historia de la literatura, y una correspondencia entre hipnótica y desoladora cuya mitad, la de las cartas escritas por Kafka, conservamos en casi su totalidad. Y entrelazada en este noviazgo sin posibilidades, otra mujer, Grete Bloch, amiga de Felice, una especie de moderadora que establecerá un romance paralelo con el escritor y que junto con Felice y la hermana de ésta, Erna, formará el “tribunal” que en el Hotel Askanischer Hof juzgará a Kafka en ese “otro proceso” que analizó e interpretó Elias Canetti.
Los estudiosos no han sido especialmente benévolos con Felice Bauer. Incluso Reiner Stach, en su espléndido Kafka. Los años de las decisiones (Siglo XXI, 2003), recuperando su figura, preocupándose por ella y analizándola, no puede evitar ciertos dejes de desprecio, de decepción, como si fuera culpa suya que su noviazgo con Kafka fracasara, no concluyera con una verdadera entrega al escritor. Mas, siendo mínimamente objetivos, sinceros: ¿quién demonios hubiera querido casarse con un tipo como Kafka? Un hombre que comienza su correspondencia de forma imprevista para, casi al instante, iniciar un interrogatorio en toda regla, exigiendo datos, detalles, más y más cartas. Y no solo cartas: pidiendo a su futura prometida que escriba un diario para él. Es, desde el principio, una especie de juego que Kafka, a pesar de todos sus juramentos, probablemente no espera jamás ver convertido en una realidad. Es cierto que llega hasta el punto de humillarse como nunca lo había hecho, como un perro, pero lo hace con la garantía de que se lo ha puesto previamente tan difícil a su novia que a Felice no le cabe otra respuesta sensata que rehusar el matrimonio, la convivencia, esa amenaza que pendía sobre el escritor sin que él mismo se atreviera a tomar una decisión al respecto. Es mejor que la responsabilidad recaiga en ella, que el “no” lo pronuncie Felice. Pero es que ¿podía en verdad decir otra cosa? ¿Le daba Kafka, sinceramente, otra opción? Es un camino tortuoso y Kafka, como buen neurótico, recorre con increíble habilidad las vías que conducen del sadismo al masoquismo; es irónicamente autocompasivo, es desconcertante, encantador, atento, absurdamente celoso –de lo que Felice lee– e, igualmente, no se mueve un ápice. Al final de la relación recurrirá al expediente un tanto pueril de alegar en su defensa una doble naturaleza que ofrece también dos caras: la que Felice puede amar y la que tiene que rechazar. De ambas es Kafka irresponsable. Combaten entre sí, luchan, pero siempre resulta victoriosa la que posterga a su novia, la del escritor, la de la Literatura. Kafka lo tiene claro: está hecho, es Literatura. Y eso no puede cambiarlo. ¿Es culpable Kafka?, ¿Es, entonces, culpable Felice por no aceptarlo, por no entenderlo? ¿Lo es Grete Bloch por abrirle los ojos a su amiga, por contarle lo que Franz, en su correspondencia, le confiesa? La culpa, con Kafka, siempre parece andar por medio. Y la calumnia, pues quizás puedan ser lo mismo. Giorgio Agamben, un fecundo lector de Kafka, en un ensayo titulado “K”, recogido en Desnudez (Anagrama, 2011), propone, con su habitual erudición y sutileza, la identificación. El comienzo de El proceso, la novela en la que Kafka trabaja tras ser sometido a ese “tribunal” informal femenino compuesto por Grete, Felice y Erna, es bien conocido: “Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque, sin que él hubiera hecho nada malo, una mañana fue arrestado”. La letra K no se referiría, entonces, a Kafka, como Max Brod había divulgado, sino que, toma Agamben de Stimilli, provendría de la “K” que grababan a fuego en la frente a los calumniadores en la antigua Roma: kalumniator.
