Jenny von Westphalen

Tréveris, alemania, 1835

Necesitaba una auténtica pasión para experimentar, y por encima de todo, una debilidad interesante a la que proteger y sostener.
Honoré de Balzac

 

JENNY VON WESTPHALEN era la joven más deseable de Tréveris.

Había otras, por supuesto, pertenecientes a familias mucho más adineradas y cuyos padres habían alcanzado un rango superior entre la nobleza. Y sin duda había otras que eran consideradas más físicamente atractivas. Pero todo el mundo admitía que ninguna combinaba tan bien una belleza poco común con un ingenio y un intelecto tan brillantes, así como una elevada posición social muy respetable entre la aristocracia local, tanto la de nacimiento como la formada por la nueva clase de hombres que se la habían ganado con su esfuerzo.

Su padre, el barón Ludwig von Westphalen, era consejero del gobierno en Tréveris, lo que le convertía en la más destacada autoridad prusiana y en el funcionario mejor pagado de aquella ciudad de doce mil habitantes acurrucada, como un pueblo de cuento de hadas, a orillas del Mosela. El padre de Ludwig había recibido su título nobiliario por sus servicios en la Guerra de los Siete Años, y se había casado con la hija de un ministro del gobierno escocés que descendía de los condes de Argyll y de Angus. Era a su abuela escocesa a quien Jenny debía su nombre de pila, sus ojos verdes y su pelo color caoba, y también la veta rebelde que daba fulgor a sus rasgos: Archibald Argyll fue un luchador por la libertad decapitado en Edimburgo, y otro de sus parientes, el reformador George Wishart, fue quemado en la hoguera en la misma ciudad.

En 1831, sin embargo, lejos de ser una rebelde política, a los diecisiete años Jenny era una presencia indiscutible en los sofisticados bailes que se celebraban en Tréveris y alrededores, donde las mujeres encandilaban a todos con sus vestidos y sus elegantes tocados, mientras los hombres intentaban seducirlas con sus chaquetas finamente talladas y sus exquisitos modales, pero sobre todo con su virtud más valorada: su riqueza. Era un mercado donde, a la luz de las velas, las jóvenes damas eran compradas y vendidas, y Jenny cambiaba de pareja de baile plenamente consciente del valor de su aspecto físico. Los límites y las expectativas sociales eran inequívocamente claros: un cordón de terciopelo separaba a aristócratas como Jenny de otros elementos en la pista de baile.

En una carta a sus padres escrita en abril, su hermanastro Ferdinand se refería a los muchos hombres que la cortejaban, pero decía que Jenny mostraba la reserva apropiada.6 Las cosas cambiaron, sin embargo, en una fiesta que se celebró en verano. En ella Jenny conoció al joven teniente Karl von Pannewitz, que concluyó una velada de intimidades con una fogosa pasión y pidiéndola en matrimonio. Jenny sorprendió a su familia, especialmente a su padre y a su protector hermanastro Ferdinand, contestando afirmativamente. Fue una decisión precipitada que pronto lamentaría; a los pocos meses violaba el protocolo social y rompía el compromiso.

La noticia del escándalo se propagó por Tréveris. La esposa de Ferdinand, Louise, describía a Jenny en diciembre como aislada del mundo, fría, reservada y retraída mientras su padre negociaba la ruptura del compromiso. En vísperas de Navidad, Jenny había recuperado el buen humor y toda la familia parecía feliz de haber dejado atrás el fallido noviazgo. En una carta a sus padres, Louise expresaba sorpresa y desaprobación ante lo que calificaba de celebraciones extrañamente fastuosas en casa de los Westphalen. “No tiene que haber sentimientos en el corazón de Jenny, de lo contrario se habría negado a celebrar una fiesta tan inadecuada, aunque solo fuese por consideración a su desgraciado (ex) novio… ¿Cuánto tiempo pasará hasta que el primer sucesor que aparezca reemplace al señor von Pannevitz? Los posibles candidatos se habrán quedado un poco asustados ante el tratamiento recibido por von Pannevitz”.

Aceptando primero y luego rompiendo el compromiso, sin embargo, Jenny había de hecho exorcizado temporalmente el demonio del matrimonio que poseía a sus coetáneos. Regresó al circuito social, pero ahora no había ningún hombre especial que atrajese los chismorreos o el interés de su familia. En cambio, y bajo la tutela de su padre, empezó un programa de estudios, una estimulante mezcla de Romanticismo y de una nueva filosofía utópica procedente de Francia llamada socialismo. Jenny se sumergió especialmente en el primero, dominado como estaba por escritores, músicos y filósofos alemanes. Para ellos, el bien mayor era vivir los propios ideales, rechazar todo aquello que limitaba la propia libertad y, lo más importante de todo, crear, tanto si esta creación era una nueva filosofía como si era una obra de arte o una forma mejor de interrelación entre los hombres. Ni siquiera era necesario tener éxito; lo fundamental era perseguir un sueño hasta el final, costase lo que costase. La luz, previamente vista como emanando de una deidad distante, se había vuelto interior; la búsqueda personal del hombre era ahora de carácter divino.

Para Jenny, que intentaba recuperarse de su aparentemente pequeña rebelión contra su compromiso (que en aquella época y en aquella sociedad habría sido una importante revuelta), el Romanticismo era heroico y estimulante. Y más allá de sus circunstancias inmediatas, tenía otro motivo para abrazar el movimiento: algunos de los románticos propugnaban la igualdad de derechos para las mujeres. El filósofo alemán Immanuel Kant había declarado: “El hombre que depende de otro hombre no es un hombre en absoluto; ha perdido su posición, no es más que la posesión de otro hombre”. Aplicando la afirmación de Kant a las mujeres, esta posesión se multiplicaba por cien. Los románticos, por consiguiente, ofrecían ni más ni menos que la posibilidad de la verdadera libertad para hombres y mujeres, la libertad no solo de romper los lazos sociales rígidos, sino la de desafiar a fin de cuentas a los monarcas que habían gobernado prácticamente incontrolados durante siglos porque afirmaban ser los emisarios de Dios en la Tierra.

Al cumplir los dieciocho años, en febrero de 1832, Jenny había empezado a asimilar estas lecciones en el mismo momento en que a su alrededor el mundo parecía dividirse en dos campos, el de quienes querían obligar a los reyes y a sus ministros a servir mejor a una sociedad cambiante, y el de quienes querían proteger el statu quo. Esta división era evidente incluso dentro de su propia familia: aunque era un oficial prusiano, el padre de Jenny admiraba al conde Claude Henri de Saint-Simon, el fundador del socialismo francés. Las pasiones del padre inspirarían a la hija, aunque nunca habría podido prever hasta qué punto lo harían.

Fuente: Inicio del primer capítulo del libro de Mary Gabriel Amor y Capital.
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