Según Agamben es la calumnia lo que distingue más vivamente la obra del checo, siendo el caso que en El Proceso el falso acusador, el calumniador, es el propio protagonista que, “por así decirlo, ha intentado un proceso calumnioso contra sí mismo”. En apoyo de su tesis el italiano aduce que, efectivamente, ni hay tribunal, ni proceso, ni arresto que interfiera en la vida del supuesto acusado. En un momento de la novela, en una frase que Benjamin más tarde analizará con precisión, se afirma de forma tajante: “El tribunal no quiere nada de ti; te acepta si vienes, te deja ir si te vas”. Pero K es, de hecho, ejecutado. Mas, podríamos añadir, por propia voluntad. La complejidad aumenta al destacar que: “Hay calumnia, en efecto, solo si el acusador está convencido de la inocencia del acusado, si acusa sin que haya culpa alguna que verificar. En el caso de la autocalumnia, esta convicción se vuelve al mismo tiempo necesaria e imposible. El acusado, en cuanto se autocalumnia, sabe perfectamente que es inocente; pero, en cuanto se acusa, sabe igualmente que es culpable de calumnia, que merece su marca. Esta es la situación kafkiana por excelencia”. Esta es, completamos nosotros, la situación que se despliega en las relaciones y la correspondencia entre Kafka y Felice Bauer: necesaria e imposible. La pena es, simplemente, el mismo proceso. “¿Cómo puede en general ser culpable un hombre?”. He aquí la pregunta esencial, la demanda que Josef K. realiza al capellán de la prisión. Y éste contesta: “El proceso mismo se transforma poco a poco en una sentencia”. La culpa queda postergada, lo que adquiere relieve es la acusación, la categoría jurídica por excelencia, según Agamben: “El poner en causa al ser en el derecho”. ¿Qué es lo que hace K., qué es lo que hace Kafka en ese “otro proceso”? “Se comprende, entonces, la sutileza de la autocalumnia como estrategia que tiende a desactivar y a volver inoperosa la acusación, la puesta en causa que el derecho le hace al ser. Porque si la acusación es falsa y si, por otro lado, el acusador y el acusado coinciden, entonces es la propia implicación fundamental del hombre en el derecho la que se vuelve a poner en cuestión. El único modo de afirmar la propia inocencia frente a la ley (y a las potencias que la representan: el padre, el matrimonio) es, en este sentido, acusar falsamente”. Por otro lado, aquel que se ha acusado falsamente se encuentra en la imposibilidad de confesar, y puede, por tanto, ser condenado como acusador solo si se admite su inocencia como acusado. De ahí, interpreta Agamben, que la estrategia de K. sea una tentativa fallida de convertir en imposible no ya el proceso, sino la confesión. El propio Kafka, años más tarde, en 1920, anotaba: “Confesar la propia culpa y mentir son la misma cosa. Para poder confesar se miente”. La tortura era la práctica usual en el procedimiento penal romano para obtener la confesión de los acusados. En el mismo año de 1920, el escritor escribe a Milena: “Sí, la tortura para mí es importantísima, no me ocupo más que de ser torturado y de torturar”. Mientras trabajaba en El proceso, en 1914, Kafka sorprendió a Brod con otra obra, un relato escalofriante en el que drenó la violencia que no expulsó en la novela: En la colonia penitenciaria. La minuciosa, fría, desapasionada descripción de una máquina de tortura y de su uso en un reo. En ambos casos, tanto en El proceso como en En la colonia penitenciaria, no hay sentencia, realmente: solo tortura. Y Kafka, en efecto, vivió como una tortura, expresada en dolorosas imágenes, parte de su relación con Felice; se autocalumnió tal vez, se humilló e intentó huir de la Ley y de sus representantes: del matrimonio.
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Como hiciera bastantes años antes Darwin, Kafka confecciona listados valorando las ventajas e inconvenientes del matrimonio; entrevé las desdichas de un solterón y, al tiempo, sueña con una especie de sótano en el que cobijarse y dedicarse a la escritura en soledad, sin esos ruidos que tanto le alteran, sin interrupciones. “Yo no tengo interés por la Literatura, sino que estoy hecho de Literatura, no soy otra cosa y no puedo ser otra cosa”. Se lo escribe a Felice: no tiene dudas al respecto. “Todo mi ser está orientado hacia la Literatura, es una dirección que he establecido con precisión antes de cumplir los 30 años; si algún día la abandono dejaré de vivir”, añade unos días después. Y remacha: “No es inclinación por la escritura, querida Felice, no es inclinación, sino yo mismo. Una inclinación se puede arrancar o reprimir. Pero esto soy yo mismo”. La idea del suicidio no es nueva en Kafka. Max Brod ya se había asustado con anterioridad por sus comentarios y en los diarios leemos alusiones precisas, pero ahora le plantea a su novia un hecho consumado, una especie de roca inamovible sobre la que no cabe discusión: la literatura o la muerte. Kafka quiere ir, como le había escrito a Brod, “al eterno infierno de los verdaderos escritores”. Da igual que, de hecho, en esos momentos Kafka aún no tenga una gran obra: puede “ser” escritor y callar. ¿No había Mallarme desautorizado al autor, convertido en innecesario al lector? Kafka descarta incluso la propia obra, mas, como señalara Foucault ¿la locura no es, precisamente, la ausencia de obra? Y Kafka teme caer en la locura, teme perderse y, por ello, se aferra como un náufrago a su obra. Pero es, así, cruelmente injusto con Felice. La envuelve en una densidad psíquica irrespirable, sin salidas. Fuerza una situación y, al momento, asustado, la bloquea: “Cariño, lo que tú me dices lo digo yo casi ininterrumpidamente, la menor separación de ti me quema, lo que ocurre entre nosotros se repite en mí mucho peor, sucumbo ante tus cartas, ante tus fotos. Y sin embargo… mira, de las cuatro personas a las que (sin acercarme a ellos en fuerza y capacidad) considero mis verdaderos hermanos de sangre, de Grillparzer, Dostoievski, Kleist y Flaubert, solo Dostoievski se casó, y quizá solo Kleist encontró la salida correcta cuando se pegó un tiro al borde del Wannsee, apremiado por una angustia interior y exterior”. La elección es sospechosa, ¿o es que desconoce Kafka el patético deambular de ese desesperado Kleist en busca de alguien dispuesto a matarse con él? ¿Es que ignora que, al final, fue una desdichada cajera corroída por un cáncer la única que, prácticamente sin conocerle, igual de desesperada que él, accedió a tan disparatada propuesta? Kafka no solo le ha estado explicando desde el comienzo a Felice que es un hombre enfermizo, extraño, poco sociable, nefasto candidato para el matrimonio; ahora le deja claro a su novia que él es Literatura, que eso no puede alterarse porque significaría su muerte y que sus auténticos hermanos no se casan y aciertan al suicidarse. A pesar de todos sus ruegos y promesas el escritor no se mueve ni un ápice: le tortura la publicación de su futuro enlace, aborrece los muebles que Felice desea para su nuevo hogar, detesta lo que se le avecina y sufre como un condenado la celebración familiar del compromiso. No tiene ni el detalle de probar el asado, para disgusto de su novia. ¿Qué quiere, entonces, de ella? ¿Una vida en común sin sexo –pues abomina del coito y le da pavor no poder mantener relaciones–, como parece proponerle en alguna ocasión? ¿Un espíritu gemelo que sabe ya perfectamente que no es? ¿Una admiradora devota, sumisa y comprensiva que le facilite la escritura? A riesgo de ser injustos, no parecen quedar muchas alternativas. Él es el procesado, el juzgado, el condenado, pero ¿y si, además, fuera el “culpable”?
Literatura o muerte, pues. Pero la literatura, al cabo, no es sino un sucedáneo de la vida, nunca puede llegar a sustituirla. Kafka, sin embargo, demanda a su prometida que no viva una auténtica vida para que él no muera y se entregue, también, a un sucedáneo. No parece un trato especialmente atractivo. De hecho las relaciones entre Felice y Franz se mantienen mientras no traspasan el plano literario, el de la correspondencia. Son un juego de cartas, aunque, esta vez, no de naipes, como los que practicaba el padre de Kafka por las noches y Franz, cómo no, odiaba. En las pocas ocasiones en que se encuentran realmente las expectativas se derrumban. En la Navidad del 14 se reúnen. “La sexualidad era el tema de este examen: tanto Kafka como Felice Bauer lo tenían completamente claro”, aclara Reiner Stach en su biografía. Felice llega a decir: “Qué formales estamos aquí juntos”. No podía ir más allá sin resultar grosera. Pero el escritor no se inmutó. A cambio le leyó alguno de sus textos, entre ellos Ante la ley, esa aciaga puerta reservada para él y que, al final, no llega a franquear. Más tarde anotó: “A mi alrededor, nada más que aburrimiento y desolación. No hemos estado juntos ni un instante en que yo haya respirado libremente. La dulzura de la relación con una mujer amada, como en Zuckmantel y Riva, no la he tenido nunca respecto a Felice salvo en las cartas, solo admiración ilimitada, sometimiento, compasión, desesperación y autodesprecio. También le he leído algo mío, y las frases se confundían de un modo repugnante, sin ninguna conexión con la oyente, que yacía en el canapé con los ojos cerrados y las escuchaba en silencio”.
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Franz Kafka goza de un fino sentido del humor, tiene una percepción precisa de lo cómico. Es justamente célebre la anécdota, transmitida por Brod, de que cuando el escritor leyó por primera vez a sus amigos el capítulo inicial de El proceso, tuvo que interrumpir la lectura porque se tronchaba de risa, mientras sus camaradas apenas podían contener las carcajadas. También es cierto que el propio Brod, al recordarlo, se preguntaba qué había podido despertar tamaña hilaridad en un capítulo que él mismo reconocía tan “serio”. Kafka cuenta con gracia a Felice sus miserias, sus exageraciones, sus rarezas, y ella, responsable, sensata, cree que bromea. Se equivoca. Cuando Kafka escribe sobre su amor, sobre su matrimonio, etc., Felice, responsable, sensata, le hace caso. Vuelve a equivocarse. Todo es un gran mal entendido. Cuando exagera y relata sus cuitas, el escritor habla completamente en serio; es cuando se eleva a territorios menos precisos, más mundanos, cuando fantasea y se deja llevar. Nunca hablan de lo mismo, o, al menos, de la misma manera. No hay un terreno común en el que desenvolverse. Nosotros, ahora, lo vemos claro. A ellos les llevó años y un derroche psíquico enorme fracasar.
Pero no fue Felice Baur la única mujer importante en la vida de Kafka. En 1919 conoció a Julie Wohryzek en la pensión Südel de Schlesen, en el Tirol italiano. No disponemos de muchos datos sobre su relación, pero sabemos que, si al comienzo el escritor dejó claro a la joven que, aunque consideraba el matrimonio y los hijos como “lo más deseable de este mundo”, él no podía casarse, luego se prometieron. El padre de Kafka rechazó con su energía y falta de delicadeza habituales el matrimonio, llegando a proponer a su hijo, como alternativa, acompañarle él mismo a un burdel. El compromiso duró apenas un año y finalizó en el verano de 1920, pero antes de concluir el escritor ya había conocido a una mujer fundamental en sus últimos años. Fue en Merano, donde Kafka aliviaba sus problemas pulmonares. Él contaba treinta y siete años, ella veinticuatro. Era Milena Jesenská. Estaba casada con un intelectual vienés, Ernst Polak, y Kafka inició su aproximación como siempre: escribiéndole cartas. Fue un amor, o una amistad, sedativa para un Kafka que escribía: “Estoy mentalmente enfermo, la enfermedad de los pulmones no es más que un desbordamiento de la enfermedad mental”. Abatido, en otra ocasión le dice: “Me parece a veces que nosotros, en vez de vivir juntos, tendríamos tranquilamente que acostarnos juntos para morir”. ¿Pensaba, acaso, en Kleist? La última carta a Milena que se conserva es de diciembre de 1923. Más adelante siguió viendo a su amigo, hasta que Kafka, profundamente deprimido, pidió a Max Brod que evitara las visitas. Siempre conservó de Kafka una imagen estremecida y devota, como si fuese un verdadero santo. Murió en el campo de concentración de Ravensbrück, acusada por los nazis de comunista.
Minze Eisner tenía 18 y convalecía de una larga enfermedad cuando Kafka, que en esos momentos estaba escribiendo su Carta al padre, “sintió que podía ayudarla”, nos explica Glatzer. De nuevo cartas: poco más. También en 1923, en verano, en Müritz, en el Báltico, el escritor conoció a Dora Dymant, su último “amor”. Tenía veintiún años y era hija de una familia hasídica de Europa del Este. Kafka, que hacía mucho tiempo que quería ir a Palestina –esa fue la excusa para su primera carta a Felice– parecía volver, de alguna manera, a sus orígenes, a pesar de estar convencido de ser el “más occidental de los judíos”. Vivió con ella en Berlín, en condiciones bastante precarias. Al fin parecía, cuando estaba a punto de morir, que había conseguido huir de su familia, de Praga, que había alcanzado la autonomía que tanto anhelara. Pero ya era tarde para disfrutarla. Su tuberculosis de laringe era definitiva. Robert Klopstock, un estudiante de medicina, acudió a Viena, donde residía la pareja, para cuidar a Kafka. Sospechando que le restringía la morfina, el enfermo le exigió: “No me engañe […]. Máteme, si no es usted un asesino”. En una cariñosa carta pidió a sus padres que no fueran a verle. Era el final. A las cuatro de la mañana del 3 de junio de 1924 Dora se asustó al ver que Kafka no podía respirar. Se llamó al médico. No había nada que hacer. A las 12 perdía la conciencia y moría. Dora, desgarrada de dolor, se lanzó sobre la tumba en el entierro, el martes 11 de junio. Unas cien personas acompañaron el féretro en el cementerio judío de Praga. Moría Franz Kafka, es cierto, pero el misterio no había hecho más que comenzar. Las peripecias editoriales, las esfuerzos de Brod, la leyenda, las interpretaciones, el desconcierto ya estaban en marcha. ¿Qué es esto?, nos seguimos preguntando. “Queridísimo padre: No hace mucho me preguntaste por qué afirmo tenerte miedo…”
Texto publicado en el nº 333 de El Viejo Topo, octubre de 2015
